– ¿Quiere decir preguntar a los vecinos?
– Sí, señor. Nadie va a confesar que está implicado en algo así. Podría costarles el apartamento, y mentirán.
Vianello mentiría para salvar su apartamento y, después de reflexionar, Brunetti comprendió que él también. Lo mismo que cualquier veneciano.
– Sí; vale más preguntar a los vecinos. Envíe a agentes femeninos.
La sonrisa de Vianello era beatífica.
– Y llévese también esta otra lista, que será más fácil de comprobar. Son personas que reciben cantidades mensuales de la Liga. Trate de averiguar cuántas de ellas viven en las direcciones que se indican y cuántas están necesitadas de ayuda.
– Si yo fuera aficionado a las apuestas -dijo Vianello, que lo era-, apostaría diez mil liras a que la mayoría no viven en estas direcciones. -Hizo una pausa, pellizcó las hojas y agregó-: Y aún haría otra apuesta, a que la mayoría no necesitan ayuda.
– No se admiten apuestas, Vianello.
– Era un decir. ¿Qué hay de Santomauro?
– Por lo que ha podido averiguar la signorina Elettra, está limpio.
– Nadie está limpio -sentenció Vianello.
– Entonces es precavido.
– Eso está mejor.
– Otra cosa. Gallo habló con el fabricante de los zapatos que llevaba Mascari y le dio la lista de las zapaterías que los venden. Mande a alguien, a ver si algún vendedor recuerda quién compró un par del cuarenta y uno. Es un número muy grande para unos zapatos de mujer, por lo que es fácil que se fijara en el cliente.
– ¿Y el vestido? -preguntó Vianello.
Brunetti había recibido el informe hacía dos días, y el resultado de la investigación era el que se temía.
– Es un vestido barato de los que se venden en los mercados callejeros, rojo, de fibra sintética. No habrá costado más de cuarenta mil liras. Le habían arrancado las etiquetas. Gallo está tratando de encontrar el taller de confección.
– ¿Tiene alguna posibilidad?
Brunetti se encogió de hombros.
– Tengo más confianza en los zapatos. Por lo menos, tenemos el fabricante y las zapaterías.
Vianello asintió.
– ¿Desea algo más, comisario?
– Sí. Diga a Delitos Monetarios que necesitaremos a uno de sus agentes, mejor dicho, a uno de sus mejores especialistas, para que examine los papeles que traigan de la Banca di Verona y de la Liga.
Vianello lo miró, sorprendido.
– ¿Ha conseguido que Patta pida un mandamiento judicial? ¿Para hacer que un banco nos dé papeles?
– En efecto -dijo Brunetti esforzándose por no sonreír ni ufanarse.
– Este asunto ha debido de afectarlo más de lo que yo imaginaba. Un mandamiento judicial… -Vianello sacudía la cabeza, admirado.
– ¿Podría decir a la signorina Elettra que haga el favor de subir?
– Por supuesto -dijo Vianello poniéndose de pie. Levantó las listas-. Repartiré estos nombres y pondré a la gente a trabajar. -Fue hacia la puerta, pero, antes de salir, hizo la misma pregunta que Brunetti había estado haciéndose toda la mañana-: ¿Cómo han podido arriesgarse de este modo? Bastaba una persona, una sola fuga, para que todo el tejemaneje se descubriera.
– No tengo ni idea. Por lo menos, una idea plausible.
Para sí, se decía que tal vez esto no fuera sino una de tantas manifestaciones de una especie de locura colectiva, un vértigo de audacia que renegaba de toda razón. Durante los últimos años habían convulsionado al país arrestos y acusaciones de corrupción a todos los niveles, desde el de industriales y constructores hasta el de ministros del gobierno. Se habían pagado sobornos de miles de millones, decenas, centenares de miles de millones de liras, y los italianos habían llegado a creer que, en política, la corrupción era la norma. Por ello, el proceder de los dirigentes de la Lega della Moralità podía considerarse completamente normal en un país de venalidad rampante.
Brunetti ahuyentó estas cavilaciones y, al mirar a la puerta, vio que Vianello se había ido. Por la puerta que Vianello había dejado abierta no tardó en aparecer la signorina Elettra.
– ¿Me ha llamado, comisario?
– Sí, signorina -dijo él señalando la silla situada al lado de la mesa-. Vianello acaba de bajar con las listas que usted me facilitó. Parece ser que algunas de las personas que aparecen en una de ellas pagan alquileres mucho más altos que los declarados por la Liga, y ahora me gustaría saber si las personas de la otra lista reciben realmente el dinero que la Liga dice pagarles.
Mientras él hablaba, la signorina Elettra escribía rápidamente en el bloc.
– Me gustaría pedirle, si no está trabajando en otra cosa… por cierto, ¿qué es lo que la ha tenido tan ocupada durante toda la semana abajo, en el archivo? -preguntó.
– ¿Qué? -dijo ella levantándose a medias. El bloc cayó al suelo y se agachó a recogerlo-. Perdón, comisario -dijo cuando volvió a tenerlo abierto en el regazo-. ¿En el archivo? Miraba si había algo sobre el avvocato Santomauro o, quizá, el signor Mascari.
– ¿Y ha tenido suerte?
– Por desgracia, no. Ninguno de los dos ha tenido problemas con la policía. Absolutamente nada.
– En esta casa, nadie tiene ni la más remota idea de cómo están archivadas las cosas ahí abajo, signorina, pero le agradeceré que vea si puede encontrar algo sobre las personas de esas listas.
– ¿De las dos, dottore?
Las había hecho ella, por lo que sabía que contenían más de doscientos nombres.
– Quizá deberíamos empezar por la segunda, la de los que reciben dinero. La lista indica nombres y direcciones, y en el Ayuntamiento podrá comprobar cuántos están empadronados aquí. -La ley que obligaba a todos los ciudadanos a inscribirse en el padrón de la ciudad y notificar a las autoridades cualquier cambio de domicilio era una reliquia del pasado, pero facilitaba mucho la labor de seguir los movimientos de toda persona por la que se interesara la policía-. Compruebe si algunas de esas personas tienen antecedentes, aquí o en otras ciudades. Incluso en otros países, aunque no sé qué podrá encontrar. -La signorina Elettra tomaba nota y movía la cabeza de arriba abajo, como dando a entender que esto era juego de niños-. Una vez Vianello haya podido averiguar quiénes pagan alquileres extra, me gustaría que tome nota de los nombres y los investigue. -Ella levantó la cabeza segundos después de que él acabara de hablar-. ¿Cree que podrá hacerlo, signorina? No sé qué ha sido de los archivos antiguos desde que empezamos a utilizar los ordenadores.
– La mayoría de las viejas carpetas siguen abajo -dijo ella-. Están un poco revueltas, pero aún es posible encontrar algo.
– ¿Cree que podrá?
Hacía menos de dos semanas que ella había empezado a trabajar en la questura, y a Brunetti ya le parecía que llevaba allí varios años.
– Desde luego. Hoy dispongo de mucho tiempo libre -dijo ella, dando pie a Brunetti para que sacara el otro tema.
Brunetti aprovechó la ocasión para preguntar:
– ¿Qué novedades hay?
– Esta noche cenan juntos. En Milán. Él se va esta tarde en el coche.
– ¿Usted qué cree que pasará? -preguntó Brunetti a pesar de que sabía que no debía preguntar.
– Cuando arresten a Burrasca, ella tomará el primer avión. O quizá él se ofrezca a acompañarla a casa de Burrasca después de la cena… a él le encantaría, imagino, llegar con ella y ver en la calle los coches de la policía. Probablemente, volvería con él esta misma noche.
– ¿Por qué querrá él que vuelva? -preguntó Brunetti al fin.
La signorina Elettra lo miró, sorprendida de que fuera tan obtuso.
– Él la quiere, comisario. Debe usted comprenderlo.