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– ¿Y no podría hablar con la signorina Vespa?

La forma en que ella se encogió de hombros indicaba la nula utilidad de la signorina Vespa.

– ¿No está con él?

– No sé quién está con él, ni me importa. Sólo quiero que pare la música, para que el niño pueda dormir.

Como a una señal, el niño, que estaba dormido, abrió los ojos, hizo un puchero y volvió a dormirse.

La música dio la idea a Brunetti, eso y el que la mujer ya se hubiera quejado a Malfatti.

– Signora, entre en su casa -dijo-. Ahora daré un portazo y bajaré a hablar con él. Quiero que se quede ahí dentro, lo más lejos posible de la puerta y que no salga hasta que uno de mis hombres venga a avisarle.

Ella asintió y se metió en el apartamento. Brunetti se inclinó hacia adelante, tiró del picaporte y cerró la puerta con un golpe seco, que resonó en la escalera como un disparo.

Dio media vuelta y bajó la escalera golpeando cada peldaño con tanta fuerza que sus pisadas ahogaron momentáneamente el estruendo de la música.

– Basta con quella música -vociferó, como un hombre que hubiera perdido la paciencia-. Basta de música -repitió. Cuando llegó al rellano inferior golpeó la puerta detrás de la que sonaba la música, gritando con todas sus fuerzas-: Baje esa condenada música de una vez. Mi niño no puede dormir. Bájela o llamaré a la policía.

Después de cada frase golpeaba la puerta con el puño o con el pie.

Llevaba un minuto gritando y golpeando cuando el volumen de la música bajó de pronto, aunque seguía oyéndose a través de la puerta. Él gritaba con todas sus fuerzas, como si hubiera perdido el control de los nervios.

– Paren esa música. Párenla ya, o entraré y la pararé yo.

Oyó unos pasos rápidos que se acercaban y se preparó. La puerta se abrió bruscamente y llenó el vano un hombre fornido que tenía una barra metálica en la mano. Brunetti reconoció al instante a Malfatti, por las fotos de la policía.

Con la barra hacia abajo, Malfatti dio un paso hacia adelante y se situó en el mismo umbral.

– ¿Quién diablos…? -empezó a decir, pero no pudo seguir, porque Brunetti se abalanzó sobre él y le agarró con una mano el antebrazo derecho y con la otra la pechera de la camisa, giró sobre sí mismo y empujó con todas sus fuerzas. Malfatti, desprevenido, perdió el equilibrio. Estuvo unos instantes al borde de la escalera, tratando de recuperar su posición, pero cayó rodando. Mientras caía, soltó la barra de hierro, se cubrió la cabeza con los brazos e hizo una bola con su cuerpo.

Brunetti corría tras él por la escalera abajo, llamando a gritos a Vianello, hasta que pisó la barra de hierro, resbaló y fue proyectado contra la pared. Al levantar la cabeza vio a Vianello abrir la pesada puerta de la calle, pero Malfatti ya estaba de pie y detrás de la puerta. Antes de que Brunetti pudiera gritar una advertencia, Malfatti dio un puntapié a la puerta, que golpeó a Vianello en la cara y le hizo soltar la pistola y caer hacia la estrecha calle. Entonces Malfatti abrió la puerta y desapareció por el soleado exterior.

Brunetti se puso en pie y acabó de bajar la escalera tan aprisa como podía, mientras sacaba la pistola, pero cuando llegó a la calle, Malfatti había desaparecido y Vianello yacía contra el murete del canal, con la camisa manchada de la sangre que le chorreaba de la nariz. Cuando Brunetti se inclinaba sobre él, los otros tres agentes salieron de la librería con las metralletas preparadas, pero sin nadie a quien apuntar con ellas.

27

Vianello no tenía rota la nariz, pero estaba atontado. Con ayuda de Brunetti, se puso en pie y estuvo un momento tambaleándose, mientras se limpiaba la nariz con la mano.

Acudía gente, las viejas preguntaban qué ocurría y las verduleras relataban a las clientes recién llegadas lo que habían visto. Brunetti dio media vuelta y casi tropezó con un carrito metálico lleno de hortalizas. Furioso, lo apartó de un puntapié y se acercó a dos hombres que trabajaban en el barco más próximo. Como estaban delante de la puerta, tenían que haberlo visto todo.

– ¿Por dónde se ha ido?

Los dos hombres señalaron hacia la parte baja del campo, pero luego uno indicó la dirección del puente de la Accademia y el otro, la del puente de Rialto.

Brunetti llamó con una seña a uno de los agentes, que se acercó para ayudarle a llevar a Vianello a la lancha. El sargento se desasió bruscamente y dijo que podía andar solo. Desde la cubierta de la embarcación, Brunetti dio por radio a la questura la descripción de Malfatti y ordenó que se repartieran copias de su fotografía a todos los agentes y se radiara su descripción a todas las patrullas.

Cuando los agentes hubieron embarcado, el piloto hizo retroceder la lancha hasta el Gran Canal, donde viró hacia la questura. Vianello bajó a la cabina y se sentó con la cabeza hacia atrás, para detener la hemorragia. Brunetti lo siguió.

– ¿Quiere que lo llevemos al hospital?

– Sólo ha sido un golpe -dijo Vianello-. Enseguida dejará de sangrar. -Se limpió con el pañuelo-. ¿Qué ha pasado?

– He aporreado en la puerta quejándome del ruido y, cuando ha abierto, lo he agarrado y lo he tirado por la escalera. -Vianello lo miró con sorpresa-. Es lo único que se me ha ocurrido -explicó Brunetti-. Pero no contaba con que se recuperara tan pronto.

– ¿Qué cree que hará ahora? -preguntó Vianello.

– Tratará de ponerse en contacto con Ravanello y Santomauro, imagino.

– ¿Quiere que les avisemos?

– No -respondió Brunetti rápidamente-. Pero quiero saber dónde están y qué hacen. Hay que vigilarlos.

La lancha entró en el canal que conducía a la questura, y Brunetti volvió a subir a cubierta. Cuando se acercaron al pequeño muelle, Brunetti saltó a tierra y esperó a Vianello. Entraron juntos. Los agentes de guardia no dijeron nada al ver la camisa ensangrentada del sargento, pero cuando sus compañeros desembarcaron se acercaron a preguntar qué había ocurrido.

En el segundo rellano, los dos hombres se separaron, Vianello siguió hasta el servicio que estaba al final del pasillo y Brunetti subió a su despacho. Llamó a la Banca di Verona y, dando un nombre falso, pidió que le pusieran con el signar Ravanello. Cuando el empleado le preguntó cuál era el motivo de la llamada, Brunetti explicó que tenía que dar el precio de un ordenador en el que el banco estaba interesado. El hombre le dijo que el signor Ravanello no iría al banco aquella mañana, pero que lo encontraría en su casa y, a instancias de Brunetti, le dio el número. El comisario lo marcó y comunicaba.

Buscó el número del despacho de Santomauro, marcó y, dando el mismo nombre falso, preguntó por el avvocato. La secretaria le dijo que en este momento estaba con un cliente y no podía pasarle la comunicación. Brunetti dijo que volvería a llamar y colgó.

Marcó otra vez el número de Ravanello, que seguía comunicando. Sacó la guía telefónica del cajón de abajo y buscó la dirección de Ravanello. Estaba próxima a campo San Stefano, no lejos del despacho de Santomauro. Pensó que, para ir hasta allí, Malfatti seguramente utilizaría el traghetto, la góndola pública que hacía la travesía del Gran Canal entre Ca'Rezzonico y campo San Samuele.

Volvió a marcar. El número seguía comunicando. Llamó a la central y pidió que comprobaran la línea. Al cabo de menos de un minuto le dijeron que la línea estaba abierta pero no en contacto con otro número, lo que significaba que el teléfono estaba descolgado o averiado. Incluso antes de colgar, Brunetti estaba ya pensando en el medio más rápido de llegar: lo mejor sería utilizar la lancha. Bajó al despacho de Vianello. El sargento, que llevaba una camisa limpia, levantó la cabeza al oírlo entrar.