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El gran almohadón que tenía bajo la espalda estaba empapado de sudor. Deseaba muchísimo poder tumbarse con normalidad; poder dormir tumbada como cualquier persona, por una noche. Esa posibilidad había dejado de existir. Si se tumbaba en horizontal, su propio peso la asfixiaría.

Hacía tantos años que no escribía una carta… Le había pedido a la gente de los servicios sociales que le comprara papel de carta el mismo día que recibió la de Vanja, pero lo guardó en el primer cajón del escritorio, junto con la carta que iba a contestar, a duras penas alisada después de haberla arrugado, y cada vez que pasaba por delante, se le iba la mirada hacia los elegantes herrajes de cobre.

Los últimos días había ido rescatando de las profundidades otros fragmentos de evocaciones; breves imágenes de recuerdos en los que Vanja estaba presente. Vanja riendo sentada en una bicicleta azul. Vanja inmersa en la lectura de un libro. Vio claramente su cola de caballo castaño oscuro, siempre sujeta con una goma de color rojo. Y también una difusa imagen de la leñera de la casa, a saber lo que pintaba entre sus recuerdos. Pequeños retazos de vivencias que se resistían a disponerse ordenadamente. Pequeños retazos concretos totalmente carentes de contenido sentimental.

Había limpiado el frigorífico. Se lo comió todo. En tres ocasiones, el ansia fue tan intensa que tuvo que llamar a la pizzería. Le dieron media hora de espera pero, igual que todos los demás imbéciles, tampoco ellos se atenían nunca al plazo prometido.

Que algo tan vacío como el tiempo pudiese doler tanto.

La carta estaba siempre presente en sus pensamientos. En realidad, ella preferiría romperla en pedazos y tirarla a la basura, pero ya era tarde. Había leído su contenido, sus palabras se habían grabado a fuego allí dentro y eran ya imposibles de ignorar. Lo peor de todo era que la rabia había empezado a ceder ante otro sentimiento. Una turbia sensación de angustia.

Sola.

Una sensación que llevaba sin molestarla mucho, mucho tiempo.

Y lo peor eran las noches.

Intentaba convencerse a sí misma de que no tenía nada que temer. Vanja estaba entre rejas, incapaz de acceder a ella y, si aparecía otra carta, podría desecharla sin leerla. No se dejaría arrastrar a la misma trampa una segunda vez.

Pero de nada sirvieron los buenos consejos. Y bien sabía ella que, en realidad, no era Vanja la que le infundía temor. Era otra cosa.

Aquella mañana se levantó temprano, incluso antes de que empezase a clarear. No se atrevía a meterse en la ducha si existía la posibilidad de que alguno de los hombrecillos de los servicios sociales la viese. Le costaba mucho trabajo secarse bien por entre los pliegues y se figuraba el aspecto que tendrían los eczemas de la espalda. Se lo decían los picores. Si la veían, darían la alarma y jamás permitiría que nadie la embadurnase de crema. Dos eran los vestidos en los que aún cabía. Tiendas de campaña por los tobillos con una abertura en el cogote. Se los mandó coser hacía quince años y no quería ni pensar que, muy pronto, uno de ellos le quedaría pequeño.

Después de que Saba hubo regresado de su paseo matinal por el césped y una vez cerrada la puerta del balcón, Maj-Britt fue y se sentó a la mesa de la cocina. Miró el reloj. Debían de faltar tres o cuatro horas para que apareciese alguien pero ¿cómo saberlo? Entraban y salían como les venía en gana. Aunque, en honor a la verdad, hoy los echaba de menos. Su estómago vacío gritaba pidiendo comida. Y, pese a las miradas de reproche, había pedido algún que otro producto extra.

Hola Vanja.

En realidad, no tenía ninguna gana de decirle hola a Vanja pero ¿cómo, si no, iniciar una carta? ¿Y cómo enfrentarse a insultos subrepticios sin desvelar hasta qué punto le habían molestado? Quería mostrarse fría e impasible, demostrar que ella estaba por encima de las penurias sobre las que una reclusa desquiciada se creía con derecho a escribir.

Tal y como esperabas, puede decirse que tu carta me sorprendió, cuando menos. Me llevó un rato caer en la cuenta de quién eras. Como bien dices, han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos. Tanto yo como mi familia estamos bien. Göran es jefe de sección de una gran empresa que fabrica electrodomésticos y yo trabajo en un banco. Tenemos dos hijos que, en estos momentos, están cursando estudios en el extranjero. Mi vida es muy satisfactoria y sólo tengo recuerdos gratos de la infancia. Mis padres fallecieron hace muchos años y los añoro muchísimo. De ahí que no vayamos al pueblo muy a menudo, sino que preferimos viajar al extranjero en nuestras vacaciones. Es decir, que no he hablado con nadie desde hace años y no sé nada de ti ni de tu destino. Aunque, por la dirección del remite, comprendo que te encuentras en una situación desafortunada.

Esta noche, Göran y yo vamos al teatro por lo que debo despedirme ya.

Saludos,

Maj-Britt Pettersson

Repasó lo que había escrito. Agotada por el esfuerzo, decidió que estaba bien así. Ahora sólo deseaba que saliera del apartamento y llegase a la oficina de correos, para dar el episodio por concluido.

Le costó escribir el apellido de él.

Aquel día, la muchacha llegó sobre la una y era nueva, no la había visto nunca. Otra de aquellas jovencitas, aunque en este caso era sueca, por lo menos. Una de esas que vestían provocativas camisetas y tops que dejaban visibles los tirantes del sujetador. Luego se sorprendía la gente de que aumentasen las violaciones. Cuando las jóvenes se vestían como fulanas, ¿qué iban a pensar los tíos?

– Hola, me llamo Ellinor.

Maj-Britt miró con aversión la mano que le tendía. Jamás en la vida la tocaría.

– Puede que no te hayan informado de las normas rutinarias de esta casa.

– ¿A qué te refieres?

– Espero que al menos hayas traído todo lo que había en la lista de la compra.

– Sí, creo que sí.

La intrusa seguía sonriendo, lo que irritó aún más a Maj-Britt. La joven se quitó una raída cazadora vaquera decorada con pequeñas pegatinas de colores que le otorgaban un aspecto aún más sucio.

– ¿Guardo la compra en el frigorífico o prefieres hacerlo tú?

Maj-Britt la escrutó de los pies a la cabeza.

– Deja las bolsas en la mesa de la cocina.

Ella siempre colocaba la comida personalmente, pero ya no podía trasladar las bolsas. Quería saber dónde estaban los alimentos exactamente, por si surgía una urgencia.

Cuando se quedó sola en el vestíbulo, les echó un vistazo a las pegatinas de plástico. Con la punta de los dedos, tiró de la cazadora y resopló mientras las ojeaba:, «¡Que nadie calle!

JUSTICE PAYS LIFE»; «¿FEMINISTA? ¡SIN DUDA!»; «IF I AM ONLY FOR MYSELF – WHAT AM I?»; una vela envuelta en alambre de púas con el texto «RIGHTS FOR ALL». Montones de pequeños mensajes comprometidos sobre lo uno y lo otro, como si ella sola tuviese la responsabilidad de cambiar el mundo. En fin, ya se le pasaría cuando se hiciese un poco mayor y comprendiese cómo funciona.

Oyó a la muchacha entrar en el baño y llenar un cubo de agua.

Le llevó una media hora terminar. Maj-Britt estaba junto a la puerta del balcón esperando que entrara Saba. En el parque había un padre empujando un balancín. Una niña que no podía tener más de un año hipaba de risa cada vez que el columpio volvía al punto de partida, hacia los brazos abiertos del padre. Ella solía verlos allí. De vez en cuando los acompañaba la madre, pero parecía dolerle algo porque, a veces, el hombre tenía que ayudarle a levantarse del banco si se sentaba. Saba se mantenía cerca del balcón y no se fijaba en la gente que había por allí fuera. Y Maj-Britt mandaba a los de los servicios sociales a recoger las cacas, pues no quería oír las quejas de los vecinos por el aspecto de sus instalaciones.