Brunetti correspondió al saludo y preguntó al hombre dónde podía encontrar a Giovanni Feltrinelli.
Al oír el nombre, el portiere empujó la silla hacia atrás y se levantó:
– Cuántas veces tendré que decirle que no me los traiga a ustedes a esta casa. Eso pueden hacerlo en el coche, o en el campo, como los otros animales, pero aquí nada de guarradas, o llamaré a la policía. -Mientras hablaba, extendía la mano derecha hacia el teléfono de pared que tenía a su espalda y sus ojos llameantes recorrían a Brunetti de arriba abajo con una repugnancia que no intentaba disimular.
– Yo soy la policía -dijo Brunetti suavemente, sacando el carnet de la cartera y tendiéndolo al viejo.
El hombre lo tomó bruscamente, como dando a entender que también él sabía dónde falsificaban estos documentos, y se subió las gafas para leerlo.
– Parece auténtico -admitió al fin, devolviéndolo a Brunetti. Sacó un sucio pañuelo del bolsillo, se quitó las gafas y se puso a frotar los cristales cuidadosamente, primero uno y después el otro, como si hubiera pasado la vida dedicado a esta operación. Se los puso, ajustando bien cada patilla a la oreja, guardó el pañuelo y preguntó a Brunetti, con voz distinta-: ¿Qué es lo que ha hecho ahora?
– Nada. Necesitamos interrogarle acerca de otra persona.
– ¿Alguno de sus amigotes maricones? -preguntó el hombre, volviendo a su tono agresivo.
Brunetti hizo como si no le hubiera oído.
– Deseamos hablar con el signor Feltrinelli. Quizá pueda darnos cierta información.
– ¿Signor Feltrinelli? Signor? -preguntó el viejo convirtiendo el tratamiento en insulto-. ¿Se refiere a Nino el Guapo, Nino el Mamaditas?
Brunetti respiró con fatiga. ¿Por qué la gente no se esforzaba por ser un poco más discriminatoria al elegir al objeto de su odio, un poco más selectiva? Quizá, incluso, un poco más inteligente. ¿Por qué no odiar a los democratacristianos? ¿O a los socialistas? ¿O a los que odiaban a los homosexuales?
– ¿Podría darme el número del apartamento del signor Feltrinelli?
El viejo volvió a sentarse y reanudó la clasificación del correo.
– Quinta planta. El nombre está en la puerta.
Brunetti dio media vuelta y se alejó sin más. Le pareció oír murmurar al viejo: «Signor!», pero quizá era sólo un gruñido de mal humor. Al otro lado del vestíbulo de mármol, pulsó el botón del ascensor y esperó. Pasaron varios minutos, y el ascensor no acudía, pero Brunetti se abstuvo de volver a la garita a preguntar al portiere si funcionaba, y subió andando hasta la quinta planta. Cuando llegó arriba, tuvo que aflojarse el nudo de la corbata y despegar el pantalón de los muslos húmedos. Sacó el pañuelo y se enjugó la cara.
Como había dicho el viejo, el nombre estaba en la puerta: «Giovanni Feltrinelli-Architetto.»
Miró el reloj: las 11:35. Pulsó el timbre. Al momento, oyó unos pasos rápidos acercarse a la puerta. La abrió un joven que tenía un ligero parecido con la foto de la policía que Brunetti había estudiado la noche antes: pelo rubio y corto, mentón delicado y femenino y ojos grandes y oscuros.
– ¿Sí? -dijo mirando a Brunetti con una amistosa sonrisa de interrogación.
– ¿El signor Giovanni Feltrinelli? -preguntó Brunetti enseñando el carnet.
El joven casi no miró la cartulina, pero pareció reconocerla inmediatamente, y el reconocimiento le borró la sonrisa.
– Sí. ¿Qué desea? -Su voz era ahora tan fría como la expresión de su cara.
– Me gustaría hablar con usted, signor Feltrinelli. ¿Puedo pasar?
– ¿Por qué se molesta en preguntar? -dijo Feltrinelli con resignación, dando un paso atrás y abriendo la puerta del todo.
– Permesso -dijo Brunetti entrando en el apartamento.
Quizá la placa de la puerta no mentía; el interior estaba decorado con gusto y armonía. Paredes blancas, parqué de espiga, varios kilims de colores que el paso del tiempo había desvaído y dos tapices, que Brunetti pensó que podían ser persas. El sofá, bajo y largo, arrimado a la pared frontal, estaba tapizado de lo que parecía raso beige. Delante, había una larga mesa de vidrio, con una fuente de cerámica en un extremo. Una de las paredes estaba cubierta por una librería y otra, por láminas de proyectos arquitectónicos enmarcadas y fotografías de edificios terminados, todos ellos, bajos, espaciosos y rodeados de terreno árido. En el rincón del fondo había una mesa de dibujo, con el tablero inclinado hacia la habitación, cubierto de grandes hojas de papel vegetal. En un cenicero, colocado en precaria estabilidad sobre la inclinada superficie, ardía un cigarrillo.
La disposición de la habitación conducía la mirada hacia la sencilla fuente de cerámica colocada en el centro. Brunetti comprendía que el efecto era intencionado, pero no veía cómo se había logrado.
– Signor Feltrinelli -empezó-, deseo rogarle que, si le es posible, nos ayude en una investigación.
Feltrinelli no dijo nada.
– Me gustaría que mirase el retrato de un hombre y me dijera si lo conoce o sabe quién es.
Feltrinelli se acercó a la mesa de dibujo, tomó el cigarrillo, le dio una ávida calada y lo aplastó en el cenicero con ademán nervioso.
– Yo no doy nombres -dijo.
– ¿Cómo? -preguntó Brunetti, que le había entendido pero no quería demostrarlo.
– No doy los nombres de mis clientes. Puede usted enseñarme todos los retratos que quiera, pero no reconoceré a ninguno, ni sé sus nombres.
– No le pregunto por sus clientes, signor Feltrinelli -dijo Brunetti-. Ni me interesa quiénes sean. Sospechamos que usted podría saber algo de este hombre, y le agradeceré que mire este dibujo y nos diga si lo reconoce.
Feltrinelli se apartó de la mesa y fue a situarse al lado de una ventana pequeña de la pared de la izquierda, y Brunetti descubrió entonces por qué el mobiliario de la habitación estaba colocado de aquel modo: la finalidad era desviar la atención de la ventana y de la fea pared de ladrillo que se levantaba a dos metros de ella.
– ¿Y si me niego? -preguntó Feltrinelli.
– ¿Si se niega a reconocerle?
– No. Si me niego a mirar el retrato.
No había aire acondicionado ni ventilador, y la habitación olía a cigarrillo barato, un olor que Brunetti sentía que le impregnaba la ropa húmeda y el pelo.
– Signor Feltrinelli, le pido que cumpla con el deber cívico de ayudar a la policía en la investigación de un asesinato. Por el momento, sólo queremos identificar a este hombre. Mientras no lo consigamos, no podremos empezar la investigación.
– ¿Es el que encontraron ayer en el descampado?
– Sí.
– ¿Y piensan que pueda ser uno de nosotros?
No era necesario que Feltrinelli explicara quiénes eran «nosotros».
– Sí.
– ¿Por qué?
– No es necesario que usted sepa eso.
– ¿Pero piensan que es un travesti?
– Sí.
– ¿Y chapero?
– Quizá -respondió Brunetti.
Feltrinelli se apartó de la ventana y cruzó la habitación hacia Brunetti.
– Déjeme ver el retrato -dijo extendiendo la mano.
Brunetti abrió la carpeta y sacó una fotocopia del dibujo. Observó que tenía la palma de la mano húmeda y teñida del azul intenso de la carpeta. Entregó el dibujo a Feltrinelli, que lo miró un momento con atención, luego, con la mano libre, cubrió el nacimiento del pelo, siguió mirando y, finalmente, devolvió la hoja a Brunetti al tiempo que movía la cabeza de derecha a izquierda.