Выбрать главу

– ¿Qué hay de la ropa? -preguntó el comisario.

– Vestido rojo, de fibra sintética, barato. Zapatos rojos, recién estrenados, del número cuarenta y uno. Los haré examinar, para ver si damos con el fabricante.

– ¿Tenemos fotos? -preguntó Brunetti.

– No estarán listas hasta mañana por la mañana, pero a juzgar por los informes de los agentes que lo trajeron, quizá prefiera no verlas.

– ¿Tan mal estaba? -preguntó Brunetti.

– El que lo hizo debía de odiarlo mucho o estar fuera de sí. No le queda nariz.

– ¿Mandará hacer un dibujo?

– Sí, señor, pero será pura especulación. El dibujante no podrá guiarse más que por la forma de la cara y el color de los ojos. Y el pelo. -Gallo hizo una pausa y agregó-: Pelo muy fino, con una calva de tamaño más que regular, por lo que supongo que debía de llevar peluca, cuando, bueno, cuando trabajaba.

– ¿Han encontrado la peluca? -preguntó Brunetti.

– No, señor. Y parece que lo mataron en otro sitio y luego lo trasladaron.

– ¿Pisadas?

– Sí, señor. Los del equipo técnico dicen que encontraron una serie que iba hacia las matas y otra serie que volvía.

– ¿Más hondas las que iban?

– Sí, señor.

– Así que lo llevaron hasta allí y lo tiraron entre la maleza. ¿De dónde procedían las huellas?

– Hay una carretera estrecha que discurre por el borde del campo que hay detrás del matadero. Parece que venían de allí.

– ¿Algo en la carretera?

– Nada. Hace semanas que no llueve, por lo que un coche y hasta un camión hubiera podido parar allí sin dejar señales. Sólo tenemos las pisadas. De hombre. Número cuarenta y tres.

Era el de Brunetti.

– ¿Tienen una lista de travestis?

– Sólo de los que han tenido algún percance.

– ¿Qué clase de percances suelen tener?

– Lo de siempre. Drogas. Reyertas entre ellos. De vez en cuando, uno se pelea con algún cliente. Generalmente, por dinero. Pero ninguno ha estado involucrado en nada serio.

– Y las peleas, ¿son violentas?

– Nada comparable a esto. Ni mucho menos.

– ¿Cuántos puede haber?

– Tenemos fichados a unos treinta, pero supongo que son sólo una pequeña parte. Muchos son de Pordenone o de Padua. Parece que allí marcha muy bien el negocio.

La primera era la ciudad importante más próxima a instalaciones militares norteamericanas e italianas. Esto hacía de Pordenone un lugar propicio. Pero, ¿Padua? ¿La universidad? Mucho tenían que haber cambiado las cosas desde que Brunetti se había licenciado en derecho.

– Me gustaría mirar esas fichas esta noche. ¿Puede pedir que me hagan fotocopias?

– Ya están hechas -dijo Gallo entregándole una gruesa carpeta azul que tenía encima de la mesa.

Al tomar la carpeta de manos del sargento, Brunetti descubrió que incluso allí, en Mestre, a menos de veinte kilómetros de su casa, con toda probabilidad lo tratarían como a un forastero, de modo que buscó un común denominador que le permitiera encajar en una unidad operativa, dejar de ser el comisario que viene de fuera.

– Pero usted es veneciano, ¿verdad, sargento? -Gallo asintió y Brunetti agregó-: ¿Castello?

Gallo volvió a mover la cabeza afirmativamente pero ahora con una sonrisa, como si supiera que su acento lo delataría dondequiera que fuese.

– ¿Y qué hace aquí, en Mestre? -preguntó Brunetti.

– Ya sabe lo que ocurre, comisario. Me cansé de buscar apartamento en Venecia. Mi mujer y yo estuvimos dos años buscando, pero es imposible. Nadie quiere alquilar a un veneciano, tienen miedo de que no te marches nunca. Y, si quieres comprar… cinco millones el metro cuadrado. ¿Quién puede pagar eso? Así que nos vinimos aquí.

– Parece que le pesa, sargento.

Gallo se encogió de hombros. Su caso no era único. Muchos venecianos tenían que abandonar la ciudad a causa de los astronómicos alquileres y los precios de las viviendas.

– Siempre es duro tener que marcharse de casa, comisario -dijo, pero a Brunetti le pareció que ahora su voz ya tenía un acento más cálido.

Volviendo al caso que les ocupaba, Brunetti preguntó, golpeando la carpeta con el índice:

– ¿Hay aquí alguien en quien ellos tengan confianza?

– Teníamos a un agente, Benvenuti, pero se retiró el año pasado.

– ¿Nadie más?

– No, señor. -Gallo se quedó en suspenso, como si no acabara de decidirse a decir lo que pensaba-. Me parece que muchos de los agentes jóvenes… en fin, me parece que no se toman en serio a esos chicos.

– ¿Qué le hace decir eso, sargento Gallo?

– Si alguno hace una denuncia, porque un cliente le ha golpeado, no porque no le haya pagado, que eso es algo sobre lo que la policía no tiene control, bien, ningún agente quiere ser enviado a investigar, aunque tengamos el nombre del que lo ha hecho. Y, si van a interrogarlo, generalmente la cosa no pasa de ahí.

– Esa misma impresión, incluso más acentuada, me dio el sargento Buffo -dijo Brunetti.

Al oír el nombre, Gallo apretó los labios, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Y qué hay de las mujeres? -preguntó Brunetti.

– ¿Las prostitutas?

– Sí. ¿Hay mucho contacto entre ellas y los travestis?

– Nunca ha habido problemas, que yo sepa, pero no tengo idea de cómo se llevan entre ellos. No creo que exista competencia por la clientela, si es eso lo que quiere decir.

Brunetti no estaba seguro de lo que había querido decir, y comprendió que sus preguntas no tendrían un objetivo claro hasta que leyera las fichas de la carpeta azul o hasta que alguien pudiera identificar al muerto. Mientras tanto, no podría hablarse de móvil ni tratar de comprender lo sucedido.

El comisario se levantó y miró su reloj.

– Me gustaría que su conductor fuera a recogerme mañana por la mañana a las ocho y media. Y, a ser posible, que el dibujante ya tuviera el boceto terminado. Tan pronto como puedan disponer de él, si es posible, esta misma noche, que por lo menos dos agentes empiecen a enseñarlo a los travestis y les pregunten si saben quién era o si tienen noticia de que ha desaparecido alguien de Pordenone o de Padua. Que pregunten a las prostitutas si también los travestis trabajan en la zona en la que se encontró el cadáver o si alguna vez han visto a alguno por allí. -Tomó la carpeta-. Esta noche repasaré las fichas.

Gallo había ido anotando las instrucciones de Brunetti y ahora se levantó y fue con él hasta la puerta.

– Hasta mañana, comisario. -Volvió al escritorio y alargó la mano hacia el teléfono-. Abajo encontrará al conductor que le llevará a piazzale Roma.

Mientras el coche de la policía iba por el paso elevado camino de Venecia, Brunetti miraba hacia la derecha, a las nubes de humo gris, blanco, verde y amarillo que brotaba del bosque de chimeneas de Marghera. En todo lo que alcanzaba la mirada se extendía sobre el vasto polígono industrial una capa de humo que los rayos del sol poniente convertían en una radiante visión del siglo próximo. Deprimido por la idea, volvió la mirada hacia Murano y la lejana torre de la basílica de Torcello, donde, según algunos historiadores, empezó a germinar la idea de Venecia hacía más de mil años, cuando los habitantes de la costa se desplazaron hacia las marismas huyendo de los hunos invasores.

El conductor hizo un rápido viraje para sortear una enorme autocaravana con matrícula alemana que les había cortado el paso al salir del aparcamiento de Tronchetto, lo que hizo volver al presente a Brunetti. Otra vez los hunos, y ahora no había adonde escapar.

Desde piazzale Roma, Brunetti fue a su casa andando, sin fijarse por dónde iba ni con quién se cruzaba. No podía dejar de pensar en aquel sórdido descampado, en las moscas que zumbaban en torno al matorral donde había estado el cadáver. Mañana iría a verlo, hablaría con el forense y trataría de descubrir qué secretos podía revelar aquel cuerpo desfigurado.