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Brunetti movió la cabeza negativamente. No sería el mejor modo de inducirlos a colaborar.

– No; lo mejor será ir a hablar con ellos.

Entonces intervino Scarpa:

– De la mayoría no tenemos ni nombre ni dirección.

– Entonces tendré que ir a visitarlos a su lugar de trabajo.

Via Cappuccina es una calle ancha y arbolada que arranca varias bocacalles a la derecha de la estación del ferrocarril de Mestre y llega hasta el centro comercial de la ciudad. Tiene tiendas, pequeños almacenes, oficinas y bloques de apartamentos: durante el día, es una calle normal de una pequeña ciudad italiana normal, y hay niños que juegan en sus pequeñas zonas ajardinadas. Con ellos están las madres, para advertirles del peligro de los coches, y también para protegerlos de ciertos elementos que gravitan hacia vía Cappuccina. A las doce y media, las tiendas cierran sus puertas, y la calle se adormece durante un par de horas. El tráfico mengua, los niños se van a casa a comer y descansar, lo mismo que los oficinistas y los empleados de las tiendas. Por la tarde hay menos niños en la calle, pero el tráfico y el bullicio vuelven a via Cappuccina cuando se reanuda el trabajo.

Entre las siete y media y las ocho de la tarde, en las tiendas, oficinas y almacenes, dueños y empleados bajan las puertas metálicas, echan el cerrojo y se van a cenar, dejando via Cappuccina a los que trabajan en sus aceras cuando ellos no están.

A última hora de la tarde sigue habiendo tráfico en via Cappuccina, pero ya nadie parece tener prisa. Los coches circulan despacio, a pesar de que no falta sitio donde aparcar, porque no es un hueco para dejar el coche lo que buscan los conductores. Italia es un país rico, y la mayoría de los coches tienen aire acondicionado, y si es tan lenta la circulación es porque, para ofrecer o pedir precio, hay que bajar el cristal, lo que alarga la transacción.

Algunos coches son nuevos y lujosos: BMW, Mercedes, algún que otro Ferrari, aunque en via Cappuccina éstos son la excepción. La mayoría son turismos familiares, sólidos y bien cuidados, el coche que los días laborables por la mañana lleva a los niños al colegio y, el domingo, a toda la familia a misa y a casa de los abuelos a comer. Sus conductores son, por lo general, hombres que se sienten más cómodos con chaqueta y corbata que con otro tipo de vestimenta, ciudadanos qué han prosperado gracias al auge económico del que disfruta Italia desde hace décadas.

Últimamente y cada vez con mayor frecuencia, se da el caso de que el médico que ha asistido a un parto en una selecta clínica de Italia, de las utilizadas por personas que pueden permitirse pagar la asistencia sanitaria privada, tiene que comunicar a la nueva madre que, tanto ella como su recién nacido, son portadores del virus del sida. La mayoría de estas mujeres reaccionan con la consiguiente consternación y también con estupefacción, porque ellas siempre han respetado el juramento del matrimonio, y se creen víctimas de un trágico descuido en el tratamiento médico que han recibido. Pero quizá la explicación esté en via Cappuccina, en los tratos que se cierran entre los conductores de esos sobrios turismos familiares y los hombres y mujeres que pueblan las aceras.

Brunetti torció por vía Cappuccina a las once y media de la noche. Venía andando de la estación, adonde había llegado minutos antes. Aquella noche cenó en casa, durmió una hora y se vistió de modo que no pareciera un policía. Scarpa había mandado hacer copias a tamaño reducido del dibujo y las fotos del muerto, y Brunetti llevaba varias de ellas en el bolsillo interior de su chaqueta de hilo azul.

Detrás de él, hacia la derecha, se oía el lejano zumbido del tráfico que discurría por la tangenziale de la autostrada. Era tal el bochorno, estaba tan cargada la atmósfera que Brunetti tenía la impresión de que los gases de todos los tubos de escape se concentraban allí abajo. Cruzó una calle, otra y luego otra, y empezó a ver los coches que circulaban lentamente, con los cristales subidos y a los conductores que se mantenían con la cara vuelta hacia la acera, inspeccionando el otro tráfico.

Brunetti observó que él no era el único peatón, pero sí uno de los pocos que llevaban corbata y parecía ser el único que no estaba parado.

– Ciao, bello.

– Cosa vuoi, amore?

– Ti faccio tutto che vuoi, caro.

Las ofertas partían de casi cada figura junto a la que pasaba, eran ofertas de placer, de dicha, de éxtasis. Las voces sugerían delicias inefables, prometían la realización de cualquier fantasía. Se paró debajo de una farola e inmediatamente se acercó a él una rubia alta, con minifalda blanca y poco más.

– Cincuenta mil -dijo. Sonreía enseñando los dientes, como si creyera que ello podía servir de incentivo.

– Busco a un hombre -dijo Brunetti.

La mujer dio media vuelta sin decir palabra y se acercó al bordillo. Se inclinó hacia un Audi y gritó el mismo precio. El coche siguió su marcha. Brunetti se quedó donde estaba, y ella se acercó de nuevo.

– Cuarenta -dijo.

– Busco a un hombre.

– Los hombres cuestan más, y no te harán nada que no pueda hacer yo, bello. -Volvió a enseñarle los dientes.

– Quiero que miren un retrato -dijo Brunetti.

– Gesu Bambino -murmuró ella por lo bajo-, uno de ésos. -En voz más alta-: Eso te costará un extra. Con ellos. Conmigo está todo incluido en el precio.

– Quiero que miren el retrato de un hombre y me digan si lo reconocen.

– ¿Policía? -preguntó ella.

Él asintió.

– Debí figurármelo. Los chicos están más arriba, al otro lado de piazzale Leonardo da Vinci.

– Gracias -dijo Brunetti y se fue calle arriba. Al llegar a la primera bocacalle, se volvió y vio a la rubia subir a un Volvo azul oscuro.

Minutos después, el comisario llegaba a la plaza. Cruzó sin dificultades por entre los lentos coches hacia un grupo de figuras que se apoyaban en un muro bajo del otro lado.

Al acercarse oyó voces, voces de tenor que hacían las mismas ofertas y prometían los mismos placeres. La de felicidad que podía conseguirse aquí.

Se acercó al grupo y vio prácticamente lo mismo que antes: bocas agrandadas por el lápiz rojo, abiertas en sonrisas que pretendían ser invitadoras; nubes de pelo teñido y pantorrillas, muslos y pechos que parecían tan auténticos como los que había visto hasta entonces.

Dos de las figuras acudieron, como mariposas a la llama de su billetero.

– Lo que tú quieras, ricura. Nada de gomas. Al natural…

– Tengo el coche en la esquina, caro. Di qué quieres y te lo hago.

Del grupo de figuras apoyadas en el murete que cerraba un lado de la plaza, una voz dijo al último que había hablado:

– Pregúntale si os quiere a las dos, Paolina. -Y, directamente a Brunetti-: Las dos juntas son fabulosas, amore; te harán un sándwich que nunca olvidarás.

Esto provocó una carcajada general, una carcajada ronca, nada femenina.

Brunetti se dirigió al llamado Paolina:

– Me gustaría que mirase el retrato de un hombre y me dijera si lo reconoce.

Paolina volvió al grupo y dijo:

– Es de la pasma, niñas. Y quiere que mire fotos.

Se alzó un coro de gritos:

– Dile que es mejor lo auténtico que las fotos guarras, Paolina.

– Los polis no distinguen la diferencia.

– ¿Un poli? Cóbrale el doble.

Brunetti esperó a que agotaran el repertorio de comentarios y preguntó:

– ¿Querrá mirar el retrato?

– ¿Qué gano con ello? -preguntó Paolina, y su compañero se rió de su descaro.

– Es un retrato del hombre que encontramos el lunes en el descampado. -Antes de que Paolina pudiera fingir ignorancia, Brunetti añadió-: Estoy seguro de que todos ustedes saben lo que le ocurrió. Para encontrar al que lo mató, tenemos que identificarlo. Creo que comprenderán la importancia que tiene eso.