Выбрать главу

– Me moría de ganas de hablar contigo -le dijo Riley a Gloria mientras la guiaba hacia el aparcamiento. Se había escabullido por la salida trasera de la tienda y luego casi había arrancado a su amiga del puesto de algodón de azúcar.

Gloria ni siquiera intentó contener un bostezo.

– Me asombra que tengas energía para hablar. Yo estoy cansadísima -con la cabeza indicó lo que llevaba Riley en el brazo-. ¿De dónde has sacado ese hipopótamo rosado?

– Uno de los clientes lo olvidó en la tienda -respiró hondo-: No vas a creer lo que he hecho.

– Lo creeré. Estoy tan agotada, y los pies me duelen tanto, que creeré cualquier cosa.

– No sólo me desprendí de mi manto de Señorita Aburrida y Sosa, sino que lo he incinerado para siempre.

– ¿Y eso qué significa?

– Que he conocido al hombre que encenderá mi mecha. Es el hombre más atractivo que he visto en mi vida. Le dije que quería hacer realidad todos sus sueños más sensuales, y que luego quería que me devolviera el favor.

Gloria se detuvo y la miró atónita.

– No te creo.

– Te lo juro -apenas pudo contenerse de dar vueltas-. Fue tan… liberador. Hace siglos que no me siento tan libre, tan loca, tan atrevida, tan joven. -tomó el brazo de su amiga mientras continuaban hacia el coche y terminaba de contarle el encuentro con su atractivo desconocido. Concluyó con-: No puedo explicarlo, Gloria. Le eché un vistazo con el ridículo hipopótamo bajo el brazo, y fue como si se dispararan todos los fuegos artificiales. Y el modo en que me miraba… como si fuera más deliciosa que el chocolate… -el recuerdo reavivó el calor que había sentido.

– Desde luego, suena para comérselo -movió las cejas con gesto exagerado-. Es una pena que no fuera a comprar algodón de azúcar. Bueno, ¿vas a quedar con él?

Riley respiró hondo y frunció el ceño.

– Quiero, pero me falta tanta práctica… Una cosa es coquetear con él en una feria. Otra quedar en su hotel. No sé nada de él.

– Claro que sí. Sabes que tiene una sonrisa arrebatadora, que no tiene mujer ni novia, que no le da vergüenza ir con un hipopótamo rosado y que le gustan los donuts.

– Y los brownies -añadió, Riley.

– Exacto. Entonces, ¿qué más necesitas saber?

– No estaría mal conocer su nombre -repuso con tono seco-. O si tiene un historial delictivo. Pero es evidente que no lo descubriré hasta no quedar con él. Y no puedo negar que me gustaría volver a verlo. Aunque sólo sea para ver si esa chispa inicial ha sido real o imaginada.

– Correcto. Además, deberías devolverle el hipopótamo. Apuesto a que se lo olvidó a propósito, con la esperanza de que se lo lleves al hotel.

– Se aloja en el Marriott -musitó-. Eso significa que es de fuera. Probablemente ha venido para asistir a una conferencia, lo que es un plan perfecto. Podría quedar con él en el bar del hotel, un lugar público, y charlar un rato. Conocerlo un poco. Si me doy cuenta de que no me gusta, me marcho. Pero si decido que la chispa no se debió a mi imaginación y es tan apetecible como creo que es, y quedo convencida de que se trata de una persona decente, podré abusar de él.

– Y lo próximo que sabrás es que está en un avión de regreso al lugar de donde procede, y nunca más oirás hablar de él -convino Gloria-. Habrás disfrutado de un noche estupenda, sin ataduras, de pasión desbocada con un hombre que enciende tu fuego con sólo tenerlo delante.

Una imagen del atractivo desconocido, la sonrisa sexy, la boca adorable, las manos fuertes y masculinas, apareció en su mente, y el calor hormigueó por todo su cuerpo. Miró el reloj. Las diez y cuarto. Le sobraba tiempo para ir a casa y cambiarse de ropa, y luego presentarse en el Marriott.

– ¿Y bien? -inquirió Gloria-. ¿En qué piensas?

Riley sonrió.

– En que estoy contenta de tener un vestido rojo.

Capítulo 2

Jackson bebía una cerveza -sentado a una mesa del rincón en el bar tenuemente iluminado. Por enésima vez en la última media hora, miró el reloj. Diez minutos pasada la medianoche. Y no había rastro de la mujer del vestido rojo.

Frustrado, se mesó el pelo y volvió a maldecir no haberse quedado en la tienda de quiromancia para esperar a que saliera. Cuando regresó de comprar los brownies, la tienda estaba vacía. La había buscado, pero sin suerte. Hizo lo único que podía, regresar al Marriott y rezar para que apareciera a medianoche.

No sabía por qué la había dejado escapar.

Quizá alguien en Prestige supiera quién era. Al instante se animó. ¿Acaso Marcus Thornton no había mencionado que los empleados de la oficina de Atlanta se ofrecían voluntarios para trabajar en la feria? En ese caso, quizá de ese modo pudiera rastrear a su sexy gitana. Porque la idea de no ver jamás a la mujer que había acelerado su nivel de lujuria de cero a cien en cuatro centésimas de segundo era algo inaceptable.

Miró otra vez el reloj. Las doce y catorce minutos. Lo invadió una decepción penetrante. Maldición. No parecía que fuera a…

Su línea de pensamiento se detuvo al alzar la vista y ver una visión de rojo fuego de pie en el arco que conducía desde el vestíbulo al bar. Era su gitana, con un vestido que le ceñía las curvas de un modo que hizo que se alegrara, de ser un hombre. Ella recorrió a los clientes con la vista y Jackson notó que los ojos de unos cuantos varones la seguían.

Justo en ese momento, lo vio. Durante varios segundos, simplemente se miraron, y si Jackson hubiera sido capaz, habría reído ante la repetición de la misma sensación devastadora que había experimentado al verla en la tienda.

Se puso de pie y la observó avanzar a través de la multitud, disfrutando de su andar grácil y de la forma en que la falda remolineaba a la altura de sus rodillas, resaltando unas piernas extraordinarias que terminaban en unas sandalias sexys. Se había recogido el pelo ondulado, dejando unos mechones para enmarcarle el cuello. Cuando llegó a la mesa, él le tomó la mano. La alzó a los labios y le besó las yemas de los dedos.

– Debes de ser la mujer del vestido rojo con la que estoy destinado a compartir una botella de vino. Una adivina me habló de ti.

Riley absorbió la presión de sus labios, la calidez de su aliento sobre los dedos, el calor inconfundible y la admiración en sus ojos, el hormigueo que le subió por los brazos. El corazón le dio un vuelco, igual que cuando entró en la tienda en la feria. Vestido en ese momento con unos pantalones oscuros y una impecable camisa blanca, era incluso más guapo de lo que recordaba. Hombros anchos, cintura estrecha, piernas largas. Un metro ochenta y cinco, calculó. La altura idónea. Tuvo que contener la mano para no mesarle el pelo revuelto y acariciarle la mejilla.

Respiró hondo para controlar la voz antes de hablar.

– ¿Qué dijo esa adivina sobre mí?

– Que yo me sentía muy atraído por ti. No podía haber sido más certera. Y que el sentimiento era recíproco.

– Una adivina inteligente.

Él esbozó una sonrisa lenta y conquistadora. Santo cielo. ¿Qué no podía hacer con una sonrisa? Estaba impaciente por descubrir lo que era capaz de realizar con un beso. Le entregó la bolsa que llevaba.

– Te olvidaste esto en la tienda.

Él la aceptó y rió al ver el hipopótamo de peluche en el interior.

– Gracias. Aunque no me sorprende haberlo olvidado. La adivina me distrajo mucho -le indicó el reservado acogedor-. ¿Quieres sentarte? Riley asintió, luego, agradecida, se deslizó en el asiento curvo, ya que no sentía muy sólidas las piernas. Él se sentó a su lado y la rozó con el muslo, provocándole una sacudida de excitación. Mientras dejaba la bolsa que le había dado junto a los pies, ella observó la botella de vino que se enfriaba en una cubitera junto a la mesa y sonrió.