Sacó la cartera y extrajo una fina placa de metal. Vianello había pasado toda una tarde enseñándole a hacer esto y, aunque en aquella ocasión el comisario no se mostró un alumno muy hábil, ahora tardó menos de diez segundos en abrir la puerta de Crespo. Cruzó el umbral gritando:
– Signor Crespo. La puerta estaba abierta. ¿Está en casa?
No estaría de más ser precavido.
No había nadie en la sala. La cocina resplandecía de tan limpia. Encontró a Crespo en el dormitorio, en la cama, con un pijama de seda amarilla. Tenía un cable telefónico atado al cuello y la cara hinchada, convertida en una horrible parodia de sí misma.
Brunetti no se entretuvo en examinar la habitación sino que fue al apartamento de al lado y estuvo llamando a la puerta hasta que un hombre adormilado y furioso la abrió gritando. Cuando llegó el equipo del laboratorio de la questura de Mestre, Brunetti ya había tenido tiempo para llamar al marido de Maria Nardi a Milán y comunicarle lo sucedido. A diferencia del vecino de al lado, Nardi no gritó, y Brunetti no hubiera podido decir si esto era mejor o peor.
Fue a la questura de Mestre, puso al corriente de lo ocurrido a Gallo, que acababa de regresar, y le encargó del examen del cadáver y el apartamento de Crespo, diciendo que aquella mañana él tenía que estar en Venecia. No dijo a Gallo que regresaba para asistir al funeral de Mascari; demasiada muerte flotaba ya en el aire.
Aunque venía de un escenario de muerte violenta, para presentarse en un acto que era consecuencia de otra muerte violenta, no pudo reprimir un suspiro al ver los campanarios y las fachadas color pastel que aparecieron ante sus ojos cuando el coche de la policía cruzaba la carretera elevada. Él sabía que la belleza no cambia nada, y quizá el consuelo que ofrecía fuera sólo ilusorio, pero aun así agradecía la ilusión.
El funeral fue deprimente; palabras huecas, pronunciadas por personas que estaban muy escandalizadas por las circunstancias de la muerte de Mascari como para tratar siquiera de fingir sinceridad. La viuda se mantuvo rígida y con los ojos secos y salió de la iglesia inmediatamente detrás del féretro, muda y sola.
Los periódicos, como era de prever, enloquecieron al olfatear la muerte de Crespo. La primera noticia apareció en La Notte de aquella misma tarde, un periódico muy aficionado a los titulares rojos y al empleo del presente de indicativo. Describía a Francesco Crespo como «travesti cortesano». Daba su biografía y hacía resaltar que había bailado en una discoteca gay de Vicenza, a pesar de que su trabajo allí duró menos de una semana. El autor del artículo establecía la inevitable asociación con el asesinato de Leonardo Mascari, ocurrido menos de una semana antes, y sugería que la similitud de las víctimas apuntaba a una persona que sintiera un especial odio hacia los travestis. El periodista no consideraba necesario explicar la causa.
Los periódicos de la mañana recogían la idea. El Gazzettino hacía referencia a las más de diez prostitutas que habían sido asesinadas en la provincia de Pordenone durante los últimos años y trataba de asociar estos crímenes con los asesinatos de los dos travestis. Il Manifesto dedicaba al caso dos columnas de la página cuatro, y el periodista aprovechaba la ocasión para tildar a Crespo de «otro de los parásitos que pululan por el cuerpo putrefacto de la sociedad burguesa italiana».
En su magistral tratamiento del crimen, II Corriere della Sera se desviaba rápidamente del asesinato de un chapero relativamente insignificante para referirse al de un conocido banquero veneciano. El artículo aludía a «fuentes locales» que informaban de que, en ciertos ámbitos, era conocida la «doble vida» de Mascari. Su muerte, por lo tanto, era el resultado inevitable de la «espiral de vicio» en la que su debilidad había transformado su vida.
Brunetti, interesado por la alusión a las «fuentes», llamó a la oficina en Roma del periódico y pidió que le pusieran con el autor del artículo. Éste, al enterarse de que Brunetti era un comisario de policía que quería saber a quién se refería en su artículo, dijo que no podía revelar sus fuentes de información, que la confianza que debe existir entre un periodista, sus lectores y sus informadores ha de ser total y absoluta. Además, revelar sus fuentes sería faltar a los más altos principios de su profesión. Brunetti tardó por lo menos tres minutos en comprender que el hombre hablaba en serio; que realmente creía lo que decía.
– ¿Cuánto hace que trabaja para el periódico? -le interrumpió Brunetti.
Sorprendido al ver cortada tan bruscamente la exposición de sus conceptos, objetivos e ideales, el reportero respondió tras una pausa:
– Cuatro meses. ¿Por qué?
– ¿Puede ponerme con la centralita o tengo que volver a marcar? -preguntó Brunetti.
– Puedo pasarle. ¿Por qué?
– Me gustaría hablar con su redactor jefe.
La voz del hombre perdió firmeza y adquirió una nota de recelo, al percibir este primer indicio de lo insidiosos que eran los poderes del Estado.
– Debo advertirle, comisario, que cualquier intento de desmentir o cuestionar los hechos que he revelado en mi información será expuesto a mis lectores. No sé si se habrá percatado de que en este país nace una nueva era y que la necesidad de información del público no puede seguir siendo…
Brunetti oprimió el botón del aparato y, cuando volvió a oír la señal, marcó de nuevo el número de la centralita del periódico. No quería que la questura tuviera que pagar por tanta tontería y, menos, siendo conferencia.
Cuando por fin le pusieron con el redactor jefe de la sección local, éste resultó ser Giulio Testa, un hombre al que Brunetti había tratado cuando ambos sufrían exilio en Nápoles.
– Giulio, soy Guido Brunetti.
– Ciao, Guido, me enteré de que habías vuelto a Venecia.
– Sí. Por eso te llamo. Uno de tus redactores -Brunetti leyó la firma-, Lino Cavaliere, publica esta mañana un artículo sobre el travesti que fue asesinado en Mestre.
– Sí. Anoche lo repasé muy por encima. ¿Qué ocurre?
– Habla de «fuentes locales», según las cuales algunas personas de esta ciudad sabían que Mascari, la otra víctima, que fue asesinado hace una semana, llevaba una «doble vida». -Brunetti hizo una pausa y repitió-: Doble vida. Bonita frase, Giulio. Doble vida.
– El muy imbécil, ¿eso ha escrito?
– Aquí lo tengo, Giulio. Fuentes locales. Doble vida.
– A ése me lo cargo -gritó Testa al teléfono y repitió la frase entre dientes.
– ¿Quieres decir con eso que no hay tales «fuentes locales»?
– No; recibió una llamada telefónica anónima de un hombre que decía haber sido cliente, o comoquiera que se diga, de Mascari.
– ¿Qué dijo?
– Que conocía a Mascari desde hacía años y que le había advertido acerca de algunas de las cosas que hacía y de los clientes que tenía. Dijo que allí esto era un secreto a voces.
– Giulio, Mascari tenía casi cincuenta años.
– Lo mato. Créeme, Guido, yo no sabía nada de esto. Le dije que no lo utilizara. A ese mequetrefe lo mato.
– ¿Cómo se puede ser tan estúpido? -preguntó Brunetti, aunque sabía que las razones de la estupidez humana eran legión.
– Es un cretino. No tiene remedio -dijo Testa con acento de cansancio, como si todos los días tuviera nuevas pruebas del hecho.
– Entonces, ¿qué hace en tu periódico? Aún se os considera el mejor del país.