La signora Ratti decidió contestar en lugar de su marido:
– Creímos que desearían conceder el apartamento a quienes supieran apreciarlo y conservarlo.
– ¿Quiere usted decir con eso que pueden ustedes cuidar un apartamento grande y apetecible mejor que la familia de un carpintero de Canareggio, por ejemplo?
– Creo que eso es evidente -respondió ella.
– ¿Y quién paga las reparaciones, si me permite la pregunta?
La signora Ratti contestó con una sonrisa:
– Hasta ahora no ha habido reparaciones.
– Pero en el contrato, si les dieron un contrato, tiene que haber una cláusula que determine quién tiene que hacerse cargo de las reparaciones.
– Ellos -dijo Ratti.
– ¿La Liga?
– Sí.
– ¿El mantenimiento no corre por cuenta de los arrendatarios?
– No.
– ¿Y ustedes lo habitan… -Brunetti se interrumpió y miró el papel, como si el número estuviera escrito en él-… unos dos meses al año? -En vista de que Ratti no contestaba, insistió-: ¿Estoy en lo cierto, professore?
– Sí -respondió el interpelado a regañadientes.
Imitando deliberadamente con el ademán al sacerdote que enseñaba el catecismo en su escuela primaria, Brunetti juntó las manos y entrelazó los dedos al pie de la hoja de papel que tenía encima de la mesa y dijo:
– Creo que ha llegado el momento de empezar a elegir, professore.
– No sé qué quiere decir.
– A ver si consigo explicarme. La primera elección consiste entre repetir esta conversación, con mis preguntas y sus respuestas, ante una grabadora o un taquígrafo. En uno u otro caso tendré que pedir a ambos que me firmen una copia de la declaración, puesto que han dicho lo mismo. -Brunetti hizo una pausa, para dejar que la idea calara-. O también podrían, y es la opción que me parece más acertada, empezar a decir la verdad.
Los dos fingieron sorpresa y la signora Ratti, además, indignación.
– En cualquier caso, lo menos que puede ocurrirles es que pierdan el apartamento, aunque quizá eso tarde algún tiempo en llegar. Pero lo perderán, seguro.
Le pareció interesante que ninguno preguntara de qué estaba hablando.
– Está claro que muchos de estos apartamentos han sido alquilados ilegalmente y que alguna persona relacionada con la Liga lleva varios años cobrando alquileres fraudulentamente. -Cuando el professore Ratti fue a protestar, Brunetti levantó una mano, la bajó y volvió a enlazarla con la otra-. Si sólo se tratara de un caso de fraude, quizá les conviniera seguir sosteniendo que no saben nada de esto. Pero, por desgracia, es algo mucho más grave que un caso de fraude.
Hizo una pausa. Por Dios que les haría cantar.
– ¿De qué se trata? -preguntó Ratti hablando con más suavidad de la que había empleado hasta ahora.
– Asesinato. Tres asesinatos, uno de ellos, el de una agente de la policía. Se lo digo para que comprendan que no tenemos intención de abandonar la investigación. Han matado a una de nuestras agentes, y vamos a descubrir quién ha sido. Y a castigarlo.
Se interrumpió, para dar efectividad a sus palabras.
– Si se empeñan en mantener esa historia sobre el apartamento, antes o después se verán implicados en un caso de asesinato.
– Nosotros no sabemos nada de un asesinato -dijo la signora Ratti con voz chillona.
– Ahora, ya lo saben, signora. Quienquiera que esté detrás del plan de alquiler de los apartamentos es el responsable de los tres asesinatos. Si se niegan a ayudarnos a descubrir quién les alquiló su apartamento y quién les cobra el alquiler todos los meses, estarán entorpeciendo una investigación de asesinato. La pena por este delito, ni que decir tiene, es mucho más severa que por encubrimiento de fraude. Y a título puramente personal quiero agregar que pienso hacer cuanto de mí dependa para asegurarme de que les es impuesta, si siguen negándose a colaborar con nosotros.
Ratti se levantó.
– Deseo hablar con mi esposa. En privado.
– No -dijo Brunetti levantando la voz por primera vez.
– Tengo derecho.
– Tiene derecho a hablar con su abogado, signor Ratti, y se lo concederé con mucho gusto. Pero usted y su esposa decidirán esa otra cuestión ahora, delante de mí.
Se estaba excediendo en sus atribuciones, pero confiaba en que los Ratti no lo supieran.
Estuvieron mirándose un rato, y Brunetti empezaba a desesperar. Pero al fin ella inclinó su cabeza color burdeos y ambos se relajaron en las sillas.
– De acuerdo -dijo Ratti-, pero deseo que quede claro que no sabemos nada de ese asesinato.
– Asesinatos -rectificó Brunetti, y vio que el plural impresionaba a Ratti.
– Hace tres años -empezó a contar Ratti-, un amigo de Milán nos dijo que conocía a alguien que seguramente podría ayudarnos a encontrar un apartamento en Venecia. Llevábamos seis meses buscando, pero era difícil encontrar algo, especialmente a distancia. -Brunetti se preguntaba si iba a tener que escuchar una retahíla de lamentaciones. Ratti, adivinando quizá su impaciencia, prosiguió-: Nos dio un número de teléfono de Venecia. Llamamos, explicamos lo que deseábamos y la persona que estaba al otro extremo del hilo nos preguntó qué clase de apartamento nos convenía y cuánto estábamos dispuestos a pagar.
Ratti hizo una pausa. ¿O punto final?
– ¿Sí? -instó Brunetti con la misma entonación que tenía el cura cuando los niños se encallaban al recitar la lección de catecismo.
– Le expliqué lo que quería y él me dijo que me llamaría al cabo de unos días. Así lo hizo, y dijo que, si veníamos a Venecia aquel fin de semana, podría enseñarnos tres apartamentos. Vinimos y nos enseñó este apartamento y otros dos.
– ¿El que los acompañó era el mismo que les había atendido por teléfono?
– No sé si era el mismo que contestó la primera vez pero era el mismo que nos llamó.
– ¿Saben quién es?
– Es el que nos cobra el alquiler, pero no sé cómo se llama.
– ¿Y cómo se hace el pago?
– Él nos llama la última semana del mes y nos dice dónde nos encontraremos. Por lo general, en un bar o, si es en verano, en las afueras.
– ¿Dónde, aquí, en Venecia, o en Milán?
– Él siempre parece saber dónde estamos -terció la mujer-. Nos llama a Venecia si estamos aquí y a Milán si estamos allí.
– ¿Y qué hacen entonces?
Ahora respondió Ratti.
– Acudo a la cita y le doy el dinero.
– ¿Cuánto?
– Dos millones y medio de liras.
– ¿Cada mes?
– Sí, aunque a veces le pago varios meses por adelantado.
– ¿Sabe quién es ese hombre? -preguntó Brunetti.
– No, pero lo he visto varias veces por la calle, aquí, en Venecia.
Brunetti se dijo que ya habría tiempo para pedir una descripción.
– ¿Y la Liga? ¿Cómo intervienen ellos en la transacción?
– Cuando dijimos al hombre que estábamos interesados en el apartamento, él dijo un precio, pero nosotros le obligamos a rebajarlo hasta los dos millones y medio -dijo Ratti sin disimular su autocomplacencia.
– ¿Y la Liga? -insistió Brunetti.
– Él nos dijo que recibiríamos los formularios de solicitud de la Liga, que los rellenáramos y los devolviéramos y que dos semanas después podríamos instalarnos.
Aquí intervino otra vez la signora Ratti.
– También nos dijo que no contáramos cómo habíamos conseguido el apartamento.