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– No es probable.

– ¿Qué quieres que haga?

– Las reservas del hotel están hechas, los niños están ilusionados. Lo están esperando desde que acabó el colegio.

– ¿Qué quieres que haga? -repitió ella. Una vez, hacía unos ocho años, él había conseguido rehuir una pregunta de su mujer. Hasta el día siguiente.

– Quiero que tú y los niños vayáis a la montaña. Si termino pronto, me reuniré con vosotros. De todos modos, intentaré ir el fin de semana.

– Preferiría tenerte allí, Guido. No quiero pasar las vacaciones sola.

– Tendrás a los niños.

Paola no se dignó otorgar una réplica racional. Tomó la fuente de la ensalada y fue hacia él.

– Vamos a ver si Chiara ha puesto la mesa.

5

Aquella noche, antes de acostarse, Brunetti repasó los expedientes y en ellos encontró el reflejo de un mundo que quizá sabía que existía pero del que no conocía aspectos ni detalles concretos. Que él supiera, en Venecia no había travestis que se dedicaran a la prostitución. Pero había, por lo menos, un transexual, y Brunetti sabía de su existencia sólo porque en una ocasión tuvo que firmar un certificado en el que se hacía constar que Emilio Mercato no tenía antecedentes penales, requisito exigido para que en la carta d'identità pudieran hacerse las modificaciones correspondientes a los cambios que ya se habían efectuado en el cuerpo del interesado, sustituyendo Emilio por Emilia y hembra por varón. Él no concebía qué instintos o pasiones podían impulsar a una persona a dar ese paso irreversible, pero recordaba que se había sentido impresionado y conmovido por una emoción que había preferido no analizar, por aquella sustitución de una sola letra en un documento oficiaclass="underline" Emilio, Emilia.

Los hombres de los expedientes no se dejaban arrastrar por tales cavilaciones y se conformaban con transformar sólo su aspecto: cara, ropa, maquillaje, porte y gesto. Algunas de las fotos de las fichas daban testimonio de la habilidad con que se había operado la metamorfosis. De la mitad, Brunetti nunca hubiera dicho que fueran hombres, a pesar de que le constaba que lo eran. La suavidad del cutis y la delicadeza del corte de cara no tenían nada de masculino; incluso frente a las violentas luces y el objetivo inclemente de la cámara de la policía, muchos parecían mujeres hermosas, y Brunetti buscaba en vano una sombra de barba, un mentón acusado, algo que denotara su condición de hombres.

Sentada en la cama a su lado, Paola repasaba las hojas que él le iba pasando, fotos, declaraciones, el informe de un arresto por venta de droga… y le devolvía los papeles sin comentarios.

– ¿Qué piensas? -preguntó Brunetti.

– ¿De qué?

– De esto. -Él levantó el expediente que tenía en la mano-. ¿No te parecen extraños estos hombres?

Ella le miró largamente y, según intuyó él, con aversión.

– Más extraños me parecen los hombres que los utilizan.

– ¿Por qué?

Señalando la carpeta, Paola dijo:

– Estos hombres, por lo menos, no se engañan sobre lo que hacen. Sus clientes, sí.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos, Guido. Piénsalo. Estos hombres cobran por follar o por dejarse follar, según las preferencias del que paga. Pero, para conseguir clientes, tienen que vestirse de mujer. Piénsalo un momento. Piensa en la hipocresía, en la necesidad de engañarse a sí mismos. Así, al día siguiente pueden decirse: «Gesu Bambino, no sospechaba que fuera un hombre hasta que ya era tarde», o «En fin, aunque el otro fuera un hombre, yo fui el que la metió». Así quedan como hombres, como machos, y no tienen que reconocer que prefieren acostarse con hombres, para no tener que dudar de su virilidad. -Le miró fijamente-. A veces, Guido, tengo la impresión de que hay muchas cosas en las que no te molestas en pensar.

Lo cual, traducido libremente, solía significar que él no veía las cosas lo mismo que ella. Pero esta vez Paola tenía razón; él nunca había pensado en eso. Tan pronto como Brunetti había descubierto a la mujer, había quedado cautivado, y no concebía una atracción sexual que no partiera de ella. Al crecer, dio por descontado que a todos los hombres les ocurría poco más o menos lo mismo; cuando descubrió que no era así, estaba tan íntimamente convencido de dónde se hallaba su placer que no pudo aceptar la posible alternativa más que en un plano puramente teórico.

Entonces recordó algo que Paola le había dicho cuando empezaban a salir, algo en lo que él no se había fijado: que los italianos se tocaban mucho los genitales, manoseándolos, casi acariciándolos. Él, al oírlo, se rió con incredulidad y desdén, pero a partir del día siguiente empezó a fijarse y, antes de una semana reconocía que ella tenía razón. Al cabo de otra semana, estaba impresionado, casi abrumado, por la frecuencia con que, yendo por la calle, observaba que los hombres bajaban la mano para darse una palmadita inquisitiva y tranquilizadora, como si temieran que pudieran habérseles caído. Un día, mientras paseaban, Paola se paró bruscamente y le preguntó en qué pensaba y, al darse cuenta de que ella era la única persona del mundo a la que podría decir sin vacilar qué pensaba en aquel momento, acabó por descubrir, si otras mil cosas no se lo habían hecho comprender ya, que ella era la mujer con la que quería casarse, con la que tenía que casarse, con la que iba a casarse.

Amar a una mujer, desear a una mujer le parecía entonces algo absolutamente natural, y ahora seguía pareciéndoselo. Pero los hombres de aquella carpeta, por razones que él podía conocer pero que nunca llegaría a comprender, se habían apartado de las mujeres y buscaban el físico de otros hombres. Lo hacían por dinero, por droga o, sin duda, a veces, también por amor. ¿En qué terrible abrazo de odio había encontrado uno de ellos aquel violento final. ¿Y por qué razón?

Paola dormía plácidamente a su lado: una forma de curvas suaves que hacía las delicias de su corazón. Dejó la carpeta en la mesa de al lado de la cama, apagó la luz, rodeó con el brazo el hombro de Paola y le dio un beso en la nuca. Aún estaba salada. Se durmió enseguida.

Cuando Brunetti llegó a la questura de Mestre a la mañana siguiente encontró al sargento Gallo en su despacho, con otra carpeta azul en la mano. Brunetti se sentó, el policía le pasó la carpeta y Brunetti vio por primera vez la cara del hombre asesinado. En la parte de arriba estaba el retrato hecho por el dibujante y, debajo, las fotos de la cara destrozada que habían servido al artista para su reconstrucción.

Imposible calcular el número de golpes que había recibido. Tal como Gallo había dicho la noche antes, la nariz había desaparecido, literalmente incrustada en la cabeza por un golpe brutal. Un pómulo estaba hundido y en su lugar había un profundo surco. Las fotos de la parte posterior de la cabeza mostraban una violencia similar, pero éstos eran golpes que, más que desfigurar, mataban.

Brunetti cerró la carpeta y la devolvió a Gallo.

– ¿Han hecho copias del retrato?

– Sí, señor, tenemos un buen montón, pero no nos han entregado el retrato hasta hace media hora, y los hombres aún no lo han sacado a la calle.

– ¿Y las huellas dactilares?

– Sacamos una serie y las enviamos a Roma y a la Interpol de Ginebra; pero ya sabe usted cómo es esa gente.

Brunetti sabía que Roma podía tardar varias semanas en analizar unas huellas. Generalmente, la Interpol era un poco más rápida.

Brunetti golpeó la carpeta con el índice.

– La cara está muy machacada, ¿verdad?

Gallo asintió, pero no dijo nada. En el pasado había tratado con el vicequestore Patta, aunque sólo por teléfono, y desconfiaba de todo el que viniera de Venecia.

– Casi como si hubieran querido dejarlo irreconocible -prosiguió Brunetti.

Gallo le lanzó una rápida mirada frunciendo sus espesas cejas y volvió a mover la cabeza afirmativamente.