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– Por cierto, yo me llamo Vanja.

Le tendió la mano.

– Aquí dentro olvida una las mínimas normas de cortesía.

Monika se quitó el guante y le estrechó la mano brevemente.

– Monika.

Vanja asintió y reanudó el paseo. Monika la seguía a regañadientes. Un poco más adelante se veía a un grupo de personas, y eso la tranquilizó.

– ¿Qué pienso hacer cuando salga? La verdad es que no lo sé. Para empezar, me mudaré a vivir con una amiga de la infancia. Está muy enferma pero, después de la última operación, parece que está mejorando, menos mal. Aunque aún no se sabe. Si todo va bien, quizás hagamos un viaje. Ya veremos cómo va todo.

Monika intentaba hacerse a la idea de lo que significaban diecisiete años. Una eternidad, si había que pasarlos en un lugar como aquél. Uno podía volverse loco por menos. Lo sabía por experiencia.

Habían tomado un sendero entre unos árboles y cuando salieron al otro lado, un espacio abierto se extendió pendiente abajo ante su vista hacia el horizonte. Pronto llegaron tan lejos como les estaba permitido. La zona estaba rodeada de una doble valla separada por varios metros y coronada por alambre de espino, de modo que cualquiera que tuviese la idea de trepar quedaría destrozado por las púas. Allí dentro estaba ella encerrada, privada de la confianza de la sociedad para andar fuera de allí. Ni siquiera en las proximidades del exterior, pues la distancia de seguridad era de cincuenta metros. Echó un vistazo por encima del hombro para cerciorarse de que aún había gente a la vista.

Vanja se detuvo y se metió las manos en los bolsillos del chaquetón.

– Es importante tener a alguien que te espere ahí fuera. Así resulta más fácil. Lo sé porque he probado las dos opciones.

Monika miró la nieve que cubría el suelo. Ella no tenía quien la esperase. Tal vez su madre, pero no estaba segura. La había llamado varias veces, pero Monika no había cogido el teléfono e ignoraba si conocía su actual paradero. En honor a la verdad, le daba lo mismo.

Vanja sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió la nariz.

– La vida aquí dentro puede ser muy dura y no siempre es fácil ser nueva. Aunque la sección en la que te ha tocado es bastante tranquila. Hazte con algunos cigarrillos, te serán útiles.

Vanja alzó la mano para protegerse del sol y contempló el espejear de los campos que se extendían más allá de la valla. Monika la observó a hurtadillas.

– Mira qué hermosa vista.

Monika siguió su mirada y ambas permanecieron un rato en silencio.

– Hay que ver lo absurdamente descuidados que somos con lo que tenemos, lo torpes que somos. Tú y yo somos el mejor ejemplo de lo poco que comprendemos en realidad, pues, de lo contrario, no estaríamos a este lado de la valla.

Monika estaba tentada de darle la razón, pero aún no se sentía preparada para decirlo abiertamente. Vanja hizo un ruidito que sonó como un resoplido.

– Creemos que hemos llegado, que todo está listo y preparado sólo porque da la casualidad de que existimos ahora, pero el tiempo insignificante que pasamos en la vida no es más que una gota en la inmensidad del mar. En algún sitio leí que ni siquiera estamos del todo preparados para caminar sobre dos patas, que aún tenemos aquí dentro algún resto de nuestra condición de trepadores que no se ha adaptado del todo.

Acompañó aquellas palabras de un gesto circular sobre el abdomen. Monika se preguntó a qué tejidos podría referirse, pero prefirió no preguntar. En aquel momento, no le pareció importante.

Una bandada de pájaros cruzó el cielo y Vanja echó hacia atrás la cabeza para seguir su trayecto con la vista. Monika la imitó.

– ¿Sabes? Tan sólo en la Vía Láctea hay doscientos billones de estrellas. Es una barbaridad, doscientos billones, y eso sólo en nuestra galaxia. Es extraordinario pensar que nuestro Sol no es más que una de todas esas estrellas tan diminutas.

Los pájaros desaparecieron de su vista en dirección al bosque. Monika cerró los ojos preguntándose qué verían las aves más allá.

– Imagínate el miedo que sentiría el hombre al comprender que la Tierra no era el centro del universo. Qué escena terrorífica, andar por la vida tranquilamente pensando que Dios ha creado la Tierra y al hombre como el centro de todo y, de repente, saber que sólo somos una ínfima parte. -Vanja sacó el pañuelo y volvió a sonarse la nariz-. No hace ni cuatrocientos años que lo creíamos, pero está bien poder reírse ahora de lo tontos que eran entonces. Nosotros somos tan ilustrados, no hay más que ver lo bien que nos va.

Monika miraba a Vanja de soslayo. No podía negar que la mujer a la que acababa de conocer era bastante especial y, con cierto asombro, hubo de admitir que estaba disfrutando del paseo. Ninguna de las personas a las que conocía solía hablar de cosas así. Si no hubiesen estado encerradas tras una valla con alambre de espino, se habría sentido muy relajada.

Vanja miró a Monika con una sonrisa.

– Yo me entretengo pensando en las razones que, dentro de cuatrocientos años, tendrán para reírse de nosotros. Cuáles de las cosas que hoy damos por seguras se revelarán entonces totalmente erróneas.

Monika sonrió y Vanja miró el reloj.

– Ya va siendo hora.

Monika asintió y las dos mujeres dieron la vuelta. Ahora se sentía más tranquila. Le infundía seguridad saber que allí dentro había alguien como Vanja.

– ¿A ti te espera alguien ahí fuera?

La pregunta borró la sonrisa de Monika. Por un instante, evocó el rostro que más añoraba en el mundo. Bajó la vista y negó en silencio.

– ¿Estás totalmente segura de ello? A mí sí me esperaban, aunque yo no lo sabía.

Monika no quería tener ninguna certeza, así que decidió no contestar. Pero ¿cómo, ni en sueños, iba a conservar la esperanza de que él estuviese aguardándola aún? Había cometido el segundo mayor error de su vida al dejarlo ir.

– No puedes tener la certeza hasta que no te den la prueba.

Monika se detuvo.

– ¿Cómo?

Pero Vanja no dijo nada más. Siguió caminando y lo único que surgía de su boca era el remolino blanco de su aliento.

La voluntad de seguir adelante se precisa también para los pequeños pasos. Lo había leído en algún lugar, aunque no recordaba ni dónde ni cuándo. Ella estaba versada en dar pequeños pasos. De hecho, a eso se había dedicado desde que todo se derrumbó. Sin embargo, no recordaba qué era la voluntad de seguir adelante.

Había pasado muchos años luchando por destacar, esforzándose por adornar la superficie con el más hermoso mosaico, pero había olvidado el interior por el camino. Había sido lo que hacía y lo que poseía, pero no existía nada más. Una vez retirado el adorno, no quedó más que el vacío de lo que había perdido. La posibilidad que no aprovechó.

Sólo un único deseo.

Uno solo.

Para atreverse a dar ese paso, se precisaba un valor muy superior a la razón pero, si no se atrevía, jamás habría razón para atreverse a nada más en la vida.

Y con el valor que sólo pueden concitar quienes están verdaderamente muertos de miedo, tomó el auricular.

– Hola, soy yo, Monika.

Hubo un silencio eterno hasta que él respondió y le dio pie a decir lo que tenía que decir.

– Son tantas las cosas que quisiera contarte.

Y con todas sus esperanzas puestas en el secreto que tanto deseaba existiese en algún lugar, pronunció aquellas palabras:

– Thomas, quiero ir a casa.

Karin Alvtegen

***