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Robert Silverberg

Vía Roma

Un coche concertado de antemano me espera cuando desembarco en el puerto de Neápolis, después de seis días de viaje en un barco de vapor desde Britania. Mi padre, con su habitual eficiencia, se ha ocupado por mí de detalles como éste. El chófer me ve en seguida (soy reconocible de inmediato: un robusto bárbaro de cabellos rubios, una enorme columna nórdica sobresaliendo entre esta muchedumbre de individuos del sur, pequeños y morenos, que corren de un lado a otro),y me grita: «Signore! Signore! ¡Venga qua, signore!».

Pero yo me siento inmovilizado en medio de este calor luminoso de octubre, mirando a mi alrededor maravillado, aturdido por la avalancha de visiones y olores desconocidos. Mi viaje desde el frío lluvioso y otoñal de mi Britania natal a esta gloriosa tierra de Italia de verano incesante no me ha trasladado simplemente a otro país, sino a otro mundo, por lo que parece. Me siento abrumado por la intensa luz, la atmósfera radiante y reluciente, la abundancia de árboles desconocidos de aspecto tropical; abrumado por la vasta ciudad en rápido crecimiento que se extiende ante mí a orillas de la bahía de Neápolis; por las colinas de verde exuberante, un poco más allá, salpicadas con las villas invernales de la aristocracia imperial. Y luego, también, la gran montaña oscura, lejos a mi derecha, el poderoso volcán, el mismo Vesubio, dominando la ciudad como un dios dormido. Me parece distinguir una leve columna de humo pálido ascendiendo ensortijadamente desde su cumbre. Quizá mientras yo esté aquí, el dios despertará y enviará abrasadores ríos de lava roja por sus laderas, como lo ha hecho tantas veces desde tiempos inmemoriales.

No, eso no va a pasar. Pero habrá fuego, sí: un fuego que consumirá completamente el Imperio. Y mi destino es permanecer en el borde de la conflagración y, al mismo tiempo, no ser consciente de todo lo que ocurra a mi alrededor: pobre idiota, pobre idiota inocente de una tierra remota.

«Signore! Perfavore!» Mi chófer se abre camino hasta llegar junto a mí y tira impacientemente de la manga de mi túnica, una asombrosa e impropia transgresión. En Britania, seguramente ya habría golpeado a cualquier cochero que hiciera eso; pero no estamos en Britania y, evidentemente, las costumbres son muy diferentes aquí. Levanta la mirada, suplicante. Lo doblo en tamaño. En un cómico británico dice:

—¿No hablar romano, signore} Debemos marcharnos de este sitio en seguida. Es abarrotado, toda la gente, el equipaje, el todo. No puedo quedar en el muelle cuando pasajero mío está encontrado. Es la ley. Capisce, signore? Capisce?

Si, si capisco —le contesto. Por supuesto que hablo romano. Pasé tres semanas estudiándolo, preparándome para este viaje, y no tuve ningún problema en aprenderlo. Después de todo, ¿qué es sino una forma híbrida y truncada de latín bastardo? Y todos, en el mundo civilizado, sabemos latín—. Andiamo, si.

Él sonríe y asiente.

Allora. Andiamo!

Todo a nuestro alrededor es caos… pasajeros recién llegados tratando de encontrar transporte hacia sus hoteles, familias luchando para no ser separadas por la aglomeración, vendedores ambulantes vendiendo relojes baratos de bolsillo y paquetes de postales groseramente coloreadas, perros sarnosos ladrando, niños harapientos moviéndose entre nosotros a la búsqueda de monederos que agarrar. El griterío es ensordecedor. Pero mi chófer y yo estamos en una isla de tranquilidad en medio de todo eso. Me hace señas para que entre en el carruaje: asientos de felpa, interior forrado de piel, accesorios de refulgente latón, aunque también un ineludible olor a ajo. Dos nobles caballos de color caoba llevan pacientemente sus arneses. Llega un mozo corriendo con mi equipaje y oigo cómo lo coloca encima del carruaje. Y desde allí nos marchamos, dando tumbos por el muelle, hacia el bullicio de la ciudad, pasando por los palacios de mármol de los oficiales de aduanas y las miles de otras agencias del gobierno imperial; por los templos de Minerva, Neptuno, Apolo y Júpiter Óptimo Máximo; y vamos subiendo por las sinuosas avenidas hacia el distrito de los hoteles de moda, sobre las laderas que hay a medio camino entre el mar y las colinas. Me quedaré en el Tiberio, en vía Roma, una avenida que según me han dicho es el gran paseo de la parte alta de la ciudad, el lugar para ver y ser vistos.

Atravesamos calles que deben de tener dos mil años. Me entretengo pensando que el mismo César Augusto pudo haber pasado a caballo por esas mismas calles hace mucho tiempo, o Nerón, o quizá Claudio, el antiguo conquistador de mi patria. Una vez nos hemos alejado del puerto, las construcciones son altas y estrechas, sombríos y apretados bloques de viviendas de seis o siete plantas, construidas unas al lado de otras sin apenas un respiro entre ellas. Sus ventanas impenetrables y misteriosas tienen los postigos cerrados para protegerse del calor de mediodía. Entre ellas, por aquí y por allá, hay otras construcciones más bajas y anchas con pequeños jardines, enormes estructuras achaparradas, grises y voluminosas, diseñadas con el recargado estilo barroco de hace doscientos años. Son casas palaciegas, sin duda, de las clases mercantiles, los poderosos importadores y exportadores, los responsables de la auténtica prosperidad de Neápolis. Si mi familia viviera aquí, supongo que viviríamos en una de ellas.

Pero somos británicos, y nuestra hermosa y espaciosa casa se halla en una franja de praderas onduladas en la agradable campiña de Corinea y aquí no soy más que un turista que viene de mi remota e insignificante provincia en su primera visita a la gran Italia, ahora que, por fin, la Segunda Guerra de Reunificación ha finalizado y es posible otra vez viajar por los sectores lejanos del Imperio.

Lo contemplo todo con una absoluta fascinación, observando con tal intensidad que hasta los ojos empiezan a resentírseme. Las macetas con deslumbrantes flores rojas y naranja sujetas a los muros de los edificios, los chillones estandartes en largos postes sobre los comercios, los puestos de los mercados, con desconocidas frutas y verduras apiladas en montículos verde y púrpura. Por los lados de algunas casas, cuelgan largos y borrosos carteles con el adusto retrato litografiado del viejo emperador Laureólo o de su joven nieto y sucesor, el recientemente entronizado Magencio Augusto, con inscripciones patrióticas y encomiásticas por arriba y por abajo. Éste es un territorio leaclass="underline" se dice que los napolitanos aman al Imperio más incondicionalmente que los ciudadanos de la propia ciudad de Roma.

Hemos llegado a la vía Roma. Una gran avenida, de hecho más grandiosa, diría yo, que cualquier otra en Londinium o Lutecia, una amplia calzada discurre por el medio, orillada con arbustos y árboles artificialmente lustrosos que se desarrollan bien en este clima templado, y a ambos lados de la calle, las deslumbrantes fachadas de mármol de rosa y blanco de los grandes hoteles, las tiendas de primera calidad, los edificios de apartamentos de los ricos. Hay cafés en las aceras por todas partes, todos ellos abarrotados de gente. Me llegan oleadas de alegre parloteo y estallidos de divertidas carcajadas cuando paso por su lado, y también el tintineo de las copas. Las marquesinas de los hoteles, dispuestas una al lado de otra prácticamente sin transición, proclaman la historia del Imperio. Son una lista de nombres imperiales: el Adriano, el Marco Aurelio, el Augusto, el Maximiliano, el Lucio Agripa. Y, al final, el Tiberio, ni el más grande ni el menos imponente de todo el lote. Un edificio revestido de blanco al estilo del Renacimiento Clásico, bien situado en un distrito de comercios y restaurantes elegantes.

El recepcionista habla un británico impecable:

—¿Me permite su pasaporte, señor?

Lo escruta con altivez. Inspecciona mis rizos dorados y mis largos bigotes caídos, los compara con la pequeña fotografía del documento y concluye que soy yo, efectivamente: Cimbelino Vetruvio Escapulano de Londinium, de la Casa de los Carataco en Cornualles. Llama con un silbido a un facchino para que suba mi equipaje. La suite es espléndida, dos salones de techos altos en la esquina del edificio, con una vista a la distante bahía por un lado y al volcán por el otro. El mozo me enseña cómo funciona el baño, me señala mi lamparilla de noche y mi mueble bar, arregla distraídamente mi cubrecama. Le doy al muchacho un sólido de oro de propina (que no se diga que un Escapulano de la Casa de los Carataco no es generoso), pero se lo mete fríamente en el bolsillo como si le hubiera echado una perra chica.