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En el extremo de la línea de Padovani se instaló un largo silencio.

– Hace tiempo, en los años setenta, di clases de pintura en un colegio de niñas. ¿Te parece que eso cuenta?

– Supongo -admitió Brunetti.

– Bien, de todos modos, quizá ya sea hora de cambiar el mensaje. ¿Cómo crees que sonaría commendatore?. ¿Commendatore Padovani? Me gusta, sí. ¿Cambio el mensaje y vuelves a llamar?

– No, Damiano, no te molestes. Yo quería hablar de otra cosa.

– Me alegro. Tardo una eternidad en cambiar el mensaje, con tantos botones. La primera vez me armé un lío y quedaron grabados todos los tacos que solté a la máquina. Pasó una semana y, como no había tenido ningún mensaje, pensé que quizá el chisme no funcionaba y llamé a mi número desde una cabina. Qué escándalo, menudo lenguaje tenía la máquina. Vine corriendo y cambié el mensaje inmediatamente. Pero todavía no me aclaro. ¿Seguro que no quieres volver a llamarme dentro de veinte minutos?

– No, Damiano, mejor otro día. ¿Estás libre ahora?

– Para ti, Guido, como dijo un poeta inglés en un contexto completamente diferente, estoy «franco como el camino y libre como el viento».

Brunetti comprendió que Padovani esperaba que le preguntara quién era el poeta, pero se abstuvo.

– Se trata de algo que puede requerir mucho tiempo. ¿Quieres que cenemos juntos?

– ¿Y Paola?

– Se ha ido a las montañas con los niños.

Padovani guardó silencio, y Brunetti comprendió que su interlocutor empezaba a hacer especulaciones acerca de esta separación.

– Se me ha presentado un caso de asesinato, y hace meses que habíamos reservado el hotel, así que Paola y los niños se han ido a Bolzano. Si resuelvo el caso pronto, me reuniré con ellos. Por eso te llamo. Quizá puedas ayudarme.

– ¿En un caso de asesinato? Oh, qué emoción. Desde lo del sida, apenas tengo contacto con la clase criminal.

– ¿Ah, sí? -dijo Brunetti, sin saber muy bien qué responder a eso-. ¿Cenamos por ahí? Donde tú digas.

Padovani reflexionó un momento y dijo:

– Guido, mañana regreso a Roma y tengo la casa llena de comida. ¿Por qué no vienes y me ayudas a terminarla? Nada complicado, pasta y lo que encuentre por ahí.

– Magnífico. Dime dónde vives.

– En Dorsoduro. ¿Conoces el ramo Dietro gl'Incurabili?

Era un pequeño campo con una fuente, situado detrás del Zattere.

– Sí.

– De espaldas a la fuente, mirando al pequeño canal, la primera puerta de la derecha.

Con estas indicaciones, un veneciano encontraría la casa más fácilmente que con el nombre de la calle y el número.

– Bien. ¿A qué hora?

– A las ocho.

– ¿Qué quieres que lleve?

– Absolutamente nada. Si trajeras algo tendríamos que comérnoslo y con lo que tengo en casa podría alimentar a un equipo de fútbol. Nada. Por favor.

– De acuerdo. Hasta las ocho. Y gracias, Damiano.

– Encantado. ¿Sobre qué quieres preguntar? ¿O debería decir «sobre quién»? Si me adelantas algo, podría empezar a hacer memoria. O incluso alguna llamada telefónica.

– Sobre dos hombres. Leonardo Mascari…

– No lo conozco -atajó Padovani.

– … y Giancarlo Santomauro.

Padovani silbó.

– Así que por fin os habéis topado con el insigne avvocato, ¿eh?

– Hasta las ocho.

– Cómo te gusta tener en vilo a la gente -dijo Padovani entre risas, y colgó.

A las ocho en punto, Brunetti, duchado y afeitado y con una botella de Barbera debajo del brazo, tocó el timbre de la casa situada a la derecha de la fuente del ramo Dietro gl'Incurabili. La fachada de la casa, que tenía un solo timbre y, por consiguiente, representaba el mayor de los lujos -un edificio aislado, propiedad de una sola persona-, estaba cubierta de jazmines que ascendían de dos tiestos de barro cocido situados a cada lado de la entrada. Padovani abrió la puerta casi al momento y tendió la mano a Brunetti. Su apretón era enérgico y cordial. Sin soltar a su visitante, lo atrajo al interior.

– Quítate del calor. Debo de estar loco para volver a Roma con esta temperatura, pero allí por lo menos tengo un apartamento climatizado.

Soltó la mano de Brunetti y retrocedió un paso. Como suelen hacer dos personas que llevan mucho tiempo sin verse, se examinaban el uno al otro con disimulo, para descubrir posibles cambios. ¿Más grueso, más delgado, más canoso, más viejo?

Brunetti, después de convencerse de que Padovani conservaba el aspecto del gorila que, desde luego, no era, miró en derredor. Se encontraba en un espacio cuadrado, de dos pisos de altura, cubierto por un tejado con claraboyas. Una escalera de madera ascendía a una galería situada a media altura, que recorría las cuatro paredes del cuadrilátero, abierta en tres lados y cerrada en el cuarto, que debía de contener el dormitorio.

– ¿Qué era esto? ¿Una carpintería de ribera? -preguntó Brunetti, recordando el pequeño canal que discurría frente a la puerta. Sería fácil izar hasta aquí las barcas que trajeran a reparar.

– Premio. Cuando lo compré, aquí dentro aún se trabajaba, y el tejado tenía unos boquetes del tamaño de sandías.

– ¿Cuánto hace que lo tienes? -preguntó Brunetti mientras hacía un cálculo aproximado del trabajo y el dinero invertidos en el local, para darle el aspecto que ahora tenía.

– Ocho años.

– Has hecho muchas cosas. Y es una suerte no tener vecinos. -Brunetti le tendió la botella envuelta en papel de seda.

– Te dije que no trajeras nada.

– Esto no se estropea -dijo Brunetti con una sonrisa.

– Gracias, pero no tenías que traerlo -insistió Padovani, aunque sabía que era tan inconcebible que un invitado se presentara con las manos vacías como que un anfitrión le sirviera ortigas-. Estás en tu casa, ponte cómodo mientras yo doy los últimos toques a la cena -dijo Padovani, yendo hacia una puerta de vidrios de colores detrás de la que se adivinaba la cocina-. He puesto hielo en la cubitera, por si te apetece beber algo.

Desapareció por la puerta, y Brunetti oyó los sonidos domésticos de tintineo de cacharros y agua que corría. Al bajar la mirada vio que el suelo era de parqué de roble oscuro y que delante de la chimenea había una zona chamuscada que formaba un semicírculo, y le irritó ser incapaz de decidir si aprobaba que la comodidad primara sobre la seguridad o le molestaba que se destrozara una superficie tan bella. Sobre una larga viga empotrada en el yeso encima de la chimenea, a modo de repisa, danzaba un colorista desfile de figuritas de cerámica de la Commedia dell'Arte. Dos de las paredes estaban cubiertas de cuadros, que parecían haber sido colgados allí al azar, sin seguir un orden de estilos ni escuelas, para que se disputaran la mirada del observador. Lo reñido de la competencia era prueba del gusto con que habían sido escogidos. Vio un Guttoso, pintor que nunca le había gustado, y un Morandi, a quien admiraba. Tres Ferruzzis daban alegre testimonio de las bellezas de la ciudad. Un poco a la izquierda de la chimenea, una Madonna, claramente florentina y, con toda probabilidad, del siglo xv, contemplaba con arrobo a otro Niño muy poco agraciado. Una de las aficiones secretas que Paola y Brunetti cultivaban desde hacía décadas era la búsqueda del Niño Jesús más feúcho de todo el arte occidental. En este momento, ostentaba el título un Jesusito especialmente bilioso de la sala 13 de la Pinacoteca di Siena. Aunque este que ahora tenía delante tampoco era un querube, no podía competir con el de Siena. En una de las paredes había un largo estante de madera tallada que en tiempos debió de formar parte de un armario y ahora servía de soporte a una hilera de cuencos de cerámica de colores vivos cuyos simétricos dibujos y volutas caligráficas denotaban claramente su procedencia islámica.