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– No, signorina, muchas gracias.

La mujer se fue y él abrió la carpeta y empezó a leer. La Lega della Moralità había sido constituida hacía nueve años como institución benéfica, con objeto, según su acta fundacional, de promover «la mejora de las condiciones de vida de los menos favorecidos, a fin de que, mitigadas sus preocupaciones materiales, pudieran dedicar sus pensamientos y afanes a la vida espiritual». Tales preocupaciones materiales debían mitigarse mediante viviendas subvencionadas propiedad de diversas parroquias de Mestre, Marghera y Venecia, cuya administración se había encomendado a la Liga, la cual asignaba los apartamentos, a cambio de una renta mínima, a los feligreses de tales parroquias que cumplían los requisitos fijados de común acuerdo por las parroquias y la Liga. Entre tales requisitos figuraba el de la regular asistencia a la iglesia, el certificado de bautismo de todos los hijos y una carta del párroco en la que se hiciera constar que eran personas de «recta moral» y se encontraban en situación de penuria económica.

Los estatutos de la Liga atribuían la facultad de elegir a los beneficiados al consejo directivo de la misma Liga, cuyos miembros, a fin de eliminar toda posibilidad de favoritismo de la autoridad eclesiástica, debían ser laicos. También ellos debían ser personas de intachable moralidad y haber conseguido cierta preeminencia en la comunidad. Del actual consejo de seis miembros, dos eran de carácter «honorario». De los otros cuatro, uno vivía en Roma, otro, en París y un tercero en el monasterio de la isla de San Francesco del Deserto. Por consiguiente, el único miembro activo del consejo residente en Venecia era el avvocato Giancarlo Santomauro.

En el acta fundacional se hacía constar el traspaso de cincuenta y dos apartamentos a la administración de la Liga. Al cabo de tres años, el sistema había resultado tan satisfactorio, a juzgar por las cartas y declaraciones de los arrendatarios y los miembros de las parroquias que los habían entrevistado, que se amplió a otras seis parroquias, con lo que cuarenta y tres apartamentos más pasaron a ser administrados por la Liga. Lo mismo sucedió tres años después, y sesenta y siete apartamentos, la mayoría situados en el centro histórico de Venecia y la zona comercial de Mestre, se sumaron a ellos.

Dado que los estatutos por los que se regía la Liga y que le otorgaban el control de los apartamentos que administraba debían ser refrendados cada tres años, Brunetti calculó que el proceso debía repetirse el año en curso. Volvió atrás y leyó los dos primeros informes de las comisiones consultivas. Miró las firmas: el avvocato Giancarlo Santomauro figuraba en ambas y había firmado los informes, el último en calidad de presidente -cargo totalmente honorario- de la Lega della Moralità.

Acompañaba al informe una lista de las direcciones de los ciento sesenta y dos apartamentos actualmente administrados por la Liga, con indicación de superficie y número de habitaciones de cada uno. Brunetti acercó el papel que le había dejado Canale y buscó las direcciones. Las cuatro estaban en las listas. Brunetti se preciaba de ser hombre de miras amplias y estar relativamente exento de prejuicios, a pesar de lo cual no creía que se pudiera considerar a cinco travestis que se prostituían como personas de «los más altos principios morales» ni aunque habitaran apartamentos que se adjudicaban con la finalidad de ayudar a los inquilinos a «dedicar sus pensamientos y afanes a la vida espiritual».

De la lista de direcciones volvió a pasar al informe. Tal como sospechaba, todos los arrendatarios de los apartamentos de la Liga debían pagar el alquiler, que era puramente nominal, a una cuenta de la oficina en Venecia de la Banca di Verona, la cual gestionaba también los donativos que la Liga destinaba a «ayudas a viudas y huérfanos», y que se hacían con los fondos de los mínimos alquileres recaudados. Hasta Brunetti se sorprendió de que se permitieran una fórmula de una retórica tan rancia como «ayudas a viudas y huérfanos», y descubrió que esta modalidad concreta de beneficencia no se había practicado hasta que el avvocato Santomauro fue nombrado presidente. Casi parecía que, al haber alcanzado esta posición, se sintiera facultado para actuar con entera libertad.

Al llegar a este punto, Brunetti interrumpió la lectura, se levantó y se acercó a la ventana del despacho. Hacía ya un par de meses que habían quitado los andamios de la fachada de ladrillo de San Lorenzo, pero la iglesia permanecía cerrada. Mientras la contemplaba, se dijo que él estaba cometiendo el mismo error contra el que prevenía a otros policías: daba por descontada la culpabilidad de un sospechoso antes de tener ni la más pequeña prueba que lo asociara al crimen. Pero, del mismo modo que sabía que él no volvería a ver abierta aquella iglesia, estaba seguro de que Santomauro era responsable de los asesinatos de Mascari y de Crespo y de la muerte de Maria Nardi. Él y, probablemente, Ravanello. Ciento sesenta y dos apartamentos. ¿Cuántos de ellos podían haberse alquilado a personas como Canale, dispuestas a pagar el alquiler en efectivo y sin hacer preguntas? ¿La mitad? Aunque sólo fuera una tercera parte, ello les reportaría más de setenta millones de liras al mes, casi mil millones al año. Pensó en las viudas y huérfanos y se preguntó si Santomauro no habría llegado hasta el extremo de incluirlos también a ellos en el plan, y los mínimos alquileres que entraban en las arcas de la Liga se volatilizaban, distribuidos entre viudas y huérfanos imaginarios.

Volvió a la mesa y hojeó el informe hasta que encontró la referencia a los pagos efectuados a las personas consideradas dignas de la ayuda de la Liga. En efecto, los pagos se hacían a través de la Banca di Verona. Se quedó de pie, con las manos apoyadas en la mesa y la cabeza inclinada sobre los papeles, y se dijo que una cosa es la certeza y otra, pruebas. Pero tenía la certeza.

Ravanello había prometido enviarle copia de las cuentas que Mascari gestionaba en el banco, seguramente extractos de las inversiones que supervisaba y de los préstamos que aprobaba. Desde luego, si Ravanello no tenía inconveniente en proporcionarle estos datos, lo que Brunetti buscaba no estaría reflejado en ellos. Para tener acceso a los archivos completos del banco y de la Liga, Brunetti necesitaría una orden judicial, y ésta sólo podría conseguirla una autoridad superior.

A través de la puerta sonó el «Avanti» de Patta, y Brunetti entró en el despacho de su superior. Patta levantó la mirada y, al ver quién era, volvió a bajarla a los papeles que tenía delante. Brunetti observó con sorpresa que Patta parecía estar leyéndolos, en lugar de utilizarlos como pretexto para simular que trabajaba.

– Buon giorno, vicequestore -dijo Brunetti al acercarse a la mesa.

Patta volvió a levantar la mirada y señaló la silla situada frente a él. Cuando Brunetti se hubo sentado, Patta preguntó señalando con el índice los papeles que tenía ante sí:

– ¿Esto debo agradecérselo a usted?

Brunetti no tenía ni idea de lo que contenían aquellos papeles, y no quería comprometerse con una afirmación antes de analizar el tono del vicequestore. Normalmente, el sarcasmo de Patta era grueso, y ahora no había en su voz ni asomo de él. Pero, por otra parte, Brunetti no había tenido ocasión de familiarizarse con la gratitud de Patta, es más, sólo podía especular acerca de ella como el teólogo, acerca de la existencia de los ángeles de la guarda, por lo que no estaba seguro de que el tono de Patta estuviera impregnado de este sentimiento.

– ¿Se trata de la información que le ha dado la signorina Elettra? -se aventuró Brunetti, tratando de ganar tiempo.

– Sí -dijo Patta acariciándolos como se acaricia la cabeza de un perro querido.