– ¿Usted conoce a alguien en Roma que pudiera acelerar la investigación? -preguntó Brunetti.
– Sí, señor, ya he intentado hablar con él, pero está de vacaciones. ¿Y usted?
Brunetti movió la cabeza negativamente.
– Al que yo conocía lo trasladaron a Bruselas. Trabaja para la Interpol.
– Pues habrá que esperar, imagino -dijo Gallo, dando a entender por el tono que no le gustaba la perspectiva.
– ¿Dónde está?
– ¿El muerto?
– Sí.
– En el depósito del Umberto Primo. ¿Por qué?
– Me gustaría verlo.
Si a Gallo le pareció sorprendente esta petición, no lo demostró.
– El conductor lo llevará.
– ¿Está lejos?
– No, unos minutos -respondió Gallo-. Quizá, con el tráfico de primera hora de la mañana, un poco más.
Brunetti se preguntó si aquella gente iría andando a alguna parte, pero entonces recordó el calor tropical que envolvía toda la zona del Véneto como un sudario. Quizá fuera conveniente ir en coche climatizado de uno a otro edificio climatizado, pero dudaba mucho de que él llegara a acostumbrarse al sistema. Reservándose el comentario, bajó y dijo a su conductor -ahora ya le parecía su conductor y el coche, su coche- que lo llevara al Hospital Umberto Primo, el mayor de los muchos hospitales de Mestre.
En el depósito encontró al empleado sentado ante un escritorio bajo, con un ejemplar del Gazzettino abierto ante sí. Brunetti le mostró su carnet de policía y dijo que quería ver al hombre asesinado que había sido encontrado la víspera en un descampado.
El empleado, un hombre bajo, con un abdomen voluminoso y piernas arqueadas, dobló el periódico y se levantó.
– Ah, ése. Está al otro lado, comisario. No ha venido a verlo nadie más que el dibujante, y sólo quería mirarle el pelo y los ojos. No habían salido bien en las fotos; demasiado flash. Le echó un vistazo y le levantó un párpado para ver el color de los ojos. Yo diría que le impresionó ver cómo estaba, pero, ¡caray!, hubiera tenido que verlo antes de la autopsia, con todo ese maquillaje mezclado con la sangre. Lo que costó limpiarlo. Parecía un payaso. Tenía pintura de ojos por toda la cara, bueno, por lo que quedaba de ella. Lo que cuesta limpiarla. Las mujeres deben de tardar un siglo en quitársela, ¿no cree?
Mientra hablaba, el hombre precedía a Brunetti por la fría sala, y de vez en cuando se paraba y se volvía a mirarlo. Por fin se detuvo delante de una de las puertas metálicas que formaban las paredes, se agachó, hizo girar una empuñadura metálica y extrajo la gaveta baja en la que descansaba el cadáver.
– ¿Le va bien así, comisario, o quiere que lo levante? Es sólo un momento.
– No hace falta, ahí está bien -dijo Brunetti mirando hacia abajo.
Sin esperar la orden, el empleado levantó el extremo de la sábana que cubría la cara y miró a Brunetti, inquiriendo si debía seguir destapando. Brunetti asintió, y el hombre retiró la sábana y la dobló rápidamente formando un pulcro rectángulo.
Aunque Brunetti había visto las fotos, no estaba preparado para lo que apareció ante sus ojos. El forense sólo practicaba la exploración, no se preocupaba de la restauración; si aparecía la familia, que pagaran ellos a alguien, si querían, para que se encargara de eso.
No se había intentado recomponer la nariz, y Brunetti contemplaba una superficie cóncava, con cuatro muescas, como una cara modelada en arcilla por un niño torpe que le hubiera hecho un agujero por nariz. Sin la nariz, era imposible reconocer en la cara una expresión humana.
El comisario examinó el cuerpo, en busca de un indicio de edad o condición física. Brunetti se oyó a sí mismo dar un ligero respingo de sorpresa al advertir que aquel cuerpo se parecía al suyo de un modo inquietante: la misma complexión, un poco de grasa en la cintura y la cicatriz de una operación de apendicitis en la infancia. La única diferencia era la tersura de la piel. Se inclinó para mirar el pecho, brutalmente seccionado por la larga incisión de la autopsia. En lugar del vello grueso y canoso que crecía en su propio pecho, observó un fino rastrojo.
– ¿El forense le afeitó el pecho antes de la autopsia? -preguntó Brunetti.
– No, señor. No era cirugía cardiaca sino una autopsia lo que había que hacer.
– Pues tiene el pecho afeitado.
– Y las piernas.
Brunetti lo comprobó.
– ¿Hizo el forense alguna observación al respecto?
– Mientras trabajaba, no, señor. Quizá pusiera algo en el informe. ¿Es suficiente?
Brunetti asintió y dio un paso atrás. El empleado desdobló la sábana sacudiéndola como si fuera un mantel y la dejó caer sobre el cuerpo perfectamente centrada. Deslizó la gaveta hacia el interior, cerró la puerta y dio la vuelta a la empuñadura.
Cuando volvían al escritorio, el empleado dijo:
– Quienquiera que fuese, no se merecía eso. Dicen que hacía la calle vestido de mujer. No creo que ese infeliz consiguiera engañar a nadie. Desde luego, no tenía ni la más remota idea de cómo hay que maquillarse. Por lo menos, por lo que pude ver cuando lo trajeron.
Durante un momento, a Brunetti le pareció que aquel hombre hablaba con sarcasmo, pero enseguida, por el tono de su voz, comprendió que lo decía en serio.
– ¿Usted es el que va a tratar de averiguar quién lo mató?
– Así es.
– Espero que lo consiga. Yo, supongo, podría llegar a comprender que alguien quiera matar a una persona, pero no de ese modo. -Se paró y levantó la cabeza para mirar a Brunetti inquisitivamente-. ¿Lo comprende usted, comisario?
– No; no lo comprendo.
– Lo dicho, comisario, deseo que pesque al que lo hizo. Fuera lo que fuere, nadie merece morir de ese modo.
6
– ¿Lo ha visto? -preguntó Gallo cuando Brunetti volvió a la questura.
– Sí.
– No es un cuadro agradable.
– ¿Usted también lo ha visto?
– Procuro verlos a todos -dijo Gallo con voz opaca-. Me motiva a encontrar al culpable.
– ¿Qué opina, sargento? -preguntó Brunetti sentándose en la silla situada a un lado del escritorio del policía y dejando sobre él la carpeta azul, como si quisiera utilizarla como símbolo tangible del asesinato.
Gallo estuvo casi un minuto pensando la respuesta.
– Pienso que quien lo hizo pudo estar impulsado por una cólera irracional. -Brunetti asintió-. O, como sugirió usted, dottore, por la intención de ocultar la identidad de la víctima. -Al cabo de un segundo, Gallo rectificó, al recordar quizá lo que había visto en el depósito-. O de falsearla.
– Eso, en nuestro mundo, es casi imposible, ¿no le parece, sargento?
– ¿Imposible?
– Hoy en día, a menos que una persona sea totalmente extraña a un lugar, que no tenga familia ni amigos, su desaparición es descubierta al cabo de pocos días, en la mayoría de los casos, al cabo de unas horas. Ya no es posible desaparecer sin que alguien denuncie la desaparición.
– Entonces, una reacción de cólera parece la explicación más plausible -dijo Gallo-. Quizá dijo o hizo algo que enfureció a un cliente. No sé mucho acerca de los hombres de las fichas que le dejé ayer, no soy psicólogo ni nada parecido, por lo que no sé qué es lo que rige sus impulsos, pero tengo la impresión de que los hombres que… en fin, los hombres que pagan son mucho más inestables que los que cobran. Así pues, ¿cólera?
– ¿Y lo de llevarlo a una parte de la ciudad frecuentada por prostitutas? -preguntó Brunetti-. Eso indica deliberación más que cólera.
Gallo respondió rápidamente al apunte de este nuevo comisario.
– Bien, quizá después de desahogar la rabia recapacitó. Quizá lo mató en su casa o en un sitio en el que uno de los dos era conocido y por eso tuvo que llevárselo. Y si es de la clase de hombres, me refiero al asesino, si es de la clase de hombres que frecuentan a los travestis, sabría dónde actúan las prostitutas. Quizá le pareciera que ése era el sitio más conveniente, para que se sospechara de otros posibles clientes.