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– Sin embargo, el lunes… -calló mientras cruzaban las pesadas puertas de cristal.

Gloria apretó el botón de bajada del ascensor.

– ¿Qué pasó el lunes?

– Al llegar a casa me esperaba un paquete.

– Ohh. ¿Flores?

– Un maravilloso ramo de flores y una caja refrigerada de Boston Cream donuts, enviados desde su pastelería favorita en Nueva York, acompañados de una bonita nota en la que me agradecía que me quedara el viernes hasta tarde para ayudarlo.

– Muy bonito -comentó Gloria-. ¿Le contestaste?

El ascensor se abrió y entraron; Riley apretó el botón de la planta baja, y una vez que se cerraron las puertas, contestó:

– Sí, le di las gracias por las flores y los donuts.

– ¿Y?

– Y ya no he vuelto a saber nada de él.

– Te apuesto algo a que esta noche, cuando llegues a casa, tendrás un mensaje de él. Definitivamente, está interesado.

– Sólo me ha dado las gracias por quedarme trabajando el viernes.

– Está fascinado contigo.

Un escalofrío al que no quiso prestarle atención la recorrió con las palabras de Gloria.

– Vive a mil quinientos kilómetros de distancia.

– Para eso están los programas de regalos de millas.

– Es muy exigente en el trabajo -pero incluso al terminar de pronunciar las palabras, tuvo que reconocer que esa descripción ya no era tan precisa como lo había sido.

– Pero está mejorando -indicó Gloria, como si le hubiera leído los pensamientos.

– Cierto… -era decididamente ambicioso, pero la ambición, en oposición a la pereza, era un rasgo que siempre había admirado. Y, Marcus, que era un hombre brillante, evidentemente tenía en alta estima las habilidades de Jackson, o jamás lo habría contratado. Las puertas se abrieron y se dirigieron hacia el aparcamiento-. Tengo el coche ahí -dijo Riley, indicando la derecha-. Que te, diviertas. Espero que me lo cuentes todo.

– Espero que haya algo que contar -indicó Gloria con sonrisa traviesa-. Y no te olvides de comprobar el correo electrónico.

La saludó con la mano y fue hacia su coche. Olvidarse, de comprobarlo no iba a representar ningún problema. Pero sospechaba que la ansiedad que la carcomía sí terminaría por serlo en algún momento.

Por culpa, del tráfico de Atlanta, que incluso era peor que de costumbre, tardó más de una hora en llegar a casa. Después de dejar el bolso y el maletín en el vestíbulo, repasó el correo mientras se dirigía al dormitorio, resistiendo el abrumador impulso de ir en línea recta hacia el ordenador portátil para comprobar el correo electrónico. No, podía esperar hasta después de haberse cambiado y metido la pizza en el horno.

Vio una nota junto a la cafetera. Tara le decía que se iba a cenar y al cine con su amiga Lynda, y a pasar la noche en casa de ésta. Asintió satisfecha y continuó hacia el dormitorio. La insistencia de que dejara notas si no iba a regresar parecía que al fin daba frutos.

Después de ponerse el pantalón de un chándal y una camiseta de los Braves, regresó a la sala de estar y puso el televisor. Faltaban diez minutos para que empezara el partido, de modo que encendió el horno y sacó un refresco de la nevera. Después de beber un trago, clavó la vista en el portátil sobre la mesita de centro de la sala. Por una simple cuestión de orgullo, se obligó a beber dos tragos más del refresco antes de acercarse al ordenador. Se sentó en el sofá, lo encendió y luego abrió su correo.

Había un mensaje de Jackson. Enviado hacía menos de treinta minutos.

La recorrió un aleteo de excitada anticipación antes de abrir con celeridad la nota.

Me alegro de que te gustaran las flores y los donuts. Compré también para mí (donuts, no flores), pero debido a un sentimiento de culpa inspirado por mi madre, no me comeré uno hasta después de cenar, aunque sospecho que mi madre se quedaría horrorizada si supiera que mi cena iban a ser restos de pizza. Espero que tu día haya sido mejor que el mío, Caramelo.

Algo dentro de Riley se tornó cálido y gelatinoso por la añoranza que le provocó leer la nota breve.

Apretó la tecla de Responder y sus dedos volaron sobre el teclado.

Debe de ser algo que hay en el aire, porque esta noche yo también cenaré restos de pizza. Pero no me quejo… es mi comida favorita mientras veo un partido por la tele, y el de esta noche contra los Mets promete ser bueno.

¿Tú crees que has tenido un mal día? ¡Ja! A ver si superas esto: a pesar de haber escondido mis donuts detrás de un cogollo de lechuga y de unas zanahorias en el cajón de las verduras en la nevera, Tara logró encontrarlos y se zampó no uno, sino dos de mis preciadas delicias. La he eliminado de mi testamento.

Titubeó, insegura, y se mordió el labio unos segundos, luego cedió al impulso y tecleó una última línea:

Si decides ver el partido y quieres oír cómo me regodeo con la paliza que los Braves le estarán dando a tu equipo de Nueva York, llámame.

Tecleó su número de teléfono y apretó con celeridad la tecla de Enviar, antes de que pudiera arrepentirse. Luego se incorporó y fue a la nevera, tratando de demorarse en las preguntas que rebotaban por su mente.

¿La llamaría? ¿Quería realmente que lo hiciera?

Sí, así lo esperaba. Y, sí, lo quería.

Metió la pizza en el horno y ajustó el temporizador. Estaba alargando la mano hacia el mando a distancia para subir el volumen en el momento en que el partido iba a comenzar cuando sonó el teléfono.

Se dijo que no podía ser él. Sólo habían pasado unos minutos desde que le mandara el correo. No obstante, el corazón se le desbocó y se obligó a dejar que sonara tres veces antes de contestar.

– ¿Hola?

– ¿Con qué condimentos te gusta la pizza?

Un hormigueo encendido le consumió todo el cuerpo al oír el sonido profundo de su voz, y supo que, si se mirara en un espejo, vería una sonrisa idiota y amplia a lo ancho de su cara.

– ¿Quién es? -preguntó con voz ronca.

– El chico de la receta, y no intentes decirme que tú no eres Caramelo, porque reconocería tu voz en cualquier parte, Riley.

Sus piernas de debilitaron ante el timbre sexy e íntimo de la voz de Jackson, y tuvo que dejarse caer en una de las sillas de roble de la cocina.

– Mmm… es bueno saberlo.

– Y bien, ¿qué hay en tu pizza?-repitió.

Que la condenaran si lo recordaba. Tenía valor para hacerle esas preguntas tan complicadas cuando acababa de hacer que le flojearan las rodillas. Dirigiendo una mirada al horno, su memoria se activó.

– Es vegetal. Cebollas, champiñones, tomates y brécol.

– ¿Le pones brécol a la pizza? Eso es… sacrílego.

– No te gusta el brécol… ¿por qué no me sorprende?

– De hecho, sí que me gusta. Pero no en la pizza.

– Ajá. Así que eres uno de esos comensales quisquillosos.

Él rió.

– ¿Quisquilloso? ¿Bromeas? Le hablas al tipo que sobrevivió un semestre entero de universidad con una dieta casi exclusiva de espaguetis y que preparó una cena congelada en la chimenea.

Riley movió la cabeza y rió entre dientes.

– ¿Qué te impulsaba a hacer eso?

– De hecho, fue idea de mi madre. En esa época estaba en el instituto y la electricidad se había ido, de modo que no disponíamos de horno. Sacamos un plato precocinado del congelador y arreglamos la noche así. Lo peor, que he comido jamás… medio calcinado, medio congelado, pero también una de las cenas más divertidas que he tenido -rió con ganas-. Durante semanas, la casa tuvo un olor extraño.

Le hubiera gustado haber compartido esa velada con él.

– Suena divertido.

– Lo fue.

– Entonces… me cabe conjeturar que prefieres la pizza con cosas que atasquen las arterias, como las salchichas y el beicon.

– Sí. Y para no desentonar, una ración extra de mozzarella. Aunque yo prefiero considerarlo como mi dosis diaria de proteínas y productos lácteos.