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Habitualmente, el calor quitaba a Brunetti el apetito, pero esta noche, por primera vez desde que había cenado con Padovani, tenía hambre. Camino de casa, paró en Rialto, sorprendido al encontrar algunos puestos de fruta y verdura abiertos después de las ocho. Compró un kilo de tomates pera muy maduros, y la vendedora le dijo que los llevara con cuidado y no pusiera nada encima. En otro puesto compró un kilo de higos y oyó la misma recomendación. Afortunadamente, cada consejo estaba acompañado de una bolsa de plástico, y Brunetti llegó a casa con una bolsa en cada mano y la mercancía en perfecto estado.
Abrió todas las ventanas del apartamento, se puso un pantalón de algodón holgado y una camiseta de manga corta, y se fue a la cocina. Picó cebollas, escaldó los tomates para pelarlos con facilidad y salió a la terraza a buscar unas hojas de albahaca. Con movimientos mecánicos, sin prestar atención a lo que hacía, preparó una sencilla salsa y puso agua para cocer la pasta. Cuando el agua ya salada empezó a hervir a borbotones, echó medio paquete de penne rigatte y los removió con una cuchara.
Mientras cocinaba, pensaba en las personas que habían intervenido en los sucesos de los diez últimos días, aunque sin buscar una cohesión entre aquella pléyade de nombres y caras. Cuando estuvo hervida la pasta, la escurrió, la volcó en una fuente honda y le echó la salsa por encima. La revolvió con un cucharón y la sacó a la terraza, donde ya tenía un tenedor, una copa y una botella de Cabernet. Comió directamente de la fuente. La terraza era alta y nadie podía verlo, como no estuviera en lo alto del campanario de San Polo. Se comió toda la pasta, rebañó la salsa con un trozo de pan, llevó la fuente a la cocina y salió con un plato de higos recién lavados.
Antes de emprenderla con ellos, volvió a entrar a buscar los Anales de la Roma imperial de Tácito. Brunetti buscó el punto en que había terminado la lectura, el relato de la miríada de horrores del reinado de Tiberio, emperador al que Tácito parecía tener especial antipatía. Aquellos romanos asesinaban, traicionaban, deshonraban y se deshonraban. «Cómo se parecían a nosotros», se dijo. Prosiguió la lectura, sin descubrir algo que le hiciera cambiar de opinión, hasta que los mosquitos empezaron a atacar y le obligaron a entrar en casa. Siguió leyendo en el sofá hasta mucho después de la medianoche, sin que se le ocurriera pensar que este catálogo de crímenes y atropellos cometidos hacía dos mil años servía para distraerlo de los que se cometían ahora alrededor de él. Durmió profundamente y sin soñar, y se despertó fresco, como si creyera que la fiera y rigurosa moralidad de Tácito le ayudaría a acometer la tarea del día.
Al llegar a la questura descubrió con sorpresa que, antes de salir para Milán, Patta había encontrado tiempo para solicitar al juez de instrucción un mandamiento que les permitiría llevarse los archivos de la Lega della Moralità y de la Banca di Verona. Y, además, la orden había sido entregada aquella mañana a ambas instituciones, cuyos responsables habían prometido cumplirlas. Ambas instituciones habían manifestado que necesitarían tiempo para preparar los documentos solicitados, sin que ninguna concretara cuánto.
Las once, y Patta no había llegado. La mayoría de los funcionarios que trabajaban en la questura habían comprado el periódico aquella mañana, pero en ninguno se mencionaba el arresto de Burrasca. Esto no sorprendió a Brunetti ni al resto del personal, pero contribuyó a aumentar el interés y, ni que decir tiene, las especulaciones acerca del resultado del viaje que la víspera había hecho a Milán el vicequestore. Brunetti, situándose en un plano más elevado, se limitó a llamar a la Guardia di Finanza, para preguntar si había sido atendida su solicitud de personal especializado para revisar las cuentas de la Liga. Con sorpresa, descubrió que Luca Benedetti, el juez de instrucción, ya había llamado para pedir que los papeles fueran examinados por los de Finanza tan pronto como se recibieran.
Cuando, poco antes de la hora del almuerzo, Vianello entró en su despacho, Brunetti pensó que venía a decirle que los papeles no habían llegado o, lo que era más probable, que el banco y la Liga habían descubierto un obstáculo burocrático que retrasaría la entrega quizá indefinidamente.
– Buon giorno, comisario.
– ¿Qué hay, sargento? -preguntó Brunetti levantando la mirada de los papeles que tenía en la mesa.
– Unas personas desean hablar con usted.
– ¿Quiénes son? -preguntó Brunetti dejando el bolígrafo sobre el papel que tenía delante.
– El professore Luigi Ratti y su esposa -dijo Vianello sin más explicaciones que un escueto «de Milán».
– ¿Y puedo preguntar quiénes son el professore y su esposa?
– Son, desde hace dos años, los inquilinos de uno de los apartamentos que administra la Liga.
– Siga, Vianello -dijo Brunetti, interesado.
– El apartamento del profesor estaba en mi lista, por lo que esta mañana he ido a hablar con él. Cuando le he preguntado cómo consiguió el apartamento, me ha dicho que las decisiones de la Liga eran privadas. También le he preguntado cómo paga el alquiler y me ha respondido que ingresa mensualmente doscientas veinte mil liras en la cuenta de la Liga en la Banca di Verona. Cuando le he pedido que me dejara ver los recibos, ha dicho que no conserva ninguno.
– ¿No? -preguntó Brunetti, más interesado aún.
Como nunca se sabía si a un organismo oficial iba a darle por dudar de que se hubiera pagado una factura, liquidado un impuesto o presentado un documento, en Italia nadie tiraba documentos y, menos, los comprobantes de que se había hecho un pago. Brunetti y Paola tenían dos cajones llenos de recibos que se remontaban a una década, más tres cajas repletas de documentos en el trastero. La persona que decía que había tirado un recibo del alquiler, o estaba loca o mentía.
– ¿Dónde está situado el apartamento del profesor?
– En el Zattere, con vistas a la Giudecca -dijo Vianello, mencionando una de las zonas más codiciadas de la ciudad. Y agregó-: Calculo que tiene seis habitaciones, aunque no he pasado del recibidor.
– ¿Doscientas veinte mil liras? -preguntó Brunetti, pensando que era lo que había pagado Raffi por unos Timberland hacía un mes.
– Sí, señor.
– Haga el favor de decir al profesor y su esposa que pasen, sargento. A propósito, ¿de qué es profesor el profesor?
– Yo diría que de nada.
– Entiendo -dijo Brunetti, poniendo el capuchón al bolígrafo.
Vianello se acercó a la puerta, la abrió y retrocedió para dejar paso al profesor y a la signora Ratti.
El profesor Ratti debía de tener más de cincuenta años, pero procuraba disimularlo lo mejor que podía. A ello le ayudaban los cuidados de un peluquero que le cortaba el pelo tan corto que el gris casi se confundía con el rubio. Un traje de Gianni Versace de seda gris tórtola acentuaba su aire juvenil, al igual que la camisa de seda color burdeos con el cuello desabrochado. Los zapatos, que llevaba sin calcetines, eran del mismo tono que la camisa y estaban fabricados con un cuero trenzado que no podía proceder más que de Bottega Véneta. Alguien debía de haberle puesto en guardia contra un incipiente doble mentón, porque llevaba un foulard de seda blanca anudado bajo la barbilla y levantaba la cabeza, como si tratara de compensar el defecto de unas lentes bifocales malogradas por un óptico incompetente.
Si el profesor se mantenía a la defensiva frente a la edad, su esposa hacía una guerra sin cuartel. Su cabello guardaba un curioso parecido con la camisa del marido, y su cara tenía la tersura que sólo proporcionan una juventud pimpante o el bisturí de un buen cirujano. Era delgada como una espátula y vestía un conjunto de hilo blanco, con la chaqueta abierta para mostrar una blusa de seda verde esmeralda. Brunetti, al verlos no pudo menos que preguntarse cómo podían tener un aspecto tan pulcro y tan fresco, con aquel calor. Lo más frío de su persona eran los ojos.