Acordaron tratar de terminar la ronda al día siguiente. Brunetti pidió a Gallo que confeccionara otra lista, con los nombres de las prostitutas que trabajaban en la zona industrial y en via Cappuccina. El comisario no tenía mucha confianza en que estas mujeres pudieran serles de ayuda, pero no descartaba la posibilidad de que alguna se hubiera fijado en la competencia y reconociera al hombre.
Mientras subía la escalera de su casa, Brunetti fantaseaba acerca de lo que podía ocurrir cuando abriera la puerta. Unos duendes podían haber pasado por allí y dotado al apartamento de aire acondicionado, mientras otros instalaban una de esas duchas que había visto sólo en folletos de balnearios y en las series de televisión norteamericanas, y veinte cabezales le rociarían el cuerpo con finísimos chorros de agua perfumada. Cuando saliera de la ducha se envolvería en una sábana de baño tamaño imperial. Y también habría un bar, quizá de esos que suelen instalarse al extremo de una piscina, y un camarero con chaquetilla blanca le ofrecería una bebida en un vaso alto y frío, quizá con una flor de hibisco flotando. Satisfechas sus necesidades físicas más perentorias, siguió con la ciencia ficción e imaginó a dos hijos responsables y obedientes y una esposa sumisa que, en el momento en que él abriera la puerta, le diría que el caso estaba resuelto y que a la mañana siguiente podrían irse todos de vacaciones.
Brunetti comprobó que, como de costumbre, la realidad poco tenía que ver con la fantasía. Su familia se había retirado a la terraza, donde había empezado a refrescar. Chiara, que estaba leyendo, levantó la cara para recibir su beso, dijo: «Ciao, papà» y volvió a zambullirse en el libro. Raffi apartó el número de agosto de Gente Uomo, repitió el saludo de Chiara y siguió leyendo el artículo que hablaba de lo imprescindible que era el lino. Paola, al ver el estado en que llegaba su marido, se levantó, lo abrazó y lo besó en los labios.
– Guido, mientras te duchas te prepararé algo de beber.
Hacia la izquierda empezó a repicar una campana. Raffi pasó una hoja y Brunetti se aflojó el nudo de la corbata.
– Ponle dentro un hibisco -dijo yendo a ducharse.
Veinte minutos después, sentado en la terraza, con un holgado pantalón de algodón, camisa de hilo y los pies descalzos apoyados en la barandilla, le contaba a Paola los sucesos del día. Los chicos habían desaparecido; seguramente, a cumplir, obedientes, alguna tarea asignada por la madre.
– ¿Santomauro? -dijo Paola-. ¿Giancarlo Santomauro?
– El mismo.
– Qué fuerte -dijo ella con auténtico placer en la voz-. Ojalá no hubiera tenido que prometer no comentar con nadie lo que me cuentas. Es increíble. -Y repitió el nombre.
– Tú no dices nada de esto a nadie, ¿verdad, Paola? -preguntó él, sabiendo que hacía mal en preguntar.
Ella fue a responderle con una destemplada negativa, pero luego se inclinó y le puso una mano en la rodilla.
– No, Guido. Nunca he dicho ni diré nada.
– Siento habértelo preguntado -dijo él bajando la mirada, y tomó un sorbo de su Campari con soda.
– ¿Conoces a su mujer? -preguntó ella, desviando la conversación.
– Me la presentaron en un concierto hace años, si mal no recuerdo. Pero no creo que la reconociera. ¿Cómo es?
Paola bebió un trago y dejó el vaso en la barandilla, algo que más de una vez había prohibido hacer a sus hijos.
– Verás -empezó, buscando las palabras más ácidas-. Si yo fuera el signor, no, el avvocato Santomauro y tuviera que elegir entre una esposa alta, huesuda, impecablemente vestida, con el peinado, y seguramente el genio de una Margaret Thatcher, y un muchacho joven, cualquiera que fuera su físico, peinado y carácter, no te quepa duda de que no me faltaría tiempo para abrir los brazos al chico.
– ¿De qué la conoces? -pregunto Brunetti, haciendo caso omiso de la retórica, como de costumbre, para centrarse en lo esencial.
– Es cliente de Biba -dijo ella, refiriéndose a una amiga que tenía una joyería-. La he visto en la tienda alguna vez y también coincidí con los dos en casa de mis padres, en una de esas cenas a las que tú no vas.
Brunetti pensó que esta observación era la réplica a la pregunta con que él parecía poner en duda su discreción, y la dejó pasar sin hacer comentarios.
– ¿Qué impresión dan los dos juntos?
– Ella es la que habla, mientras él te mira muy tieso, como si no hubiera en diez kilómetros a la redonda algo o alguien que pudiera merecer su aprobación. Siempre me han parecido dos santurrones hipócritas y engreídos. No tuve más que oírla hablar durante cinco minutos para darme cuenta. Parece un personaje menor de una novela de Dickens, una de esas arpías beatas. Como la única que hablaba era ella, a él lo juzgué por instinto, pero me alegra saber que no me equivocaba.
– Paola -advirtió él-. No tengo motivos para pensar que él estuviera en casa de Crespo más que en su calidad de abogado.
– ¿Y para eso tenía que quitarse los zapatos? -dijo ella con un bufido de incredulidad-. Guido, haz el favor, vuelve a este siglo. El avvocato Santomauro estaba allí por un motivo que nada tiene que ver con su profesión, a no ser que haya ideado para el signor Crespo una forma de pago muy original por sus servicios.
Paola, según había podido comprobar Guido durante más de dos décadas, era propensa a «pasarse». Al cabo de tanto tiempo, él aún no sabía si considerarlo un vicio o una virtud, pero indiscutiblemente era parte irrenunciable de su carácter. Hasta se le ponía una mirada especial, de audacia, cuando iba a «pasarse», y ahora tenía esa mirada. Él no sabía cómo, pero podía estar seguro de que se pasaría.
– ¿Crees que habrá agenciado el mismo sistema de pago para el patriarca?
Durante aquellas décadas, él también había comprobado que la única forma de contrarrestar esta inclinación de su esposa era la de hacer caso omiso.
– Como te decía -prosiguió él-, el que estuviera en el apartamento no demuestra nada.
– Ojalá tengas razón, o tendría que pensar mal cada vez que lo viera salir del Palacio Patriarcal o de la Basílica.
Él se limitó a lanzarle otra mirada.
– De acuerdo, Guido, había ido al apartamento para un asunto profesional, un asunto jurídico. -Dejó transcurrir unos momentos y agregó, en un tono de voz totalmente distinto, para darle a entender que ahora iba a comportarse y hablaba en serio-: Pero dices que Crespo reconoció al hombre del retrato.
– En principio, yo diría que sí, pero cuando me miró, ya había tenido tiempo para disimular la sorpresa, y su expresión era normal.
– Entonces, el hombre del retrato podría ser cualquiera. Tanto un chapero como un cliente. ¿No se te ha ocurrido pensar, Guido, que pudiera ser un cliente al que le gustaba vestirse de mujer para, en fin, para salir con esos hombres?
Brunetti sabía que, en el supermercado del sexo que era la sociedad moderna, aquel hombre, por su edad, tenía que ser comprador más que vendedor.
– Eso quiere decir que tendríamos que tratar de identificar no a un chapero sino a un cliente.
Paola removió el líquido de su vaso y lo apuró.
– Ésa sería una lista más larga. Y, por lo que acabas de decirme acerca del avvocato del Patriarcato, una lista mucho más interesante.