– ¿Algo más, sargento?
– ¿Le ha dicho que esté allí a la una?
– Sí.
– No hay trenes a esa hora. Tendrá que ir en autobús y cruzar la estación y el túnel a pie.
– ¿Y cómo regreso a Venecia?
– Eso depende de lo que ocurra, supongo.
– Sí, naturalmente.
– Veré si encuentro a alguien que quiera meterse entre los asientos del coche -dijo Vianello.
– ¿Quiénes tienen el turno de noche esta semana?
– Riverre y Alvise.
– Ah -hizo Brunetti tan sólo, pero la exclamación no podía ser más elocuente.
– Son los que están en la lista.
– Pues vale más que los sitúe en las casas. -Ninguno de los dos quería decir que, si los ponían en la parte trasera de un coche, era probable que tanto Riverre como Alvise se quedaran dormidos. Naturalmente, también en la casa podían dormirse, pero allí quizá la curiosidad de los dueños contribuyera a mantenerlos despiertos.
– ¿Y los otros? ¿Cree que podrá conseguir voluntarios?
– No habrá dificultades -le aseguró Vianello-. Gallo no tendrá inconveniente, y también hablaré con Maria Nardi. Quizá ella quiera venir. Su marido estará en Milán una semana, haciendo un cursillo. Además, son horas extras, ¿verdad?
Brunetti asintió y dijo:
– Pero dígales que puede haber peligro.
– ¿Peligro? ¿En Mestre? -rió Vianello descartando la idea, y añadió-: ¿Quiere llevar radio?
– No creo que haga falta, si puedo contar con ustedes cuatro.
– Por lo menos, con dos -puntualizó Vianello, ahorrándole la violencia de tener que hablar mal de sus subalternos.
– Si vamos a tener que estar de pie toda la noche, vale más que ahora nos vayamos un rato a casa -dijo Brunetti mirando el reloj.
– Hasta la noche, comisario -dijo Vianello poniéndose de pie.
Como había dicho Vianello, a la hora en que Brunetti tenía que estar en la estación de Mestre no circulaban trenes, por lo que el comisario tuvo que tomar el autobús de la línea 1. Cuando el vehículo se detuvo en la parada situada frente a la estación, él fue el único pasajero que se apeó.
Subió la escalinata de la estación, luego bajó al paso subterráneo para cruzar las vías y salió a una calle tranquila, bordeada de árboles. A su espalda quedaba el aparcamiento, bien iluminado y lleno de los coches que allí pasaban la noche. En la calle que tenía delante había coches aparcados a uno y otro lado, a la luz difusa de las escasas farolas que se filtraba a través de los árboles. Brunetti permaneció en el lado derecho de la calle, en el que había menos árboles y más luz. Fue hasta la primera bocacalle, se paró y miró a derecha e izquierda. Unos cuatro coches más abajo, al otro lado de la calle, vio una pareja que se abrazaba con ansia, pero la cabeza de la mujer le tapaba la cara del hombre, y no hubiera podido decir si era Vianello o algún otro padre de familia que hurtaba una hora a sus obligaciones.
Brunetti miró calle abajo, examinando las casas de uno y otro lado. A media manzana, por la ventana de una planta baja, se filtraba el leve resplandor grisáceo de un televisor. Todas las demás estaban oscuras. Riverre y Alvise estarían en dos de estas ventanas, pero no deseaba mirar en dirección a ellos; temía que pudieran tomarlo como una señal y salir corriendo en su ayuda.
Torció por la primera bocacalle, buscando en el lado derecho un Panda azul claro. Fue hasta el final de la calle, sin ver ningún coche que se ajustara a esta descripción, dio media vuelta y retrocedió. Nada. Observó que en la esquina había un gran contenedor de desperdicios, y cruzó al otro lado, pensando una vez más en las fotografías de los restos del coche del juez Falcone. Un coche entró en la calle desde la rotonda, aminoró la marcha, yendo hacia Brunetti, que retrocedió buscando la protección de los coches aparcados, pero el recién llegado pasó y entró en el aparcamiento. El conductor salió, cerró la puerta y desapareció por el túnel de la estación.
Diez minutos después, Brunetti volvió a bajar por la misma calle. Ahora miraba al interior de cada coche. En uno había una manta en el suelo entre los asientos y, sintiendo el calor que hacía al aire libre, compadeció a quienquiera que estuviera debajo.
Al cabo de media hora, Brunetti comprendió que Crespo no se presentaría. Volvió a la calle transversal, giró a la izquierda y bajó hasta el coche en el que seguía arrullándose la pareja. Brunetti dio unos golpecitos con los nudillos en el capó y Vianello soltó a la sofocada agente Maria Nardi y bajó del coche.
– Nada -dijo Brunetti mirando su reloj-. Son casi las dos.
– Qué se le va a hacer -suspiró Vianello-. Regresemos. -Se agachó para decir a la mujer-: Llame a Riverre y Alvise. Nos volvemos. Que nos sigan.
– ¿Y el que está en el coche? -preguntó Brunetti.
– Ha venido con Riverre y Alvise. Se irán juntos.
Dentro del coche, la agente Nardi decía por radio a los otros dos agentes que nadie había acudido a la cita y que regresaban todos a Venecia. Miró a Vianello:
– Ya está, sargento. Ahora salen.
Dicho esto, la mujer salió del coche y abrió la puerta trasera.
– No; quédese ahí -dijo Brunetti-. Yo iré detrás.
– No importa, comisario -dijo ella con una sonrisa tímida, y agregó-: Además, me gustaría alejarme un poco del sargento.
Subió al coche y cerró la puerta.
Brunetti y Vianello se miraron por encima del coche. Vianello esbozó una sonrisa tímida. Entraron en el coche. Vianello hizo girar la llave del contacto. El motor arrancó y se oyó un agudo zumbido.
– ¿Qué es eso? -preguntó Brunetti. Para él, como para la mayoría de venecianos, los coches eran objetos extraños.
– El cinturón de seguridad -dijo Vianello tirando de la cinta y abrochándola al lado de la palanca del cambio.
Brunetti no hizo nada. Seguía oyéndose el zumbido.
– ¿No puede parar eso, Vianello?
– Se parará solo, en cuanto usted se ponga el cinturón.
Brunetti rezongó entre dientes que no le gustaba que una máquina le dijera lo que tenía que hacer, pero se abrochó el cinturón, y luego murmuró que estaba seguro de que esto debía de ser otra de las chorradas ecológicas de Vianello. Haciendo como si no le oyera, el sargento metió la primera y apartó el coche del bordillo. Al llegar al extremo de la calle esperaron unos minutos hasta que el otro coche se unió a ellos. El agente Riverre iba sentado al volante, Alvise, a su lado y, al volverse a hacerles una seña, Brunetti vio otro bulto detrás, con la cabeza apoyada en el respaldo.
A esa hora apenas circulaban coches, y no tardaron en llegar a la carretera que conducía a Ponte della Libertà.
– ¿Qué cree que ha podido ocurrir? -preguntó Vianello.
– Creí que era una encerrona o que alguien pretendía intimidarme, pero quizá me equivocaba y Crespo realmente quería verme.
– ¿Y ahora qué hará?
– Mañana iré a verlo, para enterarme de por qué no se ha presentado.
Entraron en el puente. Al frente se veían las luces de la ciudad y a cada lado se extendía un agua negra y lisa, moteada a la izquierda por puntos luminosos de las lejanas islas de Murano y Burano. Vianello aceleró, deseoso de llegar al garaje y, luego, a casa. Todos estaban cansados y defraudados. El segundo coche, que les seguía de cerca, se desvió de pronto al carril central y Riverre aceleró y los adelantó. Alvise asomó la cabeza por la ventanilla y saludó con la mano alegremente.
Al verlos, la agente Nardi se inclinó hacia adelante y puso la mano en el hombro de Vianello.
– Sargento -dijo y se interrumpió levantando la mirada hacia el retrovisor en el que de pronto habían aparecido unos faros deslumbrantes. La agente Nardi le clavó los dedos en el hombro y sólo pudo decir-: «¡Cuidado!» -antes de que el coche que les seguía se desviara al carril central, se situara a su lado y golpeara deliberadamente el guardabarros delantero izquierdo de su coche. La fuerza del impacto los lanzó hacia la derecha haciéndoles chocar contra la barandilla del puente.