Una de las empleadas de la oficina de pasaportes que estaba unas puertas más arriba de la questura había oído decir esta mañana en el bar que el tal Mascari era muy conocido en Mestre y que lo que hacía durante sus viajes de negocios había sido un secreto a voces durante muchos años. En otro bar se comentaba que su matrimonio era una tapadera, para disimular, ya que trabajaba en un banco. Alguien dijo entonces que seguramente se habría buscado una esposa de su misma talla, para ponerse su ropa: ¿por qué iba a casarse con ella si no? Una verdulera de Rialto sabía de buena tinta que Mascari había sido así desde que iba al colegio.
A última hora de la mañana, la opinión pública tuvo que tomarse un respiro, pero por la tarde era de dominio público no sólo que Mascari había muerto a causa de la «mala vida» que llevaba pese a los consejos de los pocos amigos que conocían su vicio secreto, sino que su esposa se negaba a reclamar el cuerpo y a darle cristiana sepultura.
Brunetti tenía una cita con la viuda a las once, y acudió a ella ignorante de los rumores que circulaban por la ciudad. Llamó a la Banca di Verona y le informaron de que, hacía una semana, su oficina en Mesina había recibido una llamada telefónica de un hombre que dijo ser Mascari, que les avisó de que tenía que aplazar la visita dos semanas o quizá un mes. No; no se habían preocupado de confirmar la llamada, ya que no había razones para dudar de su autenticidad.
El apartamento de Mascari estaba en el tercer piso de un edificio próximo a via Garibaldi, la arteria principal de Castello. Cuando la viuda le abrió la puerta, él comprobó que tenía el mismo aspecto que dos días antes, salvo que ahora vestía de negro y tenía las ojeras más pronunciadas.
– Pase, por favor -dijo la mujer, dando un paso atrás. Él, después del preceptivo «con permiso», entró en el apartamento y tuvo la extraña sensación de que ya había estado allí otra vez. Cuando miró más atentamente, descubrió que ello se debía a que este apartamento era casi igual al de la anciana de campo San Bartolomeo, la típica casa que ha sido habitada por varias generaciones de la misma familia. En la pared del fondo, una gran cómoda, idéntica a la de la anciana y, en el tresillo y las butacas, una tapicería similar de pana verde. También estas ventanas tenían las persianas cerradas, por el calor o las miradas curiosas.
– ¿Quiere beber algo? -preguntó ella, por formulismo, evidentemente.
– No, signora, muchas gracias. Sólo deseo pedirle un poco de su tiempo. Debo hacerle varias preguntas.
– Sí, comprendo -dijo ella retrocediendo a la habitación. Se sentó en una de las mullidas butacas y Brunetti en la otra. La mujer retiró un hilo del brazo de la butaca, hizo con él una bolita y la guardó cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta.
– No sé si habrá oído los rumores que rodean la muerte de su marido, signora.
– Sé que lo encontraron vestido de mujer -dijo ella con voz ahogada.
– Si sabe eso, comprenderá que debo hacerle ciertas preguntas.
Ella asintió mirándose las manos.
Él podía preguntar con brutalidad o con rodeos, y optó por los rodeos.
– ¿Tiene o ha tenido alguna vez razones para creer que su marido incurriera en prácticas semejantes?
– No sé a qué se refiere -dijo ella, aunque lo que él quería decir no podía estar más claro.
– Me refiero al travestismo.
¿Por qué no decir que era un travesti, sencillamente?
– Eso es imposible.
Brunetti no dijo nada, sólo esperó a que ella siguiera hablando. Pero ella sólo repitió, imperturbable:
– Eso es imposible.
– ¿Su marido recibía llamadas telefónicas extrañas?
– No sé qué quiere decir.
– ¿Recibió su marido alguna llamada después de la cual pareciera preocupado o decaído? ¿O una carta? ¿Estaba tenso últimamente?
– En absoluto.
– Si me permite volver sobre mi primera pregunta, ¿dio su marido algún indicio de tener esa orientación?
– ¿Hacia los hombres? -dijo ella con voz áspera de incredulidad y de algo más. ¿Repugnancia?
– Sí.
– No, nunca. Es horroroso, execrable. No le consiento que diga eso de mi marido. Leonardo era un hombre.
Brunetti observó que apretaba los puños.
– Le ruego que tenga paciencia conmigo, signora. Sólo trato de entender las cosas y por eso tengo que hacerle estas preguntas acerca de su marido. Ello no significa que yo sospeche de él.
– ¿Por qué pregunta entonces? -preguntó ella con voz destemplada.
– Para que podamos descubrir la verdad acerca de la muerte de su marido, signora.
– No contestaré esas preguntas. Es una indecencia.
Él deseaba decirle que el asesinato también es una indecencia, pero se limitó a preguntar:
– Durante las últimas semanas, ¿parecía diferente su marido?
Como era de esperar, ella dijo:
– No sé a qué se refiere.
– Por ejemplo, ¿dijo algo acerca del viaje a Mesina? ¿Parecía complacido o reacio a hacer el viaje?
– No; parecía como siempre.
– ¿Y cómo estaba siempre?
– Tenía que ir. Era su trabajo y tenía que hacerlo.
– ¿Le dijo algo del viaje?
– No; sólo que tenía que irse.
– ¿Y durante estos viajes nunca la llamaba por teléfono?
– No.
– ¿Por qué, signora?
Ella pareció comprender que él no pensaba desistir, y contestó:
– El banco no autorizaba a Leonardo a cargar las llamadas particulares a su cuenta de gastos. A veces llamaba a un amigo al despacho y le pedía que me llamara de su parte, pero no siempre.
– Comprendo -dijo Brunetti. Director de banco, y no podía pagar de su bolsillo una llamada a su mujer.
– ¿Tuvieron hijos usted y su marido, signora?
– No -respondió ella rápidamente.
Brunetti abandonó esta vía y preguntó:
– ¿Tenía su marido alguien de confianza en el banco? Antes se ha referido usted a un amigo. ¿Podría darme su nombre?
– ¿Por qué quiere hablar con él?
– Quizá su marido le dijera algo, o quizá dejara traslucir lo que sentía acerca del viaje a Mesina. Me gustaría hablar con el amigo de su marido, para averiguar si observó algo raro en su conducta.
– Estoy segura de que no.
– De todos modos, deseo hablar con él y le agradeceré que me dé su nombre, signora.
– Marco Ravanello. Pero no podrá decirle nada. A mi marido no le pasaba nada raro. -Lanzó a Brunetti una mirada llameante y repitió-: Mi marido no tenía nada raro.
– No la molesto más, signora -dijo Brunetti levantándose y yendo hacia la puerta-. ¿Ya se han hecho los preparativos para el funeral?
– Sí; la misa es mañana. A las diez.
No dijo dónde, ni Brunetti preguntó. Era una información fácil de conseguir, y tenía intención de asistir.
El comisario se paró en la puerta.
– Muchas gracias por todo, signora. Le ruego que acepte mi pésame y tenga la seguridad de que haremos cuanto esté en nuestra mano para encontrar al culpable de la muerte de su marido.
¿Por qué suena mejor «muerte» que «asesinato»?
– Mi marido no era de ésos. Ya lo verá. Él era un hombre.
Brunetti no le dio la mano sino que se limitó a inclinar la cabeza antes de abrir la puerta para marcharse. Mientras bajaba la escalera, pensaba en la última escena de La casa de Bernarda Alba, en que la madre, desde el centro del escenario, grita al público y al mundo que su hija ha muerto virgen, que ha muerto virgen. Para Brunetti sólo tenía importancia la muerte en sí; todo lo demás era accesorio.