– ¿Y bien? -dijo con voz tranquila, pero no por ello menos amenazadora.
– Ravanello ha sido asesinado -dijo Brunetti-. Pensé que usted sería el siguiente y he venido para tratar de impedirlo.
Si la noticia sorprendió a Santomauro, él no lo dejó traslucir.
– ¿Por qué? -preguntó. Como Brunetti no contestara, repitió la pregunta-: ¿Por qué tenía que ser yo el siguiente?
Brunetti no contestó.
– Le he hecho una pregunta, comisario. ¿Por qué tenía que ser yo el siguiente? ¿Por qué tendría que estar en peligro? -En vista del silencio de Brunetti, Santomauro prosiguió-: ¿Cree que estoy complicado en esto? ¿Por eso ha venido, jugando a los indios y los vaqueros y aterrorizando a mi secretaria?
– Tenía razones para creer que él vendría -explicó Brunetti.
– ¿Quién? -preguntó el abogado.
– No puedo decírselo.
Santomauro se agachó, enderezó la silla de la secretaria y la puso detrás de la mesa. Al fin miró a Brunetti y dijo:
– Márchese. Fuera de mi despacho. Pienso quejarme al Ministerio del Interior. Y enviaré copia a su superior. No tolero que me traten como a un criminal ni que asusten a mi secretaria con sus métodos de la Gestapo.
Brunetti había visto suficiente cólera en su vida y en su carrera como para comprender que aquello iba en serio. Sin decir nada, salió del despacho y bajó a campo San Luca. Le adelantaba, caminando deprisa, la gente que iba a comer a casa.
28
Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para regresar a la questura. Estaba cerca de su casa, y ahora no quería sino darse una ducha y pensar en algo que no fuera las ineludibles consecuencias de lo que acababa de ocurrir. Había irrumpido en el despacho de uno de los hombres más poderosos de la ciudad, aterrorizado a su secretaria y puesto claramente de manifiesto, con la explicación de su conducta, que lo consideraba implicado con Malfatti en hechos delictivos y en la manipulación de las cuentas de la Liga. Todos los méritos que, aunque erróneamente, Patta le había atribuido durante las últimas semanas, se desvanecerían por efecto de la protesta de un hombre de la influencia de Santomauro.
Y ahora, muerto Ravanello, se esfumaba toda esperanza de poder acusar a Santomauro, porque la única persona que podía implicar a Santomauro era Malfatti, y su culpabilidad en la muerte de Ravanello invalidaría toda acusación que pudiera hacer contra Santomauro. Sería la palabra de Malfatti contra la de Santomauro, y no había que ser un lince para ver cuál pesaría más.
Cuando Brunetti llegó a la questura observó mucha agitación. Tres agentes uniformados deliberaban en el vestíbulo, y los que hacían cola en Ufficio Stranieri intercambiaban comentarios en una confusión de lenguas.
– Ya lo han traído, comisario -dijo uno de los agentes al ver a Brunetti.
– ¿A quién? -preguntó él, tratando de no hacerse ilusiones.
– A Malfatti.
– ¿Cómo?
– Los hombres que esperaban en casa de la madre. Ha aparecido por allí hace media hora y lo han arrestado antes de que ella pudiera abrir la puerta.
– ¿Ha habido dificultades?
– Uno de los hombres que estaba allí dice que al verlos ha tratado de salir corriendo, pero cuando ha visto que eran cuatro se ha entregado.
– ¿Cuatro?
– Sí, señor. Vianello llamó para pedirnos más hombres. Llegaban en el momento en que ha aparecido Malfatti. No han tenido ni que entrar, lo han encontrado en la puerta.
– ¿Dónde está?
– Vianello lo ha llevado a un calabozo.
– Voy a verlo.
Cuando Brunetti entró en el calabozo, Malfatti reconoció en él al hombre que lo había arrojado escaleras abajo, pero no lo saludó con especial hostilidad.
Brunetti se acercó una silla de la pared y se sentó frente a Malfatti, que estaba sentado en el catre, con las piernas extendidas y la espalda apoyada en la pared. Era un hombre bajo y robusto, de pelo castaño y espeso, y facciones regulares que se olvidaban fácilmente. Más parecía un oficinista que un asesino.
– ¿Y bien? -empezó Brunetti.
– ¿Bien qué?
La voz de Malfatti era indiferente.
– ¿Prefiere la vía fácil o la vía difícil? -preguntó Brunetti tan imperturbable como los policías de la televisión.
– ¿Cuál es la vía difícil?
– Que me diga que no sabe nada de esto.
– ¿Nada de qué? -preguntó Malfatti.
Brunetti apretó los labios, levantó la mirada a la ventana y luego la bajó a Malfatti.
– ¿Cuál es la vía fácil? -preguntó Malfatti al cabo de un rato.
– Que me cuente lo que ocurrió. -Antes de que Malfatti pudiera hablar, explicó-: No me refiero al asunto de los alquileres. Eso ahora no importa y, de todos modos, ya se sabrá. Me refiero a los asesinatos. Los cuatro.
Malfatti se revolvió ligeramente en el colchón, y Brunetti tuvo la impresión de que iba a burlarse de su representación, pero no dijo nada.
– Él es un hombre respetado -prosiguió Brunetti, sin molestarse en explicar a quién se refería-. Al final todo se reducirá a elegir entre su palabra y la de él, a menos que pueda usted darnos algo que lo relacione con los asesinatos. -Aquí hizo una pausa, pero Malfatti no dijo nada-. Usted tiene una ficha muy larga -prosiguió Brunetti-. Intento de asesinato y, ahora, asesinato. -Antes de que Malfatti pudiera decir palabra, Brunetti prosiguió, en tono amigable-: No habrá ninguna dificultad para demostrar que usted ha matado a Ravanello. -En respuesta a la mirada de sorpresa de Malfatti, explicó-: La vieja lo ha visto.
Malfatti desvió la mirada.
– Y los jueces odian a la gente que mata a policías, sobre todo a mujeres policía. De modo que la condena es segura. Los jueces me pedirán parecer -prosiguió, y aquí hizo una pausa, para asegurarse la atención de Malfatti-. Y entonces yo les sugeriré Porto Azzurro. -Todos los delincuentes conocían el nombre de esta cárcel, la peor de Italia, de la que nadie había escapado, y ni siquiera un criminal tan curtido como Malfatti pudo disimular la impresión. Brunetti esperó y, en vista de que Malfatti no decía nada, agregó-: Dicen que no se sabe qué es más grande, si los gatos o las ratas.
Volvió a esperar.
– ¿Y si hablo? -preguntó Malfatti al fin.
– Entonces recomendaré a los jueces que lo tomen en consideración.
– ¿Y nada más?
– Nada más.
También Brunetti odiaba a los que mataban a policías.
Malfatti tardó sólo un momento en decidirse.
– Va bene -dijo-. Pero que conste en el informe que me he ofrecido a colaborar, quiero que pongan que, tan pronto como me arrestaron, me ofrecí a contárselo todo.
Brunetti se levantó.
– Voy a llamar para que le tomen declaración -dijo acercándose a la puerta del calabozo. Desde allí hizo una seña a un joven que estaba sentado a un escritorio a un extremo del pasillo y éste acudió al calabozo con una grabadora y un bloc.
Cuando estuvieron preparados, Brunetti dijo:
– Nombre, fecha de nacimiento y domicilio actual.
– Malfatti, Pietro. Veintiocho de septiembre de mil novecientos sesenta y dos. Castello, dos mil trescientos dieciséis.
Estuvo hablando una hora sin que su voz denotara en ningún momento más emoción que al contestar a este primer requerimiento, a pesar del creciente horror del relato.
La idea pudo haber partido de Ravanello o de Santomauro, Malfatti no lo había preguntado porque no le interesaba. Habían conseguido su nombre de los hombres de via Cappuccina y se habían puesto en contacto con él para preguntarle si estaría dispuesto a hacer los cobros mensuales a cambio de un porcentaje de los beneficios. Él no había titubeado en aceptar la oferta, su única duda se refería al porcentaje. Habían accedido a darle el doce, pero Malfatti había tenido que regatear casi una hora para hacerles subir a tanto.