– El teléfono de Ravanello está descolgado.
Vianello ya estaba camino de la puerta antes de que Brunetti pudiera decir más.
Juntos bajaron la escalera y salieron al calor sofocante. El piloto estaba limpiando la cubierta con la manguera, pero al verlos salir corriendo arrojó la manguera a la acera y saltó al timón.
– Campo San Stefano -gritó Brunetti-. Ponga la sirena.
Con su aullido bitonal, la lancha se apartó del muelle y nuevamente salió al bacino. Las lanchas y los vaporetti reducían la marcha para cederle el paso, sólo las elegantes góndolas negras hacían caso omiso de la señaclass="underline" la ley dispone que las lentas góndolas tienen preferencia de paso sobre todas las demás embarcaciones.
Iban en silencio. Brunetti bajó a la cabina y consultó una guía para averiguar por dónde quedaba la dirección. Estaba en lo cierto: el apartamento se hallaba frente a la iglesia que daba su nombre al campo.
Cuando se acercaban al puente de la Accademia, Brunetti subió a cubierta y dijo al piloto que desconectara la sirena. No tenía idea de qué encontrarían en San Stefano, pero no quería avisar de su llegada. El piloto hizo enmudecer la sirena y, metiendo la lancha por Rio del Orso, se acercó al embarcadero de la izquierda. Brunetti y Vianello saltaron a tierra y se dirigieron rápidamente hacia el campo. Letárgicas parejas tomaban refrescos color pastel en la terraza de un café; todos los que caminaban por el campo se movían como si acarrearan el yugo palpable del calor.
Enseguida encontraron la puerta, entre un restaurante y una tienda de papeles pintados. El timbre de Ravanello estaba arriba y a la derecha de dos hileras de nombres. Brunetti pulsó el de debajo y, al no obtener contestación, el de más abajo. Una voz preguntó quién era y al decir él «Polizia» la puerta de la calle se abrió inmediatamente.
Él y Vianello entraron en el edificio y, arriba, una voz aguda y quejumbrosa preguntó:
– ¿Cómo han llegado tan pronto?
Brunetti empezó a subir la escalera y Vianello le seguía de cerca. En el primer piso, una mujer de pelo gris, poco más alta que la barandilla sobre la que se inclinaba volvió a preguntar:
– ¿Cómo han llegado tan pronto?
Haciendo caso omiso de la pregunta, Brunetti preguntó:
– ¿Qué ocurre, signora?.
Ella se apartó de la barandilla y levantó el índice señalando hacia lo alto.
– Ahí arriba. He oído gritos en casa del signor Ravanello y he visto a alguien bajar corriendo la escalera. No me he atrevido a subir.
Brunetti y Vianello corrieron escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos, con la pistola en la mano. En el último piso bañaba el amplio descansillo la luz que salía por una puerta abierta. Brunetti se agachó y se situó al otro lado de la puerta, aunque su movimiento fue muy rápido como para que pudiera ver algo en el interior.
Miró atrás, hacia Vianello, que movió la cabeza de arriba abajo. Juntos irrumpieron en el apartamento, con el cuerpo doblado. Nada más cruzar el umbral se separaron, uno hacia cada lado, para ofrecer dos blancos distintos.
Pero Ravanello no dispararía contra ellos; les bastó una mirada para comprenderlo. Su cuerpo yacía atravesado sobre un sillón caído durante la lucha que se habría librado en esta habitación. Estaba de lado, con la cara vuelta hacia la puerta y los ojos muy abiertos, pero perdida para siempre toda curiosidad hacia estos hombres que entraban en su casa de improviso.
Ni un momento pensó Brunetti que Ravanello pudiera estar aún con vida; la postura del cuerpo y la palidez de la cara no dejaban lugar a dudas. Había muy poca sangre, esto fue lo primero que observó Brunetti. Al parecer, Ravanello había sido apuñalado dos veces, porque tenía dos manchas rojas en la chaqueta, y había sangre en el suelo, debajo del brazo, pero no la suficiente como para indicar que había muerto desangrado.
– Oh, Dio -oyó jadear a la anciana a su espalda, se volvió y la vio en la puerta, mirando a Ravanello y oprimiéndose los labios con el puño.
Brunetti dio dos pasos hacia la derecha, interponiéndose entre ella y el cadáver. La mujer lo miro hoscamente. ¿Era posible que estuviera molesta con él porque le impedía ver al muerto?
– ¿Cómo era esa persona, signora? -preguntó.
Ella desvió la mirada hacia la izquierda, pero seguía sin poder ver.
– ¿Cómo era, signora?
A su espalda oía moverse a Vianello, que iba a otra habitación, marcaba un número y, con voz suave y serena, informaba a la questura de lo sucedido y solicitaba la presencia de los funcionarios necesarios.
Brunetti avanzó hacia la mujer y, tal como él esperaba, ella retrocedió hacia la escalera.
– ¿Podría decirme exactamente qué es lo que ha visto, signora?
– Un hombre no muy alto que bajaba la escalera corriendo. Llevaba camisa blanca de manga corta.
– ¿Lo reconocería si volviera a verlo?
– Sí.
Brunetti también.
A su espalda, Vianello salió del apartamento dejando abierta la puerta.
– Ya vienen.
– Quédese aquí -dijo Brunetti yendo hacia la escalera.
– ¿Santomauro? -preguntó Vianello.
Brunetti agitó la mano en señal de que le había oído y bajó las escaleras corriendo. En la calle, giró hacia la izquierda y se dirigió rápidamente hacia campo San Angelo, después campo San Luca y el bufete del abogado.
Brunetti tenía la impresión de que pretendía avanzar contra una fuerte marea, mientras se movía por entre la muchedumbre que, a última hora de la mañana, se agolpaba delante de los escaparates, se paraba a charlar en mitad de la calle o remoloneaba frente a una tienda, para aprovechar el respiro momentáneo del aire refrigerado que escapaba del interior. Abriéndose paso con los codos y la voz, corría por la estrecha calle de la Mandorla, indiferente a las miradas de indignación y a las sarcásticas observaciones que su paso suscitaba.
Salió a la explanada de campo Manin y, a pesar de que estaba sudando por todos los poros, se mantuvo al trote, dobló por la ribera y salió a campo San Luca, muy concurrido a aquella hora del aperitivo.
La puerta de la calle estaba entornada, Brunetti entró y subió las escaleras de dos en dos. Arriba, la puerta del despacho estaba cerrada y la luz que escapaba por debajo iluminaba débilmente la escalera. Sacó la pistola, empujó la puerta y entró bruscamente saltando hacia un lado al tiempo que se agachaba, tal como había hecho al entrar en el despacho de Ravanello.
La secretaria lanzó un grito y, como un personaje de historieta, se llevó las manos a la boca, dio un salto hacia atrás, tiró la silla y cayó de espaldas.
Segundos después se abrió la puerta del despacho de Santomauro y el abogado salió en tromba. Le bastó una ojeada para hacerse cargo de la situación al ver a la secretaria, que trataba de esconderse debajo de la mesa y no podía porque su hombro chocaba con el tablero de la mesa, y a Brunetti que se ponía de pie y guardaba la pistola.
– Tranquilícese, Louisa -dijo arrodillándose al lado de la mujer-. No pasa nada, no es nada.
Ella estaba consternada, no podía hablar, ni pensar. Sollozando, se volvió hacia su jefe con las manos extendidas. Él le rodeó los hombros con un brazo y ella apoyó la cara en su pecho, hiposa. Santomauro le daba golpecitos en la espalda, hablándole con suavidad. Poco a poco, la mujer se calmó y al fin se incorporó.
– Scusi, avvocato -fue lo primero que dijo, y sus palabras pusieron punto final al incidente.
Ya en silencio, Santomauro la ayudó a ponerse de pie y la acompañó hasta una puerta del fondo. Cuando la mujer hubo salido, él miró a Brunetti.