– Sí -respondió él inmediatamente.
– ¿Cómo se llaman y cuántos años tienen?
– Raffaele, dieciséis y Chiara, trece, signora.
– Muy bien -dijo la anciana como si él acabara de aprobar un examen-. Es usted joven y fuerte. ¿Podría subirme este carro al tercer piso? Si no, voy a tener que hacer por lo menos tres viajes para subirlo todo. Mi hijo y su familia vienen mañana a comer, y he tenido que comprar mucho.
– Encantado de ayudarla, signora -dijo él agachándose para levantar el carro, que pesaba por lo menos quince kilos-. ¿Son muchos de familia?
– Mi hijo, mi nuera y sus hijos. Dos de ellos traen a mis biznietos, por lo que seremos… pues diez personas.
La mujer abrió la puerta de la calle y la sostuvo para que entraran Brunetti y el carro. Luego pulsó el interruptor de la luz y empezó a subir las escaleras delante del comisario.
– No se va usted a creer lo que me han cobrado por los melocotones. Mediados de agosto y todavía a tres mil liras el kilo. Pero los he comprado de todos modos; a Marco le gusta tomarlos con vino tinto. Antes del almuerzo los corta y los deja en remojo, para el postre. Y de pescado yo quería un rombo, pero estaba muy caro. Como a todos les gusta el bosega hervido, eso he comprado, aunque a diez mil liras el kilo. Tres pescados, casi cuarenta mil liras. -Se paró en el primer rellano, frente a la puerta del Banco de Verona y miró a Brunetti-. Cuando yo era joven, el bosega lo dábamos al gato, y ahora tengo que pagarlo a diez mil liras el kilo.
Dio media vuelta y siguió subiendo.
– Lo lleva agarrado del asa, supongo.
– Sí, signora.
– Bien, es que hay un kilo de higos encima de todo, y no quiero que se aplasten.
– Están perfectamente, signora.
– He comprado prosciutto en Casa del Parmigiana para comerlo con los higos. Conozco a Giuliano desde que era niño. Tiene el mejor prosciutto de Venecia, ¿verdad?
– Mi esposa siempre lo compra allí.
– Cuesta l’ira di dio, pero vale la pena.
– Desde luego.
Llegaron arriba. La mujer llevaba las llaves en la mano, por lo que no tuvo que volver a buscar. Abrió la única cerradura y empujó la puerta, haciendo pasar a Brunetti a un gran apartamento con cuatro altas ventanas, ahora cerradas hasta con las persianas, que daban al campo.
La mujer lo llevó por la sala, una habitación que a él se le antojó familiar, con sus grandes butacas, el sofá de crin vegetal de los que arañan, altas cómodas marrón oscuro con bomboneras de plata encima, entre un surtido de fotos en marco también de plata y suelo de mosaico veneciano que relucía incluso con tan poca luz. Hubiera podido ser la casa de sus abuelos.
Idéntica impresión le produjo la cocina: fregadero de piedra, una gran caldera de agua caliente en un rincón y una mesa de mármol. Inmediatamente, imaginó a la mujer extendiendo la pasta con el rodillo o planchando la ropa en aquella superficie.
– Déjelo usted ahí, al lado de la puerta -dijo ella-. ¿Quiere un vaso de algo?
– Le agradecería un poco de agua, signora.
Tal como él esperaba, la mujer bajó una bandejita de plata de un armario alto, colocó un tapetito de encaje en el centro y una copa de cristal de Murano encima. Sacó de la nevera una botella de agua mineral y llenó el vaso.
– Grazie infinite -dijo él antes de beber. Dejó la copa cuidadosamente en el centro del tapetito y rehusó su ofrecimiento de más agua-. ¿Quiere que la ayude a sacar las cosas, signora?.
– No, yo sé dónde está cada cosa y dónde tengo que ponerlo. Ha sido muy amable joven. ¿Cómo se llama?
– Brunetti, Guido.
– ¿Y hace seguros?
– Sí, signora.
– Bien, muchas gracias -dijo ella dejando la copa en el fregadero e inclinándose sobre el carrito.
Brunetti, consciente de su verdadera profesión, le preguntó:
– Signora, ¿suele dejar entrar en su casa a los desconocidos?
– No; no soy tan tonta. No dejo entrar a cualquiera -respondió ella-. Antes siempre procuro enterarme de si tienen hijos. Y, desde luego, han de ser venecianos.
Desde luego. Si bien se miraba, probablemente, su sistema era mejor que un detector de mentiras o un control de seguridad.
– Gracias por el agua, signora. No se moleste en acompañarme, yo cerraré la puerta.
– Gracias -dijo ella buscando los higos en el carrito.
El comisario bajó los dos primeros tramos y se paró en el rellano de encima del Banco de Verona. No se oía nada más que alguna que otra voz que subía del campo. Miró el reloj a la luz que entraba por las pequeñas ventanas de la escalera. Poco más de la una. Permaneció allí durante otros diez minutos sin oír más que sonidos aislados del campo.
Bajó las escaleras despacio y se quedó delante de la puerta del banco. Sintiéndose bastante ridículo, agachó la cabeza y arrimó el ojo a la ranura horizontal de la cerradura de la porta blindata. Al otro lado distinguió un ligero resplandor, como si hubieran olvidado apagar una luz cuando cerraron las persianas el viernes por la tarde. O como si alguien estuviera trabajando este sábado por la tarde.
Volvió a subir y se apoyó en la pared. Al cabo de unos diez minutos sacó el pañuelo y lo extendió sobre el segundo peldaño del siguiente tramo, se levantó el pantalón y se sentó. Inclinando el cuerpo hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y el mentón en los puños. Al cabo de lo que le pareció mucho rato, se levantó, acercó el pañuelo a la pared y volvió a sentarse, ahora, apoyado en la pared. No circulaba ni un soplo de aire, no había comido nada en todo el día y el calor le asfixiaba. Miró el reloj, eran poco más de las dos. Decidió quedarse hasta las tres y ni un minuto más.
A las cuatro menos veinte, todavía en su puesto y ahora con el propósito de marcharse a las cuatro, oyó un golpe seco en el piso de abajo. Se puso de pie y subió al segundo escalón. Oyó que debajo de él se abría una puerta, y se quedó quieto. La puerta se cerró, una llave giró en la cerradura y en la escalera sonaron pasos. Brunetti asomó la cabeza y vio alejarse una figura. A aquella luz, sólo distinguió a un hombre alto con traje oscuro y una cartera en la mano, pelo negro y, en la nuca, la fina franja de una camisa blanca. El hombre se puso de perfil al empezar a bajar el siguiente tramo, pero en aquella penumbra no se distinguían sus facciones. Brunetti bajaba silenciosamente tras él. Al pasar por la puerta del banco miró por el ojo de la cerradura, y vio que dentro estaba oscuro.
Abajo, se abrió y se cerró la puerta de la calle, y Brunetti bajó corriendo las escaleras restantes. Se paró en la puerta, la abrió rápidamente y salió al campo. El sol lo deslumbró un momento y se cubrió los ojos con la mano. Cuando la retiró, recorrió el campo con la mirada, pero sólo se veía a gente con ropa deportiva de colores pastel o camisa blanca. Fue hasta la esquina de la calle della Bissa, y no vio en ella a ningún hombre con traje oscuro. Cruzó corriendo el campo y miró por la estrecha calle que conducía al primer puente. Tampoco allí se veía al hombre. Había por lo menos otras cinco calli que partían del campo, y Brunetti comprendió que, si las inspeccionaba todas, podía perder al hombre. Decidió mirar directamente en el embarcadero de Rialto, por si tomaba un barco. Sorteando a unos y empujando a otros, corrió hasta el borde del agua y subió hacia el embarcadero del 82. Llegó en el momento en que salía un barco en dirección a San Marcuola y la estación del ferrocarril.