– Por supuesto.
– Entonces adelante, pero no haga nada sin antes consultarme.
– Sí, señor. ¿Desea algo más?
– Nada más.
Brunetti se levantó, acercó la silla al escritorio y salió del despacho sin otra palabra. La signorina Elettra estaba hojeando una carpeta.
– Signorina, ¿ha conseguido ya esos informes financieros?
– ¿Sobre cuál de los dos? -preguntó ella con una sonrisita.
– ¿Eh? -hizo Brunetti, desconcertado.
– ¿El avvocato Santomauro o el signor Burrasca? -Brunetti estaba tan absorto en el caso de la muerte de Mascari que había olvidado que se había encargado a la signorina Elettra que también buscara información sobre el director de cine.
– Ah, lo había olvidado -reconoció Brunetti. El que ella hubiera mencionado a Burrasca indicaba que quería hablar de él-. ¿Qué ha encontrado sobre él?
La mujer dejó la carpeta a un lado de la mesa y miró a Brunetti como si su pregunta la sorprendiera.
– Que su apartamento de Milán está en venta, que con sus tres últimas películas ha perdido dinero y que los acreedores se han quedado con su casa de Mónaco. -Sonrió-. ¿Desea algo más?
Brunetti asintió. ¿Cómo diantre lo había conseguido?
– Se han presentado cargos criminales contra él en Estados Unidos, donde es ilegal utilizar a niños en películas pornográficas. Y todas las copias de su última película han sido confiscadas por la policía de Mónaco, aunque no he podido descubrir por qué.
– ¿Y los impuestos? ¿Son copias de sus declaraciones lo que estaba mirando?
– Oh, no -respondió ella en tono de reprobación-. Ya sabe lo difícil que es conseguir información de la oficina de Impuestos. -Hizo una pausa y agregó, como él esperaba-: A no ser que conozcas a alguien. No la tendré hasta mañana.
– ¿Y entonces la pasará al vicequestore?
La signorina Elettra le obsequió con una mirada severa.
– No, comisario; esperaré por lo menos varios días antes de dársela.
– ¿Habla en serio?
– Yo, cuando se trata del vicequestore, no bromeo.
– Pero, ¿por qué hacerle esperar?
– ¿Y por qué no?
A Brunetti le hubiera gustado saber qué cúmulo de pequeñas ruindades había descargado Patta sobre la cabeza de esta mujer durante una semana, para hacerse acreedor a semejante represalia.
– ¿Y de Santomauro, qué ha encontrado?
– Ah, el del avvocato es un caso totalmente distinto. Sus finanzas no podrían estar mejor. Tiene una cartera de acciones y bonos por valor de más de quinientos millones de liras, que es por lo menos el doble de lo que normalmente declararía un hombre de su posición.
– ¿Y los impuestos?
– Eso es lo más extraño. Parece que lo declara todo. No hay pruebas de fraude.
– Da la impresión de que usted no lo cree.
– Por favor, comisario -dijo ella con otra mirada de reproche, aunque ésta no tan severa como la anterior-. No creerá que alguien pone la verdad en su declaración de la renta. Y esto es lo curioso. Si declara todo lo que gana, a la fuerza ha de tener otra fuente de ingresos frente a la cual sus ganancias oficiales sean tan insignificantes que hacen que no merezca la pena defraudar.
Brunetti reflexionó. Con las leyes tributarias existentes, no cabía otra explicación.
– ¿Su ordenador le da algún indicio de la procedencia de ese dinero?
– No; pero me dice que es presidente de la Lega della Moralità. Por lo tanto, lo lógico es buscar ahí.
– ¿Podrían ustedes -empezó a decir hablando en plural y señalando a la pantalla con el mentón- indagar en la Liga?
– En eso estaba, comisario. Pero hasta el momento la liga se muestra tan escurridiza como las declaraciones del signor Burrasca.
– Estoy seguro de que conseguirá usted solventar todas las dificultades, signorina.
Ella inclinó la cabeza, aceptando el cumplido como justo.
Él decidió preguntar:
– ¿Cómo es que se mueve con tanta seguridad por la red informática?
– ¿Cuál de ellas? -preguntó ella levantando la mirada.
– La financiera.
– Es que la utilizaba en mi anterior empleo -dijo ella, volviendo a fijar la atención en la pantalla.
– ¿Y dónde era eso, si me permite la pregunta? -dijo él, pensando en una agencia de seguros o, quizá, el despacho de un contable.
– En la Banca d'Italia -respondió ella dirigiéndose tanto a la pantalla como a Brunetti.
Él alzó las cejas. Ella levantó la mirada y, al ver su expresión, explicó:
– Era secretaria del presidente.
No había que ser empleado del sector para calcular la pérdida salarial que el cambio suponía. Por otra parte, para la mayoría de los italianos, un empleo en un banco representaba la seguridad absoluta: la gente pasaba años esperando ser admitida en un banco cualquiera, y no digamos en la Banca d'Italia, indiscutiblemente la mejor de estas instituciones. ¿Y había dejado ese empleo por un trabajo de secretaria en la policía? Incomprensible, incluso con flores de Fantin dos veces a la semana. Además, no trabajaba simplemente para la policía, sino para Patta. Parecía un solemne disparate.
– Comprendo -dijo él, aunque no era así-. Espero que se sienta a gusto entre nosotros.
– Estoy segura de ello, comisario -dijo la signorina Elettra-. ¿Desea alguna otra información?
– De momento, no, gracias -dijo Brunetti, y la dejó para volver a su despacho.
Por la línea directa marcó el número del hotel de Bolzano y pidió por la signora Brunetti. La signora Brunetti, le dijeron, había salido a dar un paseo y no regresaría hasta la hora de cenar. No dejó mensaje, sólo se identificó y colgó.
El teléfono sonó casi inmediatamente. Era Padovani, que le llamaba desde Roma, excusándose por no haber podido averiguar nada nuevo acerca de Santomauro. Había llamado a varias personas, tanto en Roma como en Venecia, pero todas estaban fuera, de vacaciones, y sólo había podido dejar una serie de mensajes en contestadores, rogando a sus amigos que le llamasen, pero sin explicar por qué deseaba hablar con ellos. Brunetti le dio las gracias y le pidió que le llamara si descubría algo nuevo.
Después de colgar, Brunetti revolvió entre los papeles que tenía encima de la mesa hasta encontrar el que buscaba: el informe de la autopsia de Mascari, y volvió a leerlo atentamente. En la página cuatro estaba lo que le interesaba. «Pequeños arañazos y cortes en las piernas, sin efusión de sangre. Arañazos producidos sin duda por las afiladas hojas de la…» Aquí el forense, alardeando de sus conocimientos de botánica, daba el nombre latino de la hierba entre la que se hallaba escondido el cadáver de Mascari.
Los muertos no sangran; no hay presión que haga brotar la sangre. Éste era uno de los principios de medicina forense que había aprendido Brunetti. Si los arañazos habían sido causados por la -repitió en voz alta las sonoras sílabas del nombre latino-, no habrían sangrado, porque Mascari estaba muerto cuando su cuerpo fue arañado por esas hojas. Pero los cortes tampoco hubieran sangrado, si le habían afeitado las piernas después de muerto.
Brunetti nunca se había afeitado nada más que la cara, pero durante muchos años había visto a Paola pasarse la maquinilla por las pantorrillas, los tobillos y las rodillas, y había perdido la cuenta de las veces que la había oído renegar en voz baja en el cuarto de baño y visto salir con un trocito de papel higiénico pegado a la piel. Paola se había afeitado las piernas periódicamente desde que él la conocía, y aún se cortaba. No parecía probable que Mascari se hubiera afeitado las piernas sin que su esposa lo notara, aunque no la llamara por teléfono cuando estaba de viaje.