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– ¿Es otra de tus teorías, Paola, la de que la ciudad está llena de hombres felizmente casados que están ansiosos de liarse con un travesti?

– Por el amor de Dios, Guido, ¿de qué habláis los hombres cuando os reunís? ¿De fútbol? ¿De política? ¿Es que nunca chismorreáis?

– ¿Sobre qué? ¿Los chicos de via Cappuccina?

Dejó el vaso con más energía de la necesaria y se rascó el tobillo, donde acababa de picarle uno de los primeros mosquitos de la noche.

– Es porque no tienes amigos gays -dijo ella con ecuanimidad.

– Tenemos muchos amigos gays -replicó él, consciente de que sólo en una discusión con Paola podía sentirse impulsado a hacer esta afirmación para atribuirse una virtud.

– Claro que los tenemos, pero tú no hablas con ellos, Guido, no hablas con ellos.

– ¿Y qué quieres que haga, intercambiar recetas de cocina o divulgar mis secretos de belleza?

Ella fue a responder, pero desistió, lo miró largamente y luego dijo con voz neutra:

– No sé si esa observación es más ofensiva que estúpida o viceversa.

Él se rascó el tobillo, reflexionó y dijo:

– Yo diría que más estúpida, pero también bastante ofensiva. -Ella lo miró con suspicacia-. Lo siento -agregó él, y Paola sonrió-. De acuerdo, dime todo lo que debería saber sobre esto -y volvió a rascarse.

– Lo que trato de decir es que algunos de los gays que conozco dicen que muchos hombres de aquí, casados, padres de familia, médicos, abogados y también sacerdotes, desean tener relaciones sexuales con ellos. Supongo que en esa afirmación hay un mucho de exageración y no poca vanidad, pero también una parte de verdad. -Cuando él creía que Paola ya había terminado de hablar, ella añadió-: Siendo policía, probablemente habrás oído hablar de eso, pero imagino que la mayoría de los hombres no querrían admitirlo.

No parecía incluirle a él en este grupo, pero no podía estar seguro.

– ¿Cuál es tu fuente de información en la materia? -preguntó.

– Ettore y Basilio -dijo ella, nombrando a dos colegas de la universidad-. Y lo mismo dicen algunos amigos de Raffi.

– ¿Qué?

– Dos amigos de Raffi del liceo. No pongas esa cara, Guido. Tienen diecisiete años.

– ¿Tienen diecisiete años y qué más?

– Son gays, Guido. Gays.

– ¿Son muy amigos? -preguntó sin poder contenerse.

Paola se levantó bruscamente.

– Voy a poner el agua para la pasta. Me parece que es preferible esperar hasta después de la cena para continuar la conversación. Eso te dará tiempo para recapacitar sobre algunas cosas que has dicho y algunas ideas preconcebidas que pareces tener.

Recogió su propio vaso, le quitó el otro de la mano a él y entró en la casa, dejándolo solo para que recapacitara sobre sus ideas preconcebidas.

La cena fue más apacible de lo que Guido esperaba, vista la brusquedad con que Paola había ido a prepararla. Había hecho una salsa de atún fresco, tomates y pimientos, que estaba seguro de no haber probado nunca en casa, para acompañar los gruesos espaguetis Martelli, que eran los que él prefería. Después tomaron ensalada, un trozo de pecorino que los padres de la amiga de Raffi habían traído de Cerdeña y melocotones frescos. Respondiendo a sus más halagüeñas fantasías, sus hijos se brindaron a fregar los cacharros, sin duda, preparando el asalto a la cartera paterna antes de marchar a la montaña de vacaciones.

Él se retiró a la terraza, con un vasito de vodka helado en la mano, y volvió a sentarse. Encima y alrededor de él, murciélagos surcaban el cielo nocturno con su vuelo irregular. A Brunetti le gustaban los murciélagos; se comen los mosquitos. Al cabo de unos minutos, Paola se reunió con él. Él le ofreció el vaso y ella bebió un sorbo.

– ¿Es de la botella del congelador? -preguntó.

Él asintió.

– ¿Cómo la conseguiste?

– Supongo que podrías considerarla un soborno.

– ¿De quién?

– Donzelli. Me pidió que combinara el calendario de las vacaciones para que él pudiera ir a Rusia, o a la antigua, de vacaciones. Y al regresar me trajo la botella.

– Todavía es Rusia.

– ¿Sí?

– Antigua Unión Soviética, pero lo de Rusia no ha cambiado.

– Ah, gracias.

Ella asintió.

– ¿Crees que comen algo más? -preguntó él.

– ¿Quiénes? -preguntó Paola, desconcertada por una vez.

– Los murciélagos.

– No lo sé. Pregúntaselo a Chiara. Generalmente, ella sabe estas cosas.

– He pensado en lo que te he dicho antes de la cena -dijo él, y tomó un sorbo de su vaso. Esperaba una respuesta áspera pero ella se limitó a decir:

– ¿Sí?

– Creo que podrías tener razón.

– ¿En qué?

– En que quizá fuera un cliente y no un chapero. Vi el cuerpo. No me pareció un cuerpo que alguien pudiera pagar por utilizar.

– ¿Cómo era?

Él dio otro sorbo.

– Te sonará extraño, pero al verlo pensé que se parecía mucho a mí. La misma estatura, la misma complexión, probablemente la misma edad. Fue algo extraño, Paola, verlo allí tendido, muerto.

– Sí, debió de serlo -dijo ella, sin más comentario.

– ¿Esos chicos son muy amigos de Raffi?

– Uno, sí. Le ayuda con los deberes de gramática.

– Bien.

– ¿Bien qué, que le ayude con los deberes?

– No, bien que sea amigo de Raffi, o que Raffi sea amigo suyo.

Ella soltó una carcajada y sacudió la cabeza.

– Nunca llegaré a entenderte, Guido. Nunca. -Le puso una mano en la nuca e, inclinándose hacia adelante, le quitó el vaso de la mano. Dio otro sorbo y le devolvió el vaso-. ¿Crees que, cuando hayas terminado el vodka, podrás considerar la posibilidad de permitirme pagar para usar tu cuerpo?

10

Los dos días siguientes no trajeron novedades, sólo más calor. Cuatro de los hombres de la lista de Brunetti seguían sin aparecer por los domicilios indicados y los vecinos no sabían dónde estaban ni cuándo regresarían. Dos no sabían nada. Gallo y Scarpa no habían tenido mejor suerte, a pesar de que uno de los hombres de la lista de Scarpa dijo que el hombre del retrato le resultaba vagamente familiar, pero no estaba seguro de por qué ni dónde podía haberlo visto.

Mientras almorzaban en la trattoria próxima a la questura, los tres policías hablaban de lo que sabían y lo que ignoraban.

– La verdad es que ese hombre no tenía mucha habilidad para afeitarse las piernas -dijo Gallo, cuando el tema parecía agotado.

Brunetti trató de adivinar si el sargento hacía un comentario gratuito o llevaba alguna intención.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Brunetti, buscando con la mirada al camarero, para pedir la cuenta.

– El cadáver tiene pequeños cortes en las piernas. Da la impresión de que ese hombre no estaba acostumbrado a afeitárselas.

– ¿Lo está alguno de nosotros? -preguntó Brunetti, y aclaró-: Al decir «nosotros», me refiero a los hombres en general.

Scarpa sonrió al interior de su copa.

– Yo seguramente me rebanaría una rodilla. No me explico cómo lo hacen -dijo, moviendo la cabeza ante otro de los enigmas de las mujeres.

Los interrumpió el camarero, que traía la cuenta. El sargento Gallo la tomó adelantándose a Brunetti, sacó el billetero y dejó varios billetes encima. Antes de que Brunetti pudiera protestar, explicó:

– Nos han comunicado que es usted invitado de la ciudad.

Brunetti se preguntó qué pensaría Patta si se enterara de esto, como no fuera que era una gentileza inmerecida.

– Hemos agotado los nombres de la lista -dijo Brunetti-. Creo que ahora se impone preguntar a los demás.

– ¿Habrá que detenerlos, comisario? -preguntó Gallo.