La mañana era asfixiante, como si sobre la ciudad pesara una maldición que la condenaba a un calor opresivo que aturdía, mientras las brisas que la habían abandonado jugaban en otros lares. Al atravesar el mercado de Rialto camino de su trabajo, Brunetti observó que muchos de los puestos no habían abierto, dejando en las ordenadas hileras unos huecos que hacían pensar en la sonrisa de un borracho desdentado. Era inútil tratar de vender hortalizas en el ferragosto: los venecianos huían de la ciudad y los turistas sólo compraban panini y acqua minerale.
Llegó temprano a la questura, no quería andar por la ciudad después de las nueve, porque el calor era aún más intenso y las calles estaban aún más llenas de turistas. No quería pensar en ellos. Hoy, no.
Estaba contrariado. No le satisfacía ni siquiera la idea de que a partir de ahora se habrían terminado los trapicheos de la Liga, ni la esperanza de que De Luca y sus hombres aún podían encontrar algún cabo suelto que condujera hasta Santomauro y Ravanello. Tampoco confiaba en localizar la procedencia del vestido y los zapatos que llevaba Mascari. Había transcurrido demasiado tiempo.
Brunetti estaba sumido en estos lúgubres pensamientos cuando Vianello entró en su despacho sin llamar y gritó:
– ¡Hemos encontrado a Malfatti!
– ¿Dónde? -preguntó Brunetti, yendo hacia él impulsado por una repentina energía.
– En San Barnaba, en casa de Luciana Vespa, su amiguita.
– ¿Cómo?
– Nos ha llamado su primo. Está en la lista. Cobra de la Liga desde hace un año.
– ¿Han hecho un trato? -preguntó Brunetti, indiferente a la ilegalidad del procedimiento.
– No, señor. Ni se ha atrevido a pedirlo. Nos ha dicho que quería colaborar.
El resoplido de Vianello indicaba la confianza que esta afirmación le merecía.
– ¿Qué ha dicho?
– Que Malfatti está allí desde hace tres días.
– ¿Está ella en la lista?
Vianello movió negativamente la cabeza.
– No; sólo la esposa. Tenemos a un hombre en el apartamento de al lado desde hace dos días, pero él no se ha presentado por su casa.
Mientras hablaban, bajaban las escaleras, hacia la oficina en la que trabajaba la sección uniformada.
– ¿Han pedido una lancha? -preguntó Brunetti.
– Está fuera. ¿A cuántos hombres quiere llevar?
Brunetti no había intervenido en ninguno de los múltiples arrestos de Malfatti, pero había leído los informes.
– Tres. Armados. Y con chalecos.
Diez minutos después, él, Vianello y los tres agentes, estos últimos bien pertrechados y ya sudando con los gruesos chalecos blindados que llevaban encima del uniforme, embarcaron en la lancha azul y blanca de la policía que, con el motor en marcha, aguardaba delante de la questura. Los tres agentes entraron en la cabina y Brunetti y Vianello se quedaron en la cubierta, tratando de captar la brisa de la marcha. El piloto los sacó al bacino de San Marcos, viró a la derecha y puso proa a la entrada del Gran Canal. A uno y otro lado desfilaban esplendores, mientras Brunetti y Vianello conversaban con las cabezas juntas, tratando de dominar con la voz el rumor del viento y el zumbido del motor. Decidieron que Brunetti subiría al apartamento y trataría de establecer contacto con Malfatti. Como no sabían nada de la mujer, ignoraban cuál podía ser su relación con Malfatti, por lo que su principal preocupación debía ser su seguridad.
Ahora empezaba a pesar a Brunetti haber traído a los hombres. Cuatro policías, tres de ellos armados hasta los dientes, apostados en las inmediaciones de un edificio, forzosamente atraerían a una nube de curiosos, y ello no dejaría de llamar la atención de los ocupantes del apartamento.
La lancha se detuvo en la parada del vaporetto de Ca'Rezzonico, y los cinco hombres desembarcaron ante la sorpresa de los que esperaban el barco número 1. Bajaron en fila india por la estrecha calle que conducía a campo San Barnaba y salieron a la plazoleta. Aunque el sol no estaba todavía en el cenit, las losas del pavimento despedían un calor que abrasaba.
El edificio que buscaban estaba al otro lado del campo, en el ángulo derecho y su puerta se encontraba justo enfrente de una de las dos enormes barcas que vendían frutas y verduras en el dique del canal que discurría por el lado del campo. A la derecha de la puerta había un restaurante que todavía no había abierto y, más allá, una librería.
– Todos ustedes -dijo Brunetti, consciente de las miradas y comentarios que la presencia de la policía y las metralletas suscitaban entre la concurrencia- entren en la librería. Vianello, usted aguarde en la puerta.
Pesadamente, dando la impresión de que eran demasiado grandes para aquella puerta, los hombres entraron en la librería. La dueña asomó la cabeza, vio a Vianello y a Brunetti y volvió a entrar sin decir nada.
En una tira de papel pegada con cinta adhesiva al lado de uno de los timbres se leía «Vespa». Brunetti llamó al timbre situado encima. Al cabo de un momento, una voz de mujer dijo por el interfono:
– ¿Sí?
– Posta, signora. Un certificado. Tiene que firmar.
La puerta crujió y Brunetti dijo a Vianello:
– Veré qué puedo averiguar sobre él. Quédese aquí abajo y mantenga a los hombres fuera de la calle.
Al ver a las tres viejas que los rodeaban a él y a Vianello, con el carrito de la compra situado al lado, lamentó aún más haber traído a los otros agentes.
Empujó la puerta y entró en el zaguán, donde lo saludó la trepidación sorda de rock a todo volumen que provenía de uno de los pisos. Si la posición de los timbres correspondía a la de los apartamentos, la signorina Vespa vivía en el primer piso y la mujer que le había abierto, en el segundo. Brunetti subió las escaleras rápidamente y cruzó ante la puerta del apartamento «Vespa», del que escapaba la estrepitosa percusión.
En lo alto del siguiente tramo de escaleras, en la puerta de un apartamento, estaba una mujer joven, con un niño apoyado en la cadera. Al ver a Brunetti, dio un paso atrás y buscó la puerta con la mano.
– Un momento, signora -dijo el comisario, parándose en la escalera, para no asustarla-. Policía.
La mirada que ahora dirigió la mujer por la escalera abajo, hacia la música que retumbaba a espaldas de Brunetti, indicó al comisario que su llegada no la sorprendía.
– Es por él, ¿verdad? -preguntó ella señalando con el mentón las estridencias que ascendían por la escalera.
– ¿Se refiere al amigo de la signorina Vespa?
– Sí, ése -dijo la mujer, escupiendo las sílabas con un encono que hizo que Brunetti se preguntara qué tropelías habría cometido Malfatti desde que estaba en el edificio.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí? -preguntó.
– No lo sé -dijo ella dando otro paso atrás hacia el apartamento-. Todo el día, desde por la mañana, tiene esa música. Y no puedo ni ir a quejarme.
– ¿Por qué no?
Ella se subió al niño un poco más arriba de la cadera, como para recordar al hombre que tenía delante que era madre.
– La última vez me dijo verdaderas barbaridades.