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– ¿La gitana predijo que me gusta el vino blanco?

– De hecho, lo hizo. ¿Te sirvo una copa?

– Gracias.

Mientras servía dos copas, Riley tomó notas de los pros y los contras en su lista mental. En el lado positivo, era caballeroso y educado. Y había elegido un excelente chardonnay. Él la miraba como si fuera la mujer más deseable que jamás hubiera existido. Además de que hacía que sus hormonas femeninas no pararan de realizar triples saltos mortales. Por el lado negativo… nada, hasta el momento. Excelente.

– Por las predicciones que se hacen realidad -brindó él, entregándole una copa.

– Por las predicciones que se hacen realidad -convino Riley, entrechocando con suavidad la copa con la suya. Bebió un sorbo para enfriar el calor que la consumía.

Dejó la copa en la mesa y lo miró, quedando atrapada en su mirada. Sus ojos la llenaron de deseo. Y curiosidad. El corazón siguió un ritmo desbocado cuando él le enmarcó el rostro con las manos antes de inclinarse más.

– Hay cientos de cosas que quiero preguntarte, saber de ti -musitó con voz ronca-. Pero no puedo esperar más para esto…

Sus labios le rozaron la boca una, dos veces, caricias experimentales que la dejaron jadeando por más y afanándose por acercarse. Él le rodeó la cintura y la acercó; Riley le rodeó el cuello con los brazos. Su boca, su hermosa boca, se ladeó sobre la de ella, y con un suspiro hondo y placentero, abrió los labios y lo invitó a explorar más.

El sabor de él era delicioso. A hombre cálido y vino frío. Su lengua realizó una danza seductora y lenta, provocando una fricción deliciosa que le encendió todo el cuerpo. No hubo nada apresurado en el beso… de hecho, la devastó con su absoluta falta de prisa, como si tuviera la intención de tomarse horas para disfrutarla, descubrirla. Lentamente, le acarició la espalda, generándole una cascada de adorables temblores por la columna vertebral.

Ella introdujo la mano en la mata de pelo grueso y sedoso. Luego bajó los dedos por la columna fuerte del cuello para meterlos por el cuello de la camisa. El pulso de él latió con fuerza bajo sus dedos y le encantó que el beso le resultara igual de excitante que a ella.

Despacio, él se echó para atrás y puso fin al beso; Riley se obligó a abrir los ojos. La miraba con una expresión vidriosa que sabía que debía de ser reflejo de la suya propia.

– Vaya -musitó Riley con una voz que no reconoció.

– Lo mismo digo -convino él con tono trémulo-. Ha sido… No sé, creo que la palabra «increíble» no empieza a hacerle justicia -inclinó la cabeza y posó los labios en la piel delicada justo debajo de la oreja.

Ella se reclinó en el círculo de sus brazos y sonrió. Era evidente que sabía cómo besar.

– Tienes una boca preciosa. Y sabes cómo usarla.

– Gracias. Tú y tu boca preciosa me habéis inspirado.

– Y tú me inspiras a olvidar que prácticamente no sé nada de ti -así como estaba dispuesta a entregarse a su diablesa interior, no tenía intención de ser irresponsable-. Aunque estoy más que satisfecha de informar de que puedo incorporar que besas increíblemente bien a mi breve lista de lo que sé de ti, necesito saber más antes de llevar esto al siguiente estadio -apartándose para establecer algo de espacio entre ambos, tomó la copa y bebió otro sorbo de vino.

Él extendió las manos.

– Pregúntame lo que quieras. Soy un libro abierto.

– Un buen lugar por el que empezar, sería tu nombre -pidió con una sonrisa-. Y dónde vives, cómo te ganas la vida, si estás buscado por la ley. Ya sabes, lo básico.

Él rió.

– Nos saltamos esa parte, ¿verdad? Bueno, no hay orden de busca y captura. Vivo en Nueva York y trabajo para Prestige Residential Construction, que patrocinó la feria en la que conocí a Madame Omnividente.

– ¡Bromeas! Yo trabajo para Prestige aquí en Atlanta -sonrió sorprendida.

– El mundo es un pañuelo -manifestó con asombro complacido. Extendió la mano-. Me llamo Jackson Lange.

Riley se quedó de piedra. Luego sintió que su sonrisa se desvanecía poco a poco. Todo en su interior gritó un sentido «nooooo». Era imposible que ese hombre fuera el odiado Tiburón Lange.

– Oh, oh -la sonrisa de él se ladeó-. A juzgar por tu expresión, parece que mi reputación me ha precedido -alzó las manos en fingida rendición-. Todo es mentira. Soy un tipo agradable. Pregúntaselo a mi madre.

– No hace falta. Ya sé qué clase de tipo eres -se alejó de él y luego le dedicó una mirada gélida-. Yo soy Riley Addison.

De haber sido capaz de reír, lo habría hecho ante la expresión de incredulidad de él.

Jackson se pasó la mano por el pelo y la miró como si tuviera dos cabezas. El silencio se extendió entre los dos.

Finalmente, ella le preguntó:

– ¿Qué estás haciendo en Atlanta?

– Marcus me invitó a pasar el fin de semana. Quería que asistiera a la feria de hoy, que cenáramos mañana y que el lunes visitara las oficinas de Atlanta.

Riley suprimió un gemido. Si mañana iba a cenar con Marcus, eso significaba que iba a asistir a la reunión de la casa del lago. Lo que le faltaba.

Él volvió a mover la cabeza con aturdida incredulidad.

– No te pareces en nada a lo que había imaginado.

– Tampoco tú. Te imaginaba con una barriga de bebedor de cerveza, dientes amarillentos y pelos en la nariz y las orejas.

– Cielos, gracias. Aunque no puedo sentirme muy insultado, ya que yo te imaginé sin dientes, el pelo blanco recogido en un moño severo y afición por el tipo de zapatos que usan las vigilantes de prisiones -entrecerró los ojos-. Desde que empecé aquí me has hecho difícil el trabajo.

– ¿Y tú crees que has sido un encanto? Desde el día que entraste en Prestige, mis niveles de estrés han alcanzado cotas inimaginables.

– No habría sido así si hubieras cooperado, en vez de oponerte a mí en cada paso que daba.

– Estaría mucho más inclinada a cooperar si no realizaras demandas descabelladas y esperaras resultados instantáneos. Das la impresión de creer que debería enviarte un cheque en blanco de la empresa.

– Y tú pareces creer que puedo encabezar una nueva campaña de marketing para tentar a Elite Builders a negociar casi sin disponer de ningún recurso. ¿Eres siempre tan tacaña… o sólo conmigo?

– ¿Eres siempre tan exigente y arrogante… o sólo conmigo?

– Si soy exigente, es porque trabajo con muy poco dinero y con severos límites de tiempo.

– Igual que todos. Los demás funcionaban de forma agradable y educada. Nunca tuve problemas con Bob Wright, el anterior jefe de marketing.

– Yo no soy Bob Wright.

– Triste, pero cierto.

– Ni soy arrogante.

Ella soltó un bufido poco femenino.

– ¿No lo crees? ¿Cómo te describirías?

– Decidido. Ambicioso. Seguro.

– De acuerdo, lo que tú digas. Y a propósito, no soy tacaña. Soy fiscalmente responsable.

– Noooo. Yo creo que eres fiscalmente tacaña. Hay una diferencia. ¿Le echaste un vistazo a la hoja de cálculo que te envié ayer por correo electrónico?

– Sí. La respuesta es no.

– No a qué parte.

– A todo. Es ridículo pensar que aprobaría un presupuesto en el que lo único que has hecho ha sido duplicar todas las cifras del año pasado. Necesito informes y explicaciones detallados para esos aumentos. El presupuesto que desarrollé con Bob se mantiene.

– Eso es, sencillamente, inaceptable. Las necesidades del departamento han experimentado cambios drásticos. El presupuesto necesita reflejar eso. No puedes rechazar mi petición de antemano.

– Puedo y lo hago -se adelantó y lo miró con ojos centelleantes-. Te diré lo que haré… envíame una petición razonable, que no sea de un incremento del cien por cien, y le dedicaré el tiempo y la consideración que merece.