Brunetti observó que Paolina y su acompañante vestían de modo casi idéntico: top tubular muy ceñido y minifalda que dejaba al descubierto piernas suaves y bien musculadas. Los dos calzaban zapatos puntiagudos de tacón alto que no les permitirían huir de un posible atacante.
El amigo de Paolina, que lucía una peluca amarillo jacinto hasta los hombros, dijo:
– De acuerdo, a ver esa foto.
Y extendió la mano. Los zapatos les disfrazaban los pies, pero nada podía disimular la envergadura de la mano.
Brunetti sacó el dibujo del bolsillo y se lo enseñó.
– Gracias, signore -dijo Brunetti.
El hombre lo miró desconcertado, como si le hablara en chino. Los dos hombres se inclinaron sobre el papel, hablando en lo que a Brunetti le sonó a dialecto sardo.
El de la peluca amarilla devolvió el dibujo a Brunetti.
– No lo conozco. ¿Es el único retrato que tiene?
– Sí -respondió Brunetti-. ¿Harían el favor de preguntar a sus amigos si lo reconocen?
Señaló con la barbilla al grupo que se mantenía pegado a la pared, gritando alguna que otra frase a los coches que pasaban, pero sin apartar la mirada de Brunetti y los otros dos.
– Claro, ¿por qué no? -dijo el amigo de Paolina, y se fue hacia el grupo. Paolina se fue tras él, quizá porque le ponía nervioso quedarse a solas con un policía.
Fueron hacia el grupo, que ahora se separó de la pared para ir a su encuentro. El que llevaba el retrato tropezó y tuvo que agarrarse al hombro de Paolina para no caer. Soltó un taco de lo más vulgar. El llamativo grupo de hombres se apiñó en torno a ellos, y Brunetti los observó mientras se pasaban el retrato. Un chico alto y delgado, con peluca roja, dio el dibujo a su vecino pero enseguida se lo quitó para volver a mirarlo. Atrajo hacia sí a otro, señaló el dibujo y le dijo algo en voz baja. El otro movió la cabeza negativamente y el pelirrojo volvió a golpear el dibujo con el dedo. El otro siguió sin mostrarse de acuerdo y el pelirrojo lo despidió agitando una mano con impaciencia. El dibujo siguió circulando y el amigo de Paolina se acercó a Brunetti con el pelirrojo.
– Buona sera -dijo Brunetti cuando el pelirrojo se paró delante de él. Extendió la mano y dijo-: Guido Brunetti.
Los dos hombres se quedaron quietos, como si sus altos tacones estuvieran clavados en el suelo. El amigo de Paolina se miró la falda y nerviosamente se frotó la parte delantera con la palma de la mano. El pelirrojo se llevó la mano a la boca un momento y luego la tendió a Brunetti.
– Roberto Canale -dijo-. Encantado de conocerle. -Su apretón era enérgico y cálido.
Brunetti tendió la mano al otro, que miró nerviosamente hacia el grupo y, al no oír nada, se la estrechó.
– Paolo Mazza.
Brunetti miró al pelirrojo.
– ¿Ha reconocido al hombre de la foto, signor Canale?
El de la peluca roja se quedó mirando hacia un lado hasta que Mazza dijo:
– Es a ti, Roberta, ¿ya no te acuerdas de tu apellido?
– Pues claro que me acuerdo -dijo el otro mirando a Mazza, furioso. Y a Brunetti-: Sí, he reconocido al hombre, pero no sabría decirle quién es. Ni siquiera de qué lo conozco. Se parece a alguien conocido. -Al darse cuenta de lo confusas que eran sus palabras, Canale explicó-: ¿Sabe? Es como cuando vas por la calle y ves al dependiente de la charcutería sin el delantal; lo conoces, pero no recuerdas de qué. Su cara te resulta familiar, pero fuera de la tienda no lo identificas. Pues lo mismo me pasa con el hombre del dibujo. Sé que lo conozco, que lo he visto, pero no lo sitúo.
– ¿No podría situarlo aquí? -preguntó Brunetti. Canale lo miró inexpresivamente, y el comisario puntualizó-: Quiero decir aquí, en via Cappuccina. ¿Podría imaginarlo aquí?
– No, no. De ninguna manera. Eso es lo curioso. Donde lo haya visto no tiene nada que ver con todo esto. -Agitaba las manos como si buscara la respuesta en el aire-. Sería como ver aquí a uno de mis profesores. O al médico. No pega con esto. Es una impresión, pero es muy fuerte. -Entonces, como buscando comprensión, preguntó-: ¿Entiende lo que le quiero decir?
– Perfectamente. Un día, un hombre me paró en una calle de Roma, para saludarme. Yo lo conocía pero no sabía de qué. -Brunetti sonrió, arriesgándose-. Lo había arrestado dos años antes. Pero en Nápoles.
Brunetti vio que, afortunadamente, los dos hombres se reían. Canale dijo:
– ¿Puedo quedarme con el dibujo? Quizá, mirándolo de vez en cuando, me venga a la cabeza de repente.
– Desde luego. Le agradezco mucho su interés.
Ahora fue Mazza el que se aventuró a preguntar:
– ¿Estaba muy horrible? Quiero decir, cuando lo encontraron. -Se oprimía las manos delante del pecho.
Brunetti asintió.
– ¿Es que no les basta con jodernos? -se lamentó Canale-. ¿Por qué quieren matarnos?
Aunque la pregunta estaba dirigida a unos poderes que estaban muy por encima de aquellos para los que trabajaba Brunetti, éste respondió:
– No tengo ni la más remota idea.
11
Al día siguiente, viernes, Brunetti decidió ir la questura de Venecia, a repasar el correo acumulado. Además, según confesó a Paola aquella mañana mientras tomaban el café, quería enterarse de si había novedades en il caso Patta.
– Nada en Gente ni en Oggi -le informó ella, nombrando las revistas de chismorreo más populares, y agregó-: Aunque no estoy segura de que alguna de las dos considere a la signora Patta digna de su atención.
– Procura que ella no te oiga -dijo Brunetti riendo.
– Si tengo suerte, la signora Patta nunca me oirá decir nada. -Más suavemente, preguntó-: ¿Qué crees que hará Patta?
Brunetti apuró el café y dejó la taza antes de contestar:
– Me parece que no puede hacer mucho, aparte de esperar a que Burrasca se canse de ella o ella de Burrasca y vuelva a casa.
– ¿Cómo es ese Burrasca? -Paola no perdió el tiempo preguntando si la policía tenía un dossier sobre Burrasca. En Italia, tan pronto como una persona hacía dinero en cantidad, alguien tenía un dossier sobre ella.
– Por lo que he oído, es un cerdo. Se mueve en esos círculos de Milán en los que priman la cocaína, los coches de muchos caballos y las chicas de poco seso.
– Pues ahora tiene por lo menos la mitad de una de esas cosas -dijo Paola.
– ¿A qué te refieres?
– La signora Patta. Ya no es una chica, pero tiene poco seso.
– ¿Tan bien la conoces? -Brunetti nunca estaba seguro de qué ni a quién conocía Paola.
– No. Es una simple deducción del hecho de que se casara con Patta. Debe de ser muy difícil aguantar a un pollino tan fatuo.
– Tú me aguantas a mí -repuso Brunetti con una sonrisa, buscando un cumplido.
Ella lo miró, impávida.
– Tú no eres fatuo, Guido. Puedes ser difícil y, a veces, hasta insoportable, pero fatuo, no.
No se dispensaban cumplidos.
Él se levantó, pensando que quizá ya fuera hora de ir a la questura.
Cuando llegó a su despacho revisó los papeles que le esperaban encima de la mesa. Se decepcionó al no encontrar nada relacionado con el muerto de Mestre. Lo interrumpió un golpe en la puerta.
– Avanti -gritó, pensando que tal vez fuera Vianello que le traía algo de Mestre.
En lugar del sargento, entró una joven de cabello oscuro con un fajo de carpetas. Sonrió desde la puerta y se acercó al escritorio, hojeando los documentos.
– ¿El comisario Brunetti? -preguntó.