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– ¿Y el dinero? -preguntó Brunetti.

– ¿Qué? -dijo Malfatti, sorprendido por este brusco cambio de rumbo.

– El dinero. El dinero de todos esos alquileres.

– El mío lo gastaba. Me lo gastaba cada mes. Pero no era nada comparado con lo que sacaban ellos.

– ¿Cuánto sacaba usted?

– De nueve a diez millones.

– ¿Sabe lo que hacían ellos?

Malfatti reflexionó, como si nunca se le hubiera ocurrido pensarlo.

– Supongo que Santomauro debía de gastarse buena parte del suyo en chicos. Ravanello, no sé. Parecía una de esas personas que hacen inversiones.

El tono de Malfatti convirtió esta práctica en una obscenidad.

– ¿Tiene algo más que decir sobre esto o sobre su implicación con esos hombres?

– Sólo que la idea de matar a Mascari fue suya, no mía. Yo sólo les ayudé, pero la idea fue suya. Yo no tenía mucho que perder si se descubría lo de los alquileres, de modo que no tenía por qué matarlo.

Estaba claro que, de haber creído que tenía algo que perder, no hubiera vacilado en matar a Mascari, pero Brunetti no dijo nada.

– Eso es todo -dijo Malfatti.

Brunetti se levantó e hizo una seña al agente para que le siguiera.

– Lo haré pasar a máquina para que pueda firmarlo.

– No hay prisa -dijo Malfatti riendo-. No pienso ir a ninguna parte.

29

Una hora después, Brunetti bajó tres ejemplares de la declaración mecanografiada a Malfatti, que firmó sin leer.

– ¿No quiere saber lo que firma? -preguntó Brunetti.

– No importa -dijo Malfatti, sin levantarse del catre. Señaló el papel con la pluma que Brunetti le había dado-. Además, nadie se lo va a creer.

Lo mismo pensaba Brunetti, por lo que no discutió.

– ¿Y ahora qué pasará? -preguntó Malfatti.

– Habrá una vista previa dentro de unos días y el magistrado decidirá si se le concede la libertad bajo fianza.

– ¿Le preguntará su opinión?

– Probablemente.

– ¿Y…?

– Me pronunciaré en contra.

Malfatti pasó los dedos a lo largo de la pluma, la hizo girar y la devolvió a Brunetti.

– ¿Avisarán a mi madre?

– Me encargaré de que la llamen.

Malfatti se encogió de hombros dándose por enterado, apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

Brunetti salió de la celda y subió los dos pisos hasta el antedespacho de la signorina Elettra. Hoy vestía de un rojo que rara vez se ve fuera de los límites del Vaticano, y que a Brunetti le pareció excesivamente chillón y que desentonaba con su estado de ánimo. Ella sonrió y eso mitigó un poco su mal humor.

– ¿Está? -preguntó Brunetti.

– Llegó hace una hora, pero está hablando por teléfono y me ha dicho que no le interrumpiera por nada.

Brunetti lo prefería; no quería estar con Patta mientras leía la confesión de Malfatti. Puso un ejemplar encima del escritorio.

– ¿Será tan amable de darle esto cuando acabe de hablar?

– ¿Malfatti? -preguntó ella, mirando los papeles con franca curiosidad.

– Sí.

– ¿Dónde estará usted?

De pronto, al oír la pregunta, Brunetti se dio cuenta de que había perdido la noción del tiempo. Miró el reloj, vio que eran las cinco, pero la hora no significaba nada. No tenía hambre, sólo sed y estaba deprimido y exhausto. Al pensar en cómo reaccionaría Patta sintió que le aumentaba la sed.

– Iré a beber algo y luego estaré en mi despacho.

Dio media vuelta y se fue; no importaba si ella leía la confesión o no; en aquel momento no sentía más que la sed, el calor y la rugosidad de la piel, por la sal que había dejado en ella el sudor evaporado a lo largo del día. Se llevó el dorso de la mano a los labios y casi paladeó con fruición su sabor amargo.

Una hora después, iba al despacho de Patta, llamado por su jefe. Detrás de la mesa encontró al antiguo Patta, que parecía haber rejuvenecido cinco años y engordado cinco kilos en una noche.

– Siéntese, Brunetti -dijo Patta, que golpeó la mesa con el canto de las seis hojas, apilándolas con cuidado-. Acabo de leer esto. -Miró a Brunetti y dejó los papeles en la mesa-. Yo le creo.

Brunetti procuró no exteriorizar emoción. La esposa de Patta tenía cierta relación con la Liga y Santomauro era una figura de importancia política en una ciudad en la que Patta aspiraba a conquistar poder. Brunetti comprendía que la conversación que iba a mantener con Patta no giraría en torno a la justicia ni la ley. No dijo nada.

– Pero dudo que alguien más lo crea -prosiguió Patta, empezando a marcar el rumbo a Brunetti. Cuando comprendió que su subordinado no iba a hacer comentarios, agregó-: He recibido numerosas llamadas esta tarde.

Era superfluo preguntar si una había sido de Santomauro, y Brunetti no preguntó.

– No sólo me ha llamado el avvocato Santomauro sino que también he mantenido largas conversaciones con dos concejales, amigos y compañeros políticos del avvocato. -Patta se arrellanó en el sillón y puso una pierna encima de la otra. Brunetti vio la reluciente puntera de un zapato y la franja de un fino calcetín azul. Miró a Patta a la cara-. Lo dicho, nadie va a creer a este hombre.

– ¿Aunque diga la verdad? -preguntó Brunetti al fin.

– Aunque diga la verdad. En esta ciudad nadie va a creer que Santomauro sea capaz de cometer los actos de los que este hombre le acusa.

– Usted no parece tener dificultad en creerlo, vicequestore.

– A mí no puede considerárseme un testigo imparcial en lo que atañe al signor Santomauro -dijo Patta, dejando caer delante de Brunetti, con la misma naturalidad con que había puesto los papeles en la mesa, el primer indicio de poseer un autoconocimiento insospechado.

– ¿Qué le ha dicho Santomauro? -preguntó Brunetti, a pesar de que ya lo sabía.

– Estoy seguro de que usted ya se lo imagina -dijo Patta, sorprendiendo a Brunetti por segunda vez en menos de un minuto-. Que Malfatti pretende repartir la culpa para rehuir su responsabilidad. Que el examen de las cuentas del banco nos demostrará que todo fue cosa de Ravanello. Que no hay ni la menor prueba de que él, Santomauro, estuviera involucrado ni en la duplicidad de los alquileres ni en la muerte de Mascari.

– ¿Ha dicho algo de las otras muertes?

– ¿Crespo?

– Sí, y Maria Nardi.

– Ni palabra. Y nada lo relaciona con la de Ravanello.

– Tenemos la declaración de la mujer que vio a Malfatti bajar la escalera de casa de Ravanello.

– Ya. -Patta descruzó las piernas y se inclinó hacia adelante. Puso la mano derecha encima de la confesión de Malfatti-. Esto no tiene ningún valor -dijo, tal como Brunetti esperaba-. Puede tratar de utilizarlo en el juicio, pero dudo de que los jueces le crean. Más le valdría presentarlo como instrumento en manos de Ravanello.

Probablemente, tenía razón. No existía el juez que pudiera ver en Malfatti al cerebro de la operación. Pero el juez capaz de atribuir a Santomauro algún papel en ella, no sólo no existía sino que ni se concebía.

– ¿Entonces no va usted a hacer nada? -preguntó Brunetti, señalando los papeles de encima de la mesa con un movimiento del mentón.

– Nada, a no ser que a usted se le ocurra algo que hacer -dijo Patta, y Brunetti trató en vano de detectar sarcasmo en su voz.

– No.

– No podemos tocarlo -dijo Patta-. Lo conozco. Es precavido, no se habrá dejado ver por las personas que están metidas en esto.

– ¿Y los chicos de via Cappuccina?

Patta apretó los labios con repugnancia.

– Sus relaciones con esas criaturas son puramente circunstanciales. El juez no aceptaría pruebas a ese respecto. Su conducta, por execrable que sea, es cuestión personal.