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Abriéndose paso entre un grupo de turistas japoneses, llegó al borde del canal. Cuando el barco pasó frente a él, miró a los pasajeros que lo llenaban, tanto a los que iban de pie en la cubierta como a los que viajaban sentados dentro. Casi todos los hombres iban en mangas de camisa. Por fin, en el lado opuesto de la cubierta, descubrió a una figura con traje oscuro y camisa blanca. El hombre acababa de encender un cigarrillo y se volvió para arrojar el fósforo al canal. La espalda parecía la misma, pero Brunetti comprendía que no podía tener la certeza absoluta. Cuando el hombre se volvió, Brunetti miró fijamente su perfil, tratando de grabarlo en la memoria, hasta que lo perdió de vista, cuando el barco pasó bajo el puente de Rialto.

14

Brunetti hizo lo que hace todo hombre sensato que se siente decaído: se fue a casa y llamó a su mujer. En la habitación de Paola, Chiara contestó al teléfono.

– Oh, ciao, papà, cómo me hubiera gustado que estuvieras en el tren. Hemos estado parados más de dos horas a la entrada de Vicenza. Nadie sabía por qué, hasta que el revisor nos ha dicho que una mujer se había arrojado a la vía entre Vicenza y Verona, y que por eso había que esperar. Supongo que tendrían que limpiarlo, ¿verdad? Cuando por fin hemos arrancado, he estado mirando por la ventanilla hasta Verona, pero no he visto nada. ¿Crees que eso se limpia tan pronto?

– Supongo, cara. ¿Está tu madre?

– Sí, papá. Pero quizá el cisco estaba en el otro lado de la vía, ¿no?

– Quizá. Chiara, ¿me dejas hablar con tu mamma?

– Claro que sí, está aquí. ¿Por qué crees tú que una persona se tira debajo de un tren?

– A lo mejor porque no le dejan hablar con quien ella quiere.

– Oh, papá, qué tonto. Ahora se pone.

¿Tonto? ¿Tonto? Él creía estar hablando completamente en serio.

– Ciao, Guido -dijo Paola-. ¿Has oído? Tenemos una hija muy truculenta.

– ¿Cuándo habéis llegado?

– Hace media hora. Hemos tenido que comer en el tren. Un asco. ¿Qué has hecho tú? ¿Has encontrado la insalata di calamari?

– No; acabo de llegar.

– ¿De Mestre? ¿Has comido?

– No; tenía cosas que hacer.

– Está bien, hay insalata di calamari en el frigorífico. Cómetela hoy o mañana, porque no aguantará mucho con este calor. -Se oyó al fondo la voz de Chiara, y Paola preguntó-: ¿Vendrás mañana?

– No puedo. Hemos identificado el cadáver.

– ¿Quién era?

– Mascari, Leonardo. Director de la Banca di Verona en Venecia. ¿Lo conocías?

– No. ¿Era veneciano?

– Creo que sí. Su mujer lo es.

Volvió a oírse la voz de Chiara, ahora con insistencia. Luego Paola dijo:

– Perdona, Guido. Chiara se va de paseo y no encontraba el jersey.

Esta sola palabra hizo a Brunetti más consciente del calor que permanecía estancado entre las paredes del apartamento, a pesar de estar abiertas todas las ventanas.

– Paola, ¿tienes el número de Padovani? No viene en la guía. -Sabía que ella no le preguntaría por qué quería el número, y explicó-: Me parece la única persona que podría contestar unas preguntas sobre el mundo gay de esta ciudad.

– Lleva años viviendo en Roma, Guido.

– Ya lo sé, Paola, pero viene cada dos o tres meses, para hacer sus reseñas de las exposiciones de arte, y su familia aún vive aquí.

– Bien, quizá sí -dijo ella, consiguiendo dar la impresión de que no la convencía-. Un segundo, voy a buscar la agenda. -Tardó el tiempo suficiente como para convencer a Guido de que la agenda estaba en otra habitación y hasta, quizá, en otro edificio. Por fin volvió-: Guido, es el cinco veintidós, cuarenta y cuatro, cero cuatro. Creo que aún está a nombre del antiguo propietario de la casa. Si hablas con él, salúdale de mi parte.

– De acuerdo. ¿Dónde está Raffi?

– Oh, en cuanto dejamos las maletas, ha desaparecido. No espero verlo antes de la cena.

– Dale un beso de mi parte. Te llamaré durante la semana.

Con mutuas promesas de llamadas y otra recomendación sobre la insalata di calamari, se despidieron, y Brunetti pensó que era muy extraño que un hombre estuviera una semana fuera de casa sin llamar a su mujer. Quizá si no tenían hijos era diferente, aunque le parecía que no.

Marcó el número de Padovani y, como venía ocurriendo en Italia cada vez con más frecuencia, un voz grabada le dijo que el professore Padovani no podía atenderle en este momento y que lo llamaría lo antes posible. Brunetti dejó un mensaje en el que rogaba al professore Padovani que lo llamara, y colgó.

Fue a la cocina y sacó del frigorífico la famosa insalata. Retiró la lámina de plástico que la cubría y tomó con los dedos un trozo de calamar. Mientras masticaba, extrajo del frigorífico una botella de soave y se sirvió una copa. Con el vino en una mano y la insalata en la otra, salió a la terraza y dejó ambas cosas en la mesita de cristal. Entonces se acordó del pan y volvió a la cocina en busca de un panino. Una vez allí, se sintió civilizado, y sacó un tenedor del cajón de arriba.

De vuelta en la terraza, partió pan, puso un trozo de calamar encima y se lo metió en la boca. Desde luego, los bancos también tienen cosas que hacer el sábado: el dinero no descansa, y quien estuviera trabajando durante el fin de semana no querría perder tiempo hablando por teléfono, diría que se habían equivocado de número y no volvería a contestar. Para no interrumpir el trabajo.

La ensalada tenía demasiado apio para su gusto, y apartó con el tenedor varios dados hacia el borde del bol. Se sirvió más vino y se puso a pensar en la Biblia. Si mal no recordaba, en el Evangelio según san Marcos, había un pasaje que relataba la desaparición de Jesús durante el regreso a Nazareth, del primer viaje que hizo con sus padres a Jerusalén. María creía que iba con José y los demás hombres y este santo varón pensaba que Jesús hacía el viaje con su madre y las mujeres. No descubrieron su desaparición hasta que la caravana acampó para pasar la noche, y resultó que Jesús había vuelto a Jerusalén y estaba enseñando en el Templo. El Banco de Verona creía que Mascari estaba en Mesina y la oficina de Mesina debía de creer que estaba en otro sitio, o hubieran preguntado por él.

Brunetti entró en la sala y vio un cuaderno de Chiara encima de la mesa, entre un puñado de bolígrafos y lápices. Abrió la libreta, vio que estaba por estrenar y, como le gustó el dibujo de Mickey Mouse que tenía en la tapa, se la llevó a la terraza, junto con un bolígrafo.

Empezó a escribir la lista de lo que había que hacer el lunes por la mañana. Llamar al Banco de Verona, para averiguar adonde tenía que ir Mascari y luego ponerse en contacto con el otro banco para descubrir qué excusa se les había dado para explicar su no comparecencia. Indagar por qué no se había progresado en la investigación de la procedencia de los zapatos y el vestido. Empezar a escarbar en el pasado de Mascari, tanto personal como financiero. Y repasar el informe de la autopsia, por si se mencionaba el afeitado de las piernas. También, enterarse de qué había podido descubrir Vianello acerca de la liga y del avvocato Santomauro.

Oyó sonar el teléfono y, con la esperanza de que fuera Paola, aun comprendiendo que no podía ser ella, entró para contestar.

– Ciao, Guido. Damiano. He encontrado tu mensaje.

– Professore? -preguntó Brunetti.

– Bah, eso -respondió el periodista, con indolencia-. Me sonaba bien, y estoy probándolo en el contestador esta semana. ¿Qué? ¿No te gusta?

– Claro que me gusta -respondió Brunetti sin pensar-. Suena muy bien. Pero, ¿de qué eres profesor?