– Pobre muchacha -murmuró Paola-. ¿Tú estás bien, Guido?
– Magullado, lo mismo que Vianello, pero estamos bien. -Buscó un tono más ligero-: Ningún hueso roto.
– No me refiero a los huesos -dijo sin levantar la voz, pero hablando con rapidez, por impaciencia o por inquietud-. Te pregunto si estás bien tú.
– Creo que sí. Pero Vianello se siente culpable. Conducía él.
– Sí; muy propio de él sentirse culpable. Tenlo ocupado, Guido. -Una pausa y añadió-: ¿Quieres que regrese?
– No, Paola, si casi acabáis de llegar. Sólo quería que supieras que estoy bien. Por si lo leías en el periódico. O por si alguien te preguntaba.
Se oía hablar a sí mismo, se oía tratar de culparla a ella por no haberle llamado, por no leer los periódicos.
– ¿Se lo digo a los niños?
– Quizá sea preferible que se lo digas a que lo lean o lo oigan comentar. Pero procura quitarle importancia, si es posible.
– Lo intentaré, Guido. ¿Cuándo es el funeral?
Momentáneamente, no supo a qué funeral se refería, si al de Mascari, al de Crespo o al de María Nardi. No; sólo podía ser el de la muchacha.
– Me parece que el viernes por la mañana.
– ¿Iréis todos?
– Tantos como podamos. Llevaba poco tiempo en la policía, pero tenía muchos amigos.
– ¿Quién fue? -preguntó ella, simplemente.
– No lo sé. El coche había desaparecido antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que ocurría. Pero yo había ido a Mestre a ver a una persona, un travesti, por lo que quienquiera que haya sido sabía dónde estaba. Tenía que ser muy fácil seguirnos. Sólo hay un camino de vuelta.
– ¿Y el travesti? ¿Pudiste hablar con él?
– Llegué tarde. Ya lo habían matado.
– ¿La misma mano? -preguntó ella en el lenguaje telegráfico que habían desarrollado a lo largo de dos décadas.
– Sí. Tiene que serlo.
– ¿Y el primero? El que apareció en el descampado.
– Todo está relacionado.
La oyó decir algo a otra persona, luego su voz volvió a acercarse.
– Guido, aquí está Chiara, que quiere hablar contigo.
– Ciao, papà, ¿cómo estás? ¿Me echas de menos?
– Estoy estupendamente, cielo, y os echo mucho de menos a todos.
– ¿A mí más que a nadie?
– A todos lo mismo.
– Eso es imposible. No puedes echar de menos a Raffi, que nunca está en casa. Y mamá no hace más que leer todo el día, así que ¿quién va a echarla de menos? Eso quiere decir que tienes que acordarte de mí más que de nadie, ¿no?
– Quizá tengas razón, cielo.
– ¿Lo ves? Lo sabía. Sólo hay que pensarlo un poco, ¿no?
– Sí, y me alegro de que me lo hayas recordado.
Se oían ruidos en el otro extremo del hilo, y Chiara dijo:
– Papá, tengo que pasarte a mamá. ¿Le dirás que venga a pasear conmigo? Se pasa todo el día sentada en la terraza leyendo. ¡Me gustaría saber qué vacaciones son éstas!
Con esta queja, se fue y se oyó la voz de Paola.
– Guido, si quieres, regresamos hoy mismo.
Oyó el aullido de protesta de Chiara, y contestó:
– No, Paola; no es necesario. Procuraré ir este fin de semana.
Ella ya había oído promesas parecidas, y no le pidió que fuera más concreto.
– ¿Puedes contarme algo más, Guido?
– No, Paola; te lo diré cuando nos veamos.
– ¿Aquí?
– Así lo espero. Si no, te llamaré. Mejor dicho, te llamaré en cualquier caso, tanto si voy como si no. ¿De acuerdo?
– De acuerdo, Guido. Y, por Dios, ten cuidado.
– Lo tendré, Paola. Y tú también.
– ¿Cuidado? ¿Cuidado de qué, en medio del paraíso?
– Cuidado de no terminar el libro, como te ocurrió en Cortina. -Los dos rieron al recordarlo. Aquella vez, ella se había llevado La copa dorada, pero lo terminó a la primera semana y se quedó sin lectura, es decir, sin ocupación para los siete días restantes, aparte de caminar por las montañas, nadar, tumbarse al sol y charlar con su marido. Y lo pasó francamente mal.
– Oh, no hay cuidado. Estoy deseando terminarlo para poder volver a empezar.
Durante un momento, Brunetti pensó en la posibilidad de que si no le ascendían a vicequestore podría deberse a que era del dominio público que estaba casado con una loca. No; seguramente, no.
Con mutuas exhortaciones a la cautela, se despidieron.
22
Brunetti llamó a la signorina Elettra, pero ella no se encontraba en su puesto, y el teléfono estuvo sonando sin que nadie contestara. Marcó después la extensión de Vianello y pidió al sargento que subiera a su despacho. Vianello se presentó al cabo de un minuto, con el mismo aire sombrío que tenía la antevíspera por la mañana, al separarse de Brunetti delante de la questura.
– Buon di, dottore -dijo sentándose en su lugar habitual, la silla situada frente a la mesa de Brunetti.
– Buenos días, Vianello. -Para evitar volver sobre su conversación de la otra mañana, Brunetti preguntó-: ¿Cuántos hombres tenemos disponibles hoy?
Vianello pensó un momento y respondió:
– Cuatro, contando a Riverre y Alvise.
Brunetti tampoco quería hablar de ellos, por lo que dijo, pasando a Vianello la primera lista que había sacado de la carpeta de la Liga.
– Estas personas tienen alquilados apartamentos a la Lega della Moralità. Le agradeceré que divida las direcciones correspondientes a Venecia entre esos cuatro hombres.
Vianello, mientras recorría con la mirada los nombres y direcciones de la lista, preguntó:
– ¿Con qué objeto, comisario?
– Quiero saber a quién pagan el alquiler y cómo. -Vianello le dedicó una mirada cargada de curiosidad, y Brunetti le explicó lo que le había dicho Canale, de que pagaba el alquiler en efectivo, lo mismo que sus amigos-. Me gustaría saber cuántas de las personas de esta lista pagan el alquiler de esta forma y cuánto pagan. Y, lo que es más importante, si alguna de ellas conoce a la persona o personas a las que dan el dinero.
– ¿Así que era esto? -preguntó Vianello, comprendiendo inmediatamente. Hojeó la lista-. ¿Cuántos son? Diría que bastantes más de cien.
– Ciento sesenta y dos.
Vianello silbó.
– ¿Y dice que Canale pagaba un millón y medio al mes?
– Sí.
Brunetti observó a Vianello mientras éste hacía el mismo cálculo que había hecho él al ver la lista.
– Aunque no afecte más que a una tercera parte, pueden recaudar más de quinientos millones al año, ¿verdad?
Vianello sacudió la cabeza, y tampoco esta vez Brunetti pudo adivinar si su reacción era de asombro o de admiración ante la magnitud del negocio.
– ¿Conoce a alguien de esa lista? -preguntó Brunetti.
– Está el dueño del bar que hay en la esquina de la calle de mi madre. Es su nombre, pero de la dirección no estoy seguro.
– Si fuera él, quizá podría hablarle en confianza.
– ¿Quiere decir sin ir de uniforme? -preguntó Vianello con una sonrisa que recordaba a la de antes.
– O enviar a Nadia -bromeó Brunetti.
Pero apenas lo dijo comprendió que podía ser buena idea. El que fueran policías uniformados quienes interrogaban a personas que podían estar ocupando un apartamento ilegalmente tenía que influir en las respuestas. Brunetti estaba seguro de que las cuentas cuadrarían todas, de que existirían los comprobantes que acreditaran que el importe de los alquileres había sido ingresado mensualmente en la cuenta pertinente, y no dudaba de que encontrarían los recibos correspondientes. En Italia nunca faltaban pruebas documentales; a menudo, lo ilusorio era la realidad que pretendían reflejar.
Así lo comprendió también Vianello, que dijo:
– Me parece que habría que hacerlo de un modo más indirecto.