Miró atrás y echó una ojeada al quiosco de prensa. Sin querer, se fijó en las portadas de los diarios vespertinos.
NIÑA DE TRECE AÑOS OBLIGADA A PROSTITUIRSE DURANTE TRES MESES.
Y al lado, la competencia.
OCHO DE CADA DIEZ PERSONAS RECIBEN EL DIAGNÓSTICO EQUIVOCADO. LA TOS PUEDE SER UNA ENFERMEDAD MORTAL. COMPRUEBE SI ES USTED UNO DE ESOS OCHO.
Meneó la cabeza. Casi cabría sospechar que los que hacían los diarios fuesen expertos en neurociencias. Apelar al sistema de alarma de sus posibles compradores era un método seguro de llamar su atención. Allí estaba, incorporado en la parte más recóndita del cerebro, con la misión, como en todos los mamíferos, de detectar posibles peligros en el entorno. Las portadas eran en sí mismas una gran señal de alarma. Una posible amenaza. Lo que necesitaban saber quienes estaban asustados era por qué, no sólo cómo y, desde luego, no contado con tan sucios detalles. Eso no detenía el miedo, más bien al contrario, y Monika sospechaba que, a la larga, la prensa vespertina ejercía en el clima social mayor influencia de lo que ella creía. Nadie podía sustraerse a su influencia y, ¿cómo iban a deshacerse los lectores de todo ese miedo que no dejaban de suministrarles, sino guardándolo en algún escondrijo para con él cargar las tintas sobre la suspicacia hacia los extranjeros y la sensación general de desesperanza?
El hecho de que la gente comprase diarios con esas portadas suponía el triunfo del cerebro primitivo sobre la inteligencia de la corteza cerebral.
Una furgoneta roja apareció a gran velocidad desde Storgatan, pero ella no le prestó mucha atención. REFORMAS BÖRJES, se leía rotulado a grandes letras en el lateral. Si no recordaba mal, la mujer dijo que se llamaba Åse. La furgoneta frenó y se detuvo con el motor en marcha. La mujer que iba al volante tenía unos cincuenta y cinco años y se inclinó hacia el asiento del acompañante para bajar la ventanilla.
– ¿Monika?
Ella sacó el asa de su maleta trolley y se acercó al coche.
– Ah, ¿así que eras tú? Hola, sí, yo soy Monika.
La mujer volvió a enderezarse en su asiento y salió de la furgoneta. Se acercó a Monika y le tendió la mano para presentarse.
– Siento que hayas tenido que esperar, pero ¿puedes creerte que no ha habido manera de arrancar el coche? Dios mío, qué desastre. He tenido que coger el de mi marido, espero que no te importe. He intentado retirar lo más gordo de la mugre de los asientos.
Monika sonrió. Hacía falta algo más que una furgoneta para echar por tierra su buen humor.
– Desde luego, no importa.
Åse tomó su maleta y la metió en la parte trasera. Monika avistó un cuadro de metal con herramientas de carpintería y un hacha de hoja roja sujeta con una cuerda. Åse cerró la puerta lateral.
– Suerte que al final sólo seremos nosotras dos. Intenté localizar a algunos más de aquí pero, por fortuna, ya se habían organizado para ir juntos. De lo contrario, habrían tenido que ir en el maletero.
– Ah, pero ¿había más gente de aquí?
– Cinco más. Sólo sé que venía alguien del ayuntamiento y alguien de la cadena de moda KappAhl, creo. O quizá de Lindex, no lo recuerdo.
Monika abrió la puerta y subió al asiento del acompañante. Un ambientador en forma de pino verde se balanceaba colgando del espejo retrovisor. Åse se dio cuenta de que Monika se había fijado en él y exhaló un suspiro.
– De verdad que quiero a mi marido, pero desde luego no se puede decir que haya tenido nunca buen gusto.
Abrió la guantera y guardó el pino. El aroma permaneció en la cabina un rato más y la mujer bajó la ventanilla antes de meter la marcha y arrancar.
– Bueno -dijo con un respiro de alivio-. Por fin estamos en camino. Un par de mañanas así al año y no llega uno a viejo.
Monika miró por la ventanilla y sonrió. Ya tenía ganas de llamar por teléfono.
El lugar del curso parecía un viejo hostal amarillo con las ventanas blancas y un anexo de reciente construcción donde se hallaban las habitaciones de hotel. El viaje estuvo lleno de risas y juiciosos razonamientos. Åse resultó ser lista y divertida, y quizás el humor fuese una cualidad necesaria en su caso, teniendo en cuenta que era jefa de un centro de rehabilitación de niñas preadolescentes y drogodependientes.
– La verdad es que no sé cómo aguanto, cuando oigo lo que han pasado algunas de las chicas. Pero cuando te das cuenta de que has contribuido a que alguna de ellas siga adelante y cambie de hábitos, ha merecido la pena.
El mundo estaba lleno de héroes.
Y de aquellos que deseaban haber sido héroes.
Según el programa que les habían enviado por correo, el curso comenzaría con la presentación de los monitores y los participantes. El resto de la tarde lo dedicarían a aprender cómo motivar a sus colaboradores «comprendiendo las necesidades básicas del ser humano». Monika sintió que su interés se esfumaba. Quería volver a casa y, cuando le dieron la llave y entró en su habitación, aprovechó para llamar. Él respondió enseguida, aunque estaba en una reunión y, en realidad, no podía hablar. Después de aquello, su motivación para aprender a «comprender las necesidades básicas del ser humano» disminuyó aún más.
Ya las conocía a la perfección.
– Bien, ya sabéis quién soy yo, así que ahora nos toca a todos saber quiénes sois vosotros. Vuestros nombres figuran en las tarjetas, de modo que eso os lo podéis saltar. Pero quiénes sois, de eso no tenemos ni idea.
Veintitrés participantes recién llegados sentados en corro escuchaban con atención a la mujer que hablaba en el centro. Ella era la única que parecía encontrarse cómoda en aquella situación, pues las miradas de los demás vagaban recelosas de un punto a otro del círculo. Monika se sorprendió de lo evidente que resultaba. Veintitrés adultos, todos ellos con puestos directivos y varios de ellos en traje de chaqueta, súbitamente arrancados de su cómodo y seguro marco de actuación y sin control alguno sobre la situación. Como por arte de magia, se habían convertido al verse allí sentados en veintitrés niños angustiados. Ella misma lo sentía, el malestar se extendía por todo su cuerpo y ni siquiera pensar en Thomas hacía más soportable su situación.
– Teniendo en cuenta el contenido del curso para esta tarde, os diré lo que propongo y deseo que contéis sobre vosotros mismos, por eso he pensado empezar con un pequeño ejercicio.
Las miradas de Monika y de Åse se cruzaron y las dos mujeres intercambiaron una breve sonrisa. Åse le había contado en el coche que ella nunca había participado en un curso de «desarrollo de la personalidad» y que, en el fondo, era un tanto escéptica al respecto. A decir verdad, lo que había suscitado su interés era el capítulo de cómo enfrentarse al estrés.
La mujer que hablaba en el centro continuó:
– Para empezar, me gustaría que todos cerrarais los ojos.
Los participantes se miraron de reojo algo inseguros, con una pregunta tácita en el semblante, antes de obedecer y retirarse a la oscuridad uno tras otro. Monika se sintió entonces más inerme aún, como si hubiera estado desnuda sin saber de qué miradas debía protegerse. Se oyó el chirrido de la pata de una silla al ser arrastrada. Lamentó haberse dejado sobornar.
– Voy a pronunciar seis palabras. Quiero que prestéis atención a vuestros pensamientos y, ante todo, que estéis atentos al primer pensamiento que os venga a la cabeza al oírlas.
Alguien carraspeó a la izquierda de Monika. Por lo demás, todo estaba en silencio, salvo por el vago rumor del sistema de ventilación.
– ¿Preparados? Bien, empezamos.
Monika cambió de postura en la silla.