– Los cheques son de unas quinientas mil liras al mes, lo que nos da un total de casi tres millones. -Vianello preguntó, casi involuntariamente-: ¿Cómo no se les ocurrió pensar que podían descubrirlos?
Brunetti, considerando que la respuesta era obvia, preguntó a su vez:
– ¿Y qué han averiguado de los zapatos?
– Hasta ahora, nada. ¿Ha hablado con Gallo?
– Sigue en Milán, pero estoy seguro de que, si hubieran encontrado algo, Scarpa me hubiera llamado. ¿Qué hacen los de Delitos Monetarios?
Vianello se encogió de hombros.
– Están con eso desde esta mañana.
– ¿Saben lo que tienen que buscar? -preguntó Brunetti sin poder reprimir un deje de impaciencia.
– Algún indicio sobre quién lo manejaba todo, supongo.
– ¿Podría bajar a preguntarles si han encontrado algo? Si Ravanello está implicado, quiero proceder contra él lo antes posible.
– Sí, señor -dijo Vianello y salió del despacho.
Mientras esperaba el regreso del sargento, Brunetti se subió las mangas de la camisa, más para tener las manos ocupadas que por la esperanza de que ello le aliviara el calor.
Volvió a entrar Vianello, y traía la respuesta escrita en la cara.
– He hablado con su capitán. Dice que, por lo que han podido averiguar hasta ahora, el responsable era Mascari.
– ¿Qué diablos significa eso? -preguntó Brunetti con sequedad.
– Es lo que me han dicho ellos -respondió Vianello, hablando despacio, con voz sosegada. Y, después de una larga pausa, agregó-: Señor. -Permanecieron un momento en silencio-. Quizá si hablara usted con ellos directamente podría hacerse una idea más clara de lo que eso significa.
Brunetti desvió la mirada y se bajó las mangas.
– Bajemos los dos, Vianello.
Era lo más parecido a una disculpa que estaba dispuesto a ofrecer, pero Vianello pareció darse por satisfecho. Con el calor que hacía en el despacho, probablemente era lo más que iba a conseguir.
Una vez abajo, Brunetti entró en el despacho en el que trabajaban los tres hombres uniformados de gris de la Guardia di Finanza. Estaban sentados a una larga mesa cubierta de carpetas y papeles. En la mesa había dos calculadoras de bolsillo y un ordenador portátil, y delante de cada uno de estos aparatos estaba sentado un funcionario. Como concesión al calor, se habían quitado la chaqueta de lana, pero aún llevaban la corbata.
El que estaba delante del ordenador levantó la cabeza al entrar Brunetti, miró un momento por encima de las gafas y siguió tecleando. Miró la pantalla, consultó uno de los papeles que tenía al lado del teclado, pulsó varias teclas y volvió a mirar la pantalla. Tomó la hoja de encima del montón que tenía a la derecha del ordenador, la pasó a la izquierda de cara abajo y empezó a leer números de la hoja siguiente.
– ¿Quién está al mando? -preguntó Brunetti.
Un hombre bajito y pelirrojo levantó la mirada de una de las dos calculadoras y dijo:
– Un servidor. ¿El comisario Brunetti?
– El mismo -respondió Brunetti acercándose al hombre con la mano extendida.
– Capitán De Luca. -Y, en tono más familiar, mientras le estrechaba la mano, agregó-: Beniamino. -Agitó la mano sobre los papeles-. ¿Quería usted saber quién se encargaba de todo esto en el banco?
– Sí.
– En este momento, parece que lo llevaba todo un tal Mascari. Su clave figura en todas las transacciones y en muchos de los documentos que tenemos aquí se ve lo que parecen sus iniciales.
– ¿Podría ser una falsificación?
– ¿Qué quiere decir, comisario?
– Si alguien ha podido modificar esos documentos para dar la impresión de que los manejaba Mascari.
De Luca reflexionó un rato y respondió:
– Creo que sí. Si esa persona dispuso de un día o dos, pudo hacerlo. -Permaneció abstraído, como si estuviera planteándose mentalmente una fórmula algebraica-. Sí; pudo hacerlo cualquiera que conociera sus claves.
– En un banco, ¿en qué medida son secretos esos códigos de acceso?
– Yo diría que de secretos no tienen nada. Siempre hay empleados que tienen que consultar las cuentas de otros, y han de utilizar su código. Yo diría que eso sería muy fácil.
– ¿Y la contraseña de los recibos?
– Más fácil de falsificar que una firma -dijo De Luca.
– ¿Hay forma de demostrar que ha intervenido otra persona?
De Luca volvió a meditar largamente antes de contestar.
– Por lo que a las entradas en el ordenador se refiere, no la hay. Quizá se pudiera intentar con la contraseña, pero la mayoría de la gente hace un garabato difícilmente identificable, a veces, por el propio interesado.
– ¿Se podría denunciar que esas cuentas han sido falseadas?
La mirada de De Luca fue tan clara como su respuesta:
– Comisario, ningún juez admitiría esa denuncia.
– ¿Así que Mascari llevaba esas cuentas?
De Luca titubeó.
– Yo no diría tanto. Lo parece, pero es posible que las cuentas estén amañadas.
– ¿Y lo demás? ¿El proceso de selección para la adjudicación de los apartamentos?
– Oh, es evidente que para la elección de los arrendatarios de los apartamentos no regían consideraciones de carácter humanitario, y que muchos de los subsidios no se concedían a personas necesitadas.
– ¿Cómo lo sabe?
– En el primer caso, las solicitudes están todas aquí, clasificadas en dos grupos: las concedidas y las denegadas. -De Luca hizo una pausa-. No; estoy exagerando. Algunos apartamentos, buen número de ellos, fueron adjudicados a personas que parecen realmente necesitadas, pero casi una cuarta parte de las solicitudes procede de personas que ni siquiera residían en Venecia.
– ¿Y fueron atendidas? -preguntó Brunetti.
– Sí. Y eso que sus hombres aún no han comprobado toda la lista de inquilinos.
Brunetti miró a Vianello y el sargento explicó:
– Han comprobado la mitad de la lista aproximadamente, y parece que muchos de los apartamentos están alquilados a personas jóvenes que viven solas. Y que trabajan de noche.
Brunetti asintió.
– Vianello, cuando disponga del informe completo de las personas de las dos listas, pásemelo.
– Tardaremos por lo menos otros dos días, comisario.
– Lamentablemente, ya no hay prisa.
Brunetti dio las gracias a De Luca y volvió a su despacho.
Era perfecto, pensó, no dejaba nada que desear. Ravanello había aprovechado bien el fin de semana, y ahora los apuntes indicaban que Mascari manejaba las cuentas de la Liga. ¿Qué explicación más lógica podía darse de la malversación de tantos millones de la Liga, que la de que era cosa de Mascari y sus travestis? ¿Quién sabía lo que hacía mientras viajaba por asuntos del banco, qué orgías no habría montado, qué caudales no habría derrochado aquel hombre que no llamaba por teléfono a su mujer para ahorrarse la conferencia? Brunetti estaba seguro de que Malfatti estaba lejos de Venecia y tardaría en reaparecer, y no le cabía la menor duda de que en Malfatti se reconocería al hombre que cobraba los alquileres y que exigía que una parte de los cheques de beneficencia fueran para él antes que para nadie más. ¿Y Ravanello? Quedaría como el amigo íntimo que, por una lealtad mal entendida, no había revelado el secreto culpable de Mascari, ignorante de las tropelías fiscales que había cometido su amigo para pagarse sus vicios. ¿Santomauro? Sin duda, en un primer momento, tendría que soportar el ridículo cuando se supiera cómo se había dejado timar por el banquero Mascari, pero con el tiempo la opinión pública volvería a ver en él al ciudadano altruista cuya instintiva buena fe había sido traicionada por la duplicidad a la que Mascari se había dejado arrastrar por su orientación antinatural. Perfecto, absolutamente perfecto, sin la menor fisura en la que Brunetti pudiera introducir la verdad.
26
Aquella noche, ni el elevado ni el edificante empeño de Tácito procuró consuelo a Brunetti, ni el violento final de Mesalina y Agripina sirvió para vindicar la justicia. Después de leer el escalofriante relato de su más que merecida muerte, él se dijo que el mal engendrado por aquellas malvadas subsistía mucho después de su desaparición. Por fin, pasadas las dos, dejó la lectura y pasó el resto de la noche en un sueño inquieto, turbado por el recuerdo de Mascari, un hombre íntegro, vilmente eliminado, que había sufrido una muerte aún más sórdida que la de Mesalina o Agripina. También aquí sobreviviría el mal.