Eso lo había irritado. Sobremodo, que se cuestionara su integridad. Como si se hubiera inventado esa dichosa cena. Le había encantado ofrecer una respuesta igual de seca, señalando que el jefe de ambos había sugerido que agasajara a esos clientes en ese restaurante especialmente caro.
Oh, sí, tenía ganas de conocer a Riley Addison el lunes y ponerla en su sitio cara a cara. Quizá hasta le entregara en persona el informe de gastos del viaje que había hecho a Atlanta y ver cómo se le desencajaba el rostro.
Animado por ese pensamiento, continuó el recorrido y probó suerte en unos juegos. La siguiente hora pasó volando y ganó un hipopótamo rosado de peluche. No era el premio más masculino que había, pero, qué diablos. Se puso el animal bajo el brazo y continuó. Al final de la última hilera de puestos de juegos, se erguía una tienda a rayas azules y blancas. Un letrero pintado a mano ponía: «Quiromancia. Descubre los secretos de tu futuro… si te atreves. Diez minutos, 5 dólares».
Jackson sonrió, se dirigió hacia la tienda y aguardó en la corta fila. No creía en eso. Pero era divertido y por una buena causa.
Cuando le llegó su turno, le entregó al encargado un billete de cinco dólares, y entró. Al instante sus sentidos se vieron invadidos por una fragancia embriagadora que le recordó a sidra afrutada. Un suave resplandor dorado emanaba de docenas de velas de diversos tamaños que bañaban el interior con una pátina de calidez.
En el centro de la tienda había una mesa circular cubierta con una tela brillante con lentejuelas y dos sillas vacías.
Al otro lado de la mesa, envuelta en un resplandor titilante de luz, se erguía una mujer con un disfraz de gitana. Sus ojos se encontraron y Jackson se quedó quieto por la descarga de lujuria que lo golpeó.
Durante varios segundos, simplemente se miraron, y Jackson agradeció que un mecanismo interno mantuviera sus pulmones en funcionamiento, porque daba la impresión de que había olvidado respirar. Esa mujer era… increíble. Un cabello lustroso y ondulado que le llegaba hasta la altura de los hombros, que parecía revuelto de forma sensual por la mano de un amante. Ojos bien espaciados, cuyo color no pudo distinguir, y que reflejaban la misma sorpresa e interés que sabía que anidaban en los suyos. Bajó la vista y la demoró sobre unos labios plenos y rosados que le recordaron moras maduras, antes de percatarse de la piel blanca y suave de los hombros que revelaba la blusa. Una falda larga y colorida que rozaba el suelo completaba el atuendo. Parecía exuberante y curvilínea, femenina y sexy como todos los demonios, y todo lo que había de masculino en él lo notó de inmediato.
Y entonces ella se movió.
Avanzó lentamente, ofreciéndole una seductora insinuación de lo que imaginaba que serían unas piernas fantásticas. Cada paso estaba acompañado por el leve tintineo de unas campanillas que colgaban del cinturón dorado que le rodeaba las caderas… unas caderas que se contoneaban con un andar pecaminoso.
Permaneció clavado en su sitio, con el corazón martilleándole contra la caja torácica, como si acabara de terminar un agotador partido de tenis que se hubiera alargado hasta cinco sets. Todo lo que había pensado hasta ese momento de que no había conocido a nadie que avivara su interés se evaporó en un abrir y cerrar de ojos. Estaba decididamente encendido e interesado. Un vistazo a esa mujer y todo en su interior proclamó juego, set, partido.
Ella se acercó y su cerebro pasó al modo de fantasía. La imaginó aproximándose… lo bastante como para tocarla, para explorar esas curvas que parecían tan… explorables. Lo bastante como para que ella le rodeara el cuello con los brazos y lo besara con esa boca espléndida y carnosa. Pero con elegancia se sentó en una de las sillas y con un gesto de la mano le indicó la que tenía enfrente… invitación que él pensaba aceptar en cuanto recordara cómo moverse.
– No puedo leerte la palma de la mano si te quedas ahí -comentó ella con voz ronca y burlona.
Al instante le recordó sábanas enredadas y un sexo febril.
Incapaz de dejar de mirarla, obligó a sus pies a moverse y avanzó como si se hallara metido hasta la cintura en agua. Se sentó y dejó el hipopótamo rosa en el suelo, luego volvió a mirarla. Y por segunda vez en menos de un minuto, sintió como si le hubieran vaciado los pulmones de aire.
De cerca era aún más increíble. Unas pestañas largas rodeaban sus ojos, que en ese instante pudo ver que eran de un castaño dorado que le recordó al caramelo. Esos mismos ojos parpadearon con una inconfundible percepción sexual que le mandaron el corazón a la zona de peligro. Entrar en esa tienda había representado verse incinerado por una conflagración de lujuria.
Sus rizos alborotados les rogaban a sus dedos que los tocaran, y su boca… Esos labios brillantes y plenos le suplicaban que se adelantara y los probara. Respiró hondo, algo que empezaba a necesitar de forma imperiosa, y aspiró la deliciosa fragancia a vainilla. Se le hizo agua la boca por el deseo dé mordisquearla.
El sentido común le ordenó que dijera algo antes de que ella lo considerara un pervertido. Y lo habría hecho, pero justo cuando abría la boca, ella sonrió. Una sonrisa lenta, cálida, seductora y sexy que le provocó unos hoyuelos gemelos en las mejillas.
Santo cielo. Sintió como si alguien hubiera acercado una cerilla a sus pantalones. El deseo fue una bofetada en el rostro y le recorrió las venas. No recordaba haber experimentado jamás un golpe tan súbito y visceral de lujuria. Y a juzgar por el brillo en los ojos de ella, la atracción era mutua.
– Sólo hay tres cosas necesarias para nuestra sesión de quiromancia -indicó ella con esa voz ronca-. Tú, yo… -se inclinó hacia él- y, bueno, la palma de tu mano -miró la mesa vacía.
Jackson salió del estupor en el que se hallaba y, con una sonrisa, apoyó las manos sobre la mesa.
– Lo siento. Estaba demasiado ocupado admirando la vista.
Ella lo observó con curiosidad e hizo que se moviera en la silla. Si esa mujer conseguía ponerlo duro sólo con una mirada, ¿qué diablos pasaría cuando lo tocara?
– Sí, la vista ha mejorado de forma drástica aquí -murmuró ella cuando sus ojos volvieron a encontrarse-. ¿Eres diestro o zurdo?
¿Lo acababa de lanzar a otra galaxia y pretendía que le respondiera esas preguntas con trampa? Carraspeó.
– Diestro. ¿Cómo te llamas?
Le guiñó un ojo.
– Puedes llamarme Madame Omnividente.
Santo cielo, estaba perdido. Un guiño. ¿Cuándo había sido la última vez que una mujer le había guiñado un ojo? No lo recordaba.
– ¿Cómo te llamas tú? -preguntó ella.
– Una adivina debería saberlo.
Ella esbozó una leve sonrisa, atrayendo su mirada a esos labios carnosos y brillantes.
– Desde luego, señor… mmmm. ¿Qué nombre encaja contigo?
– ¿Señor Creo Que Eres Guapísima? -sugirió.
Un rubor seductor tiñó las mejillas de ella y sus dedos le hormiguearon con el deseo de tocárselas.
– Es un nombre demasiado largo -murmuró-, pero el cumplido ha sido debidamente apreciado. Y devuelto de igual manera.
Entonces le tomó la mano y con suavidad pasó las yemas de los dedos por la palma. Y él averiguó exactamente qué sucedería cuando lo tocara.
Lo recorrió un cosquilleo y su erección aumentó. Desconocía cuándo la mano se le había convertido en un terminal de nervios tan sensibles. Tenía que haber algo en el agua de Atlanta que le provocara esa reacción. Casi ni lo había tocado y ya sentía como si lo hubieran acoplado a un reactor nuclear que ella acabara de activar.