Brunetti examinaba las posibilidades: si podía conseguir que un número suficiente de los travestis que tenían alquilados apartamentos a la Liga declararan que Santomauro había utilizado sus servicios, o si conseguía encontrar al hombre que estaba en el apartamento de Crespo cuando fue a verlo, o si existían pruebas de que Santomauro había entrevistado a alguno de los inquilinos que pagaban doble alquiler…
– No hay pruebas, Brunetti -dijo Patta, cortando sus especulaciones-. Sólo tenemos la palabra de un asesino confeso. -Patta golpeó los papeles-. Habla de los asesinatos como el que habla de salir a comprar un paquete de cigarrillos. Cuando acuse a Santomauro no le creerá nadie. Nadie.
De pronto, Brunetti se sintió exhausto. Le lloraban los ojos y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantenerlos abiertos. Rozó el derecho con la yema del dedo, como para quitarse una mota, cerró los dos unos segundos y se frotó los párpados. Cuando abrió los ojos vio que Patta lo miraba de un modo extraño.
– Me parece que debería irse a casa, Brunetti. No se puede hacer nada más en este asunto.
Brunetti se puso en pie, asintió y salió. Se fue a casa directamente, sin pasar por su propio despacho. Al entrar en el apartamento descolgó el teléfono, tomó una ducha larga y caliente, comió un kilo de melocotones y se metió en la cama.
30
Brunetti durmió doce horas seguidas, profundamente y sin soñar, y despertó fresco y despejado. Las sábanas estaban empapadas, aunque él no se había dado cuenta de que sudaba. En la cocina, mientras llenaba la cafetera, vio que tres de los melocotones que había dejado en el frutero la noche antes estaban cubiertos de pelusa verde. Los echó al cubo de la basura que tenía debajo del fregadero, se lavó las manos y puso el café en el fogón.
Cada vez que sus pensamientos derivaban hacia Santomauro o la confesión de Malfatti, él los ahuyentaba y se esforzaba por concentrarse en el próximo fin de semana, que estaba decidido a pasar en las montañas, con Paola. Se preguntó por qué no le habría llamado la víspera por la noche, y sintió que le invadía la autocompasión: él, ahogándose en este calor maloliente y ella, retozando en las montañas como una cordera. Pero entonces recordó que había descolgado el teléfono y tuvo una punzada de remordimiento. La echaba de menos. Los echaba de menos a todos. Se reuniría con ellos lo antes posible.
Animado por este propósito, fue a la questura, donde leyó la información del arresto de Malfatti, que aparecía en los periódicos, todos los cuales citaban al vicequestore Giuseppe Patta como fuente de información, quien, se informaba, había «supervisado el arresto» y «obtenido la confesión de Malfatti». Los periódicos atribuían la responsabilidad del último escándalo de la Banca di Verona a Ravanello, su recién nombrado director y no dejaban lugar a duda de que él había sido responsable del asesinato de su antecesor antes de ser él mismo víctima de Malfatti, su malvado cómplice. A Santomauro lo mencionaba únicamente el Corriere della Sera, citando sus protestas de indignación y su pesar por el abuso de que habían sido objeto los altruistas fines y los nobles principios de la organización a la que él se honraba en servir.
Brunetti llamó a Paola y, aunque sabía que la respuesta sería «no», le preguntó si había leído los periódicos. Cuando su esposa le preguntó qué hubiera tenido que leer, él le dijo tan sólo que el caso estaba aclarado y que ya se lo contaría al llegar. Tal como esperaba, ella le pidió que le dijera algo más, y él respondió que eso podía esperar. Ella no insistió y él se sintió molesto por su falta de perseverancia. Al fin y al cabo, este caso había estado a punto de costarle la vida.
Brunetti pasó el resto de la mañana preparando un informe de cinco páginas, en el que manifestaba su convencimiento de que Malfatti decía la verdad en su confesión y hacía un relato pormenorizado y razonado de todo lo sucedido, desde el descubrimiento del cadáver de Mascari hasta el arresto de Malfatti. Después del almuerzo, leyó dos veces el informe, y tuvo que reconocer que todo se basaba en meras sospechas, que no tenía ninguna prueba tangible que asociara a Santomauro con los delitos y que nadie creería que un hombre como Santomauro, que contemplaba el mundo desde las empíreas alturas de los principios morales de la Liga, pudiera estar mezclado en unos hechos violentos, provocados por la vil codicia y la lascivia. A pesar de todo, lo pasó a máquina, utilizando la Olivetti Standard que tenía en una mesita en un rincón del despacho. Al contemplar las páginas moteadas con las pintas blancas del líquido corrector, se preguntó si no iría siendo hora de solicitar un ordenador, y se puso a pensar en dónde lo colocaría y en si le concederían una impresora o tendría que imprimir sus escritos en la oficina general, idea que no le seducía.
Mientras sopesaba los pros y los contras del ordenador, Vianello llamó a la puerta y entró seguido de un hombre bajo, muy bronceado, con un traje de algodón arrugado.
– Comisario -empezó el sargento en el tono formal que adoptaba cuando se dirigía a Brunetti en presencia de extraños-, permita que le presente a Luciano Gravi.
Brunetti se acercó a Gravi y extendió la mano.
– Mucho gusto, signor Gravi. ¿En qué puedo servirle?
Condujo al hombre hasta su mesa y señaló la silla situada frente a ella. Gravi paseó la mirada por el despacho y se sentó. Vianello se sentó al lado del visitante y esperó a que éste hablara. En vista de que el hombre no decía nada, empezó él.
– Comisario, el signor Gravi tiene una zapatería en Chioggia.
Brunetti miró al hombre con interés. Una zapatería.
Vianello miró a Gravi y con la mano lo invitó a hablar.
– Acabo de volver de vacaciones -dijo Gravi dirigiéndose a Vianello, pero cuando éste miró hacia Brunetti, también él se volvió hacia el comisario-. He estado en Puglia dos semanas. No vale la pena abrir durante el ferragosto. Nadie compra zapatos. Demasiado calor. Así que todos los años cerramos la tienda tres semanas y mi mujer y yo nos vamos de vacaciones.
– ¿Y acaban de regresar?
– Bien, regresamos hace dos días, pero no fui a la tienda hasta ayer. Y entonces encontré la postal.
– ¿Una postal, signor Gravi? -preguntó Brunetti.
– De la dependienta de la tienda. Está en Noruega, con su novio, de vacaciones. Creo que él trabaja para ustedes, Giorgio Miotti. -Brunetti asintió; conocía a Miotti-. Bueno, pues, como le decía, están en Noruega, y ella me escribió que la policía estaba interesada en un par de zapatos rojos. -Se volvió otra vez hacia Vianello-. No sé de qué estarían hablando, para que ella pensara en eso, pero al pie de la postal escribía que Giorgio decía que ustedes buscaban a alguien que hubiera comprado un par de zapatos de mujer de raso rojo, de número grande.
Brunetti se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y tuvo que hacer un esfuerzo para relajarse y exhalar el aire.
– ¿Y vendió usted esos zapatos, signor Gravi?
– Sí; vendí un par hará cosa de un mes. A un hombre. -Se interrumpió, esperando que los policías expresaran su extrañeza ante la circunstancia de que un hombre comprara unos zapatos semejantes.
– ¿Un hombre? -preguntó Brunetti, complaciente.
– Sí; dijo que los quería para carnaval. Pero aún faltan muchos meses para carnaval. Me pareció extraño, pero me alegré de venderlos porque uno tenía el raso un poco roto, en el tacón. Me parece que el izquierdo. De todos modos, estaban de oferta, y él se los quedó. Cincuenta y nueve mil liras, antes estaban a ciento veinte. Una ganga.
– Estoy seguro de ello, signor Gravi -convino Brunetti-. ¿Reconocería los zapatos si volviera a verlos?
– Creo que sí. Escribí el precio en la suela. Quizá aún esté.