– Muchas gracias, signor Ravanello. Uno de nuestros especialistas en contabilidad vendrá a recoger esos datos, quizá mañana.
– Los tendré preparados.
– También le agradecería que tratara de recordar si hay algo más que el signor Mascari le hubiera revelado acerca de su otra vida, su vida secreta.
– Así lo haré. Pero creo que se lo he dicho todo.
– Bien, quizá la impresión del momento le impida recordar otras cosas, detalles. Le quedaría muy agradecido si anotara todo cuanto consiga recordar. Me pondré en contacto con usted dentro de un par de días.
– Está bien -repitió Ravanello, más amable, al percibir que la entrevista tocaba a su fin.
– Creo que eso es todo por hoy -dijo Brunetti poniéndose en pie-. Le agradezco su tiempo y su sinceridad, signor Ravanello. Sé lo difícil que ha de ser para usted este trance. Ha perdido no sólo a un colega sino a un amigo.
– En efecto -convino Ravanello.
– Una vez más -dijo Brunetti extendiendo la mano-, quiero darle las gracias por su tiempo y su colaboración. -Hizo una pausa y agregó-: Y por su honradez.
Ravanello levantó rápidamente la mirada al oírlo, pero dijo:
– A su disposición, comisario.
Rodeó la mesa y precedió a Brunetti hasta la puerta. Salió del despacho con Brunetti y lo acompañó a la entrada de las oficinas. Allí volvieron a estrecharse la mano, y Brunetti salió a la escalera por la que había seguido a Ravanello el sábado por la tarde.
18
Ya que estaba cerca de Rialto, hubiera podido ir a comer a casa, pero no quería cocinar ni arriesgarse con el resto de la insalata di calamari que, al cuarto día, ya no le ofrecía garantías. De modo que bajó hasta Corte dei Milion y almorzó satisfactoriamente en la pequeña trattoria que parece acurrucarse en un rincón del pequeño campo.
A eso de las tres, regresó a su despacho, y pensó que sería preferible bajar a hablar con Patta a esperar a que éste lo llamara. En el pequeño antedespacho encontró a la signorina Elettra al lado de la mesita auxiliar, echando agua de una botella de plástico en un gran jarro de cristal que contenía seis altos lirios de agua blancos, aunque no tanto como la blusa de algodón que ella llevaba con la falda de su traje chaqueta color púrpura. Al ver a Brunetti, sonrió y dijo:
– Es asombrosa la cantidad de agua que llegan a beber.
Brunetti, que no encontró nada que responder a esto, se contentó con devolverle la sonrisa y preguntar:
– ¿Está?
– Sí. Acaba de volver de almorzar. Tiene una visita a las cuatro y media, por lo que, si tiene que hablar con él, más vale que entre ahora.
– ¿Sabe de qué visita se trata?
– Comisario, ¿pretende que le haga una confidencia sobre la vida privada del vicequestore?. -preguntó ella, en tono escandalizado, y prosiguió-: No me considero autorizada a revelar que la visita que espera es la de su abogado particular.
– Ah, ¿sí? -dijo Brunetti, observando que los zapatos tenían el mismo tono púrpura que la falda. Hacía menos de una semana que ella trabajaba para Patta-. Entonces entraré ahora. -Se hizo un poco hacia un lado, llamó a la puerta de Patta con los nudillos, esperó el «Avanti» que respondía a su llamada y entró.
Puesto que aquel hombre estaba sentado al escritorio del despacho de Patta, tenía que ser el vicequestore Giuseppe Patta, pero se le parecía tanto como un retrato robot a la persona que pretende representar. Habitualmente, a estas alturas del verano, Patta tenía la piel de un color caoba claro, y ahora estaba descolorido, una palidez extraña se le había comido el bronceado. La robusta mandíbula, que Brunetti no podía mirar sin recordar las fotos de Mussolini que había visto en los libros de historia, había perdido pugnacidad, como si se hubiera ablandado y en cuestión de días fuera a quedar completamente flácida. El nudo de la corbata estaba bien hecho, pero el cuello de la chaqueta necesitaba un cepillado. Había desaparecido el alfiler de la corbata, lo mismo que la flor de la solapa, lo que daba la extraña impresión de que el vicequestore había venido al despacho a medio vestir.
– Ah, Brunetti -dijo al ver entrar a su subordinado-. Siéntese. Siéntese, por favor.
En los cinco años largos que Brunetti llevaba trabajando para Patta, ésta era la primera vez que oía al vicequestore utilizar la fórmula de «por favor» como no fuera para reforzar un imperativo, apretando los dientes.
Brunetti obedeció y aguardó nuevos prodigios.
– Quería darle las gracias por su gestión -empezó diciendo Patta, mirando a Brunetti durante un segundo y desviando la mirada, como si siguiera el vuelo de un pájaro que cruzara el despacho por detrás de Brunetti.
Como no estaba Paola, no había en casa ningún ejemplar de Gente ni Oggi, por lo que Brunetti no podía estar seguro de que no se hubieran publicado más chismes acerca de la signora Patta y Tito Burrasca, pero supuso que ésta era la causa de la gratitud de Patta. Si Patta quería atribuirlo a las supuestas relaciones de Brunetti con el mundo de la prensa antes que a la relativa intrascendencia de la conducta de su esposa, no sería Brunetti quien le desengañara.
– No hay de qué darlas, señor -dijo con total veracidad.
Patta movió la cabeza de arriba abajo.
– ¿Y qué hay de ese asunto de Mestre?
Brunetti le hizo un breve resumen de lo averiguado hasta el momento, que terminó con el informe de su visita a Ravanello de aquella mañana y la manifestación de éste de que conocía las inclinaciones y los gustos de Mascari.
– Entonces parece claro que el asesino tiene que ser uno de sus, digamos, «amiguitos» -dijo Patta, demostrando su infalible instinto por la obviedad.
– Eso, suponiendo que los hombres de nuestra edad puedan resultar sexualmente atractivos para otros hombres.
– No sé a qué se refiere, comisario -dijo Patta, recuperando un tono con el que Brunetti estaba más familiarizado.
– Todos suponemos que Mascari era un travesti o un chapero y que lo mataron por eso. Sin embargo, las únicas pruebas que tenemos son la circunstancia de que estaba vestido de mujer y las palabras del hombre que ha ocupado su puesto.
– Un hombre que es director de banco, Brunetti -dijo Patta con su habitual deferencia hacia tales títulos.
– Cargo que ha de agradecer a la desaparición del otro.
– Los altos empleados de banca no se matan entre sí, Brunetti -dijo Patta con la aplastante seguridad que lo caracterizaba.
Brunetti advirtió el peligro cuando ya era tarde. Si Patta descubría las ventajas de atribuir la muerte de Mascari a un violento episodio de su turbulenta vida privada, se sentiría justificado para dejar que fuera la policía de Mestre la que buscara al responsable y retirar a Brunetti del caso.
– Sin duda tiene usted razón, señor -concedió Brunetti-, pero no creo que podamos arriesgarnos a dar a la prensa la impresión de que no hemos explorado a fondo todas y cada una de las posibilidades.
Patta reaccionó a esta alusión a los medios de comunicación como el toro a un buen capotazo.
– ¿Qué sugiere entonces?
– Creo que, por supuesto, deberíamos concentrarnos en examinar el mundo de los travestis de Mestre, pero me parece que por lo menos hay que dar la impresión de que se investiga la posible implicación del banco en los hechos, por remota que usted y yo la consideremos.
Casi con regia dignidad, Patta dijo:
– No imagine que no lo comprendo, comisario. Si quiere investigar la hipotética relación entre la muerte de ese hombre y el banco, no seré yo quien se lo impida, pero recuerde usted con quién está tratando y dispénseles el respeto que su posición merece.