– Sírvete. No hay postre. Sólo fruta.
– Me alegro que no hayas tenido que molestarte -dijo Brunetti, y Padovani se echó a reír.
– En realidad, lo tenía casi todo en casa. Menos la fruta.
Brunetti se sirvió una pequeña ración de ensalada; Padovani tomó aún menos.
– ¿Qué más sabes de Crespo? -preguntó Brunetti.
– Me dijeron que se vestía de mujer y se hacía llamar Francesca. Pero no sabía que hubiera acabado en via Cappuccina. ¿O era en los parques públicos de Mestre?
– Los dos sitios -dijo Brunetti-, pero no sé si puede decirse que haya acabado allí. Vive en un buen barrio, y en la puerta estaba su nombre.
– Cualquiera puede poner el nombre en una puerta. Eso depende de quien pague el alquiler -dijo Padovani que, al parecer, era más ducho en la materia.
– Sin duda tienes razón.
– No sé mucho de él, pero no es mala persona o, por lo menos, no lo era cuando lo conocí. Sólo un poco embustero e impresionable. Estas cosas no cambian, por lo que, si le conviene, te mentirá.
– Lo mismo que la mayoría de las personas con las que yo trato.
Padovani sonrió y agregó:
– Lo mismo que la mayoría de las personas con las que tratamos todos, toda la vida.
Brunetti no pudo por menos de echarse a reír ante esta triste verdad.
– Traeré la fruta -dijo Padovani, apilando los platos para llevárselos.
Volvió enseguida, con un bol de cerámica azul celeste que contenía seis melocotones perfectos. Dio a Brunetti un plato de postre y dejó la fruta delante de él. Brunetti tomó un melocotón y empezó a pelarlo con el cuchillo y el tenedor.
– ¿Qué sabes de Santomauro? -preguntó, mientras pelaba, atento a la operación.
– ¿Te refieres al presidente, o comoquiera que se auto-defina, de la Lega della Moralità? -preguntó Padovani ahuecando la voz al pronunciar las últimas palabras.
– Sí.
– Sé de él lo suficiente como para decirte que, en ciertos ambientes, el anuncio de la creación de la Liga y su finalidad se recibieron con un regocijo parecido al que antes nos producía ver a Rock Hudson atentar contra la virtud de Doris Day o, ahora, las actuaciones más beligerantes de algunos actores, tanto nuestros como norteamericanos.
– ¿Quieres decir que es de dominio público?
– Lo es y no lo es. Para la mayoría de nosotros, lo es, pero nosotros, a diferencia de los políticos, aún acatamos las reglas de la caballerosidad y no andamos por ahí contando chismes unos de otros. Si lo hiciéramos, no iba a quedar títere con cabeza en el gobierno, ni tampoco en el Vaticano.
Brunetti se alegró de ver surgir por fin al auténtico Padovani o, por lo menos, al desenfadado conversador que él consideraba el auténtico Padovani.
– Pero, ¿y la Liga? ¿Cómo pudo Santomauro situarse al frente de una asociación como ésa?
– Excelente pregunta. Pero, si repasamos la historia de la Liga, verás que en la época de su fundación, Santomauro no era más que la éminence grise de la organización. No creo que su nombre se asociara con ella, por lo menos oficialmente, hasta hace dos años, y él no alcanzó la preeminencia hasta hace un año, en que fue elegido camarero, rector o como se llame al jefe. Grand priore? Un título rimbombante, en todo caso.
– Pero, ¿por qué nadie dijo nada entonces?
– Supongo que porque la mayoría de nosotros preferimos tomar a broma la Liga, lo cual me parece un grave error.
Había en su voz una nota de seriedad insólita.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque creo que los grupos como la Liga configuran la tendencia política del futuro; grupos que tienden a la fragmentación, al desmembramiento. Fíjate en lo que está ocurriendo en la Europa oriental y en Yugoslavia. Y en nuestra propia Italia, a la que las ligas políticas quieren desmenuzar en pequeñas unidades independientes.
– ¿No es posible que exageres, Damiano?
– Desde luego. La Lega della Moralità también podría ser un puñado de inofensivas viejecitas que quieren reunirse para rememorar con nostalgia los viejos tiempos. Pero ¿quién sabe cuántos miembros la componen? ¿Cuáles son sus objetivos?
En Italia, las sospechas acerca de posibles conspiraciones se maman con la leche materna, y no hay italiano que esté exento del impulso de ver una conspiración en todo. Por consiguiente, cualquier grupo remiso a definirse resulta sospechoso, como les ocurrió a los jesuitas y les ocurre a los Testigos de Jehová. «Y sigue ocurriéndoles a los jesuitas», añadió Brunetti. La conspiración engendra el secreto, desde luego, pero Brunetti no estaba dispuesto a aceptar la proposición inversa, de que el secreto indefectiblemente alimentara la conspiración.
– ¿Tú qué dices? -inquirió Padovani.
– ¿Qué digo de qué?
– De la Liga.
– Es muy poco lo que puedo decir -reconoció Brunetti-. Pero, si tuviera que sospechar de ellos, no miraría sus objetivos; miraría sus finanzas.
Una de las pocas reglas que Brunetti había podido comprobar durante sus veinte años de trabajo policial era la de que ni los principios éticos ni los ideales políticos mueven a la gente con tanta fuerza como el afán de lucro.
– No creo que Santomauro pueda interesarse por algo tan prosaico como el dinero.
– Dami, el dinero interesa a todo el mundo, y motiva a la mayoría.
– Dejando aparte motivos y objetivos, puedes estar seguro de que, si a Santomauro le interesa dirigirlo, no puede ser bueno. Es poco, pero cierto.
– ¿Qué sabes de su vida privada? -preguntó Brunetti, pensando que «privada» sonaba mejor que «sexual», que era lo que quería decir.
– Lo único que sé es lo que se sugiere e insinúa en observaciones y comentarios. Ya sabes lo que son estas cosas. -Brunetti asintió. Lo sabía, efectivamente-. Lo único que sé y que, repito, no lo sé realmente, aunque me consta, es que le gustan los chicos, cuanto más jóvenes, mejor. Si indagas en su pasado, verás que solía ir a Bangkok por lo menos una vez al año. Sin la inefable signora Santomauro, por descontado. Pero desde hace varios años ha dejado de ir. No tengo la explicación, pero sé que esas aficiones no se pierden fácilmente, no se borran de la noche a la mañana, y que para satisfacerlas no hay sucedáneo que valga.
– ¿Aquí también se encuentra… de eso?
¿Por qué hablar de ciertas cosas le resultaba tan fácil con Paola y tan difícil con otras personas?
– Bastante, aunque no tanto como en Roma o en Milán.
Brunetti había leído informes de la policía sobre la cuestión.
– ¿Películas?
– Películas y lo que no son películas, para los que pueden pagar. Iba a decir: y están dispuestos a correr el riesgo, pero en realidad hoy ya no puede hablarse de riesgo.
Brunetti miró su plato y vio el melocotón, pelado pero entero. Ya no le apetecía.
– Damiano, al decir «chicos», ¿a qué edad te refieres?
Padovani sonrió repentinamente.
– Guido, tengo la curiosa impresión de que te violenta hablar de esto. -Brunetti no contestó-. Chicos de doce años, incluso de diez.
– Oh. -Una pausa larga, y Brunetti preguntó-: ¿Estás seguro de lo de Santomauro?
– Estoy seguro de que es lo que se dice de él, y no es probable que sea mentira. Pero no tengo pruebas, ni testigos, nadie que estuviera dispuesto a jurarlo.
Padovani se levantó y se acercó a un aparador bajo con varias botellas agrupadas a un extremo.