Aunque trato de reprimirme, me dispongo a preguntarle algo de ese tal Nerón Rómulo Claudio Paladio, pero ya ha cambiado de tema y ahora me está hablando de una hermana del emperador a quien Lucila está segura que acabaré adorando. Se llama Severina Floriana.
—Fuimos a la escuela juntas. Es mi amiga del alma, junto a Adriana. Es preciosa como no hay otra: morena, sensual, con un aspecto casi oriental. Podrías pensar que es árabe. Y no te equivocarías, porque su abuela por parte de madre procede de Siria. Una bailarina en su momento, según cuentan algunos…
Y así más y más… Me pregunto si también me ofrecerá a Severina Floriana.
Estamos ya en nuestro tercer día de viaje. A medida que la vía Apia se aproxima a la capital, empezamos a encontrarnos mausoleos imperiales flanqueando la carretera a ambos lados. Lucila parece conocerlos todos y me hace de guía.
—Ésa es la tumba de Flavio Rómulo, la grande a la izquierda… y aquella otra es la de Claudio IX… y allí está la de Cayo Marzo…, ésa es la de Cecilia Métela, que vivió en la época de César Augusto…, Tito Galio…, Constantino V…, las de Lucio y Arcadio Agripa…, Heraclio III…, Cayo Pablo…, Marco Anastasio…
El peso de la antigüedad cae sobre mí con más fuerza que nunca.
—¿Y dónde están las de los primeros? —pregunto—. Augusto… Tiberio… Claudio…
—Podrás ver la tumba de Augusto en la ciudad. ¿Tiberio? Nadie parece saber dónde está enterrado. Hay muchos en la tumba de Adriano, mirando el río, quizá diez, Antonino Pío, Marco Aurelio, allí hay toda una multitud de emperadores muertos. Y el mismo Julio César tiene una gran tumba justo en medio del Foro, aunque los arqueólogos afirman que no es realmente la suya, sino que fue construida seiscientos años después. ¡Oh, mira, Cimbelino! ¿No ves allí? ¿Las murallas de la ciudad justo delante de nosotros! ¡Roma! ¡Roma!
Y así es, la ciudad de Roma, la madre de todas las ciudades, la capital del mundo, la metrópolis imperial, con sus murallas revestidas de mármol blanco, construidas y reconstruidas tantas veces, se alza súbitamente delante de mí. ¡Roma! El muchacho del país lejano se sobrecoge con humildad ante toda su grandeza. Un escalofrío de asombro me atraviesa con una intensidad tal que acabo transmitiéndoselo por las riendas a los caballos, uno de los cuales echa la vista atrás en lo que yo imagino una mezcla de desdén y desconcierto.
La ciudad de Roma es como un palimpsesto, un pergamino que ha sido escrito, borrado y rescrito una y otra vez y otra más y todos los viejos textos asoman entre el nuevo. Dos mil años de historia asaltan de golpe la mirada deslumbrada del recién llegado. Nada se derriba nunca aquí, excepto ocasionalmente, para construir alguna otra cosa aún más grande en su lugar. Por aquí y por allá, de vez en cuando, aún se pueden ver los últimos y pintorescos restos de la Roma de la República, la primera República, supongo que debería decir actualmente… empezando por la Roma de mármol de César Augusto la primera de todas y, después, las Romas de los cesares posteriores, la Roma de Adriano, la Roma de Septimio Severo y la Roma de Flavio Rómulo, que vivió y gobernó mil años después de Severo, y la del famoso emperador en todo el mundo Trajano VII, erigida sobre todo el resto durante los gloriosos años que siguieron a la reunificación flaviana de los imperios Occidental y Oriental. Todas estas Romas están amalgamadas en el centro histórico de la ciudad.Y después, en un espantoso círculo que las rodea a todas, se yerguen los descomunales y horrorosos edificios de los tiempos modernos, los deprimentes edificios administrativos y de viviendas de la Roma de nuestros días.
Pero incluso estos edificios, feos como son, son feos a la manera formidablemente grandiosa de Roma. En Roma todo es grande: es excelsa en todo, incluso en la fealdad.
Lucila me va guiando, señalándome uno por uno los lugares más famosos cuando pasamos a su lado: las Termas de Caracalla, el Circo Máximo, el templo del Divino Claudio, la torre de Emilio Magno, incluso el pesado y desproporcionado Arco del Triunfo que el emperador bizantino Andrónico hizo construir en el año 1952 para conmemorar la efímera victoria griega en la Guerra Civil y que los romanos han respetado como un visible recordatorio para todos de una gran derrota en su historia. Pero justo en el extremo opuesto de la avenida, se encuentra también el Arco de Flavio Rómulo, cinco veces más grande que el de Andrónico, para celebrar la derrota final de los griegos después de dos siglos de dominación imperial.
El tráfico es pasmoso y caótico. Hay carruajes por todas partes, tranvías tirados por caballos, bicicletas, y algo que Lucila dice que es muy novedoso: pequeños trenes accionados por vapor que se desplazan libremente sobre ruedas en lugar de raíles. No parece que existan reglas. Cada vehículo va donde le place, nadie hace ninguna señal, cada conductor trata de intimidar a los que le rodean con gesticulaciones y maldiciones. Al principio tengo problemas con esto, no porque me amilane con facilidad, sino porque a los britanos nos han educado para ser corteses los unos con los otros en la carretera; pero rápidamente comprendo que no me queda más elección que comportarme como lo hacen ellos. «Allá donde fueres…», la vieja máxima debe aplicarse a todos los aspectos de la vida en la capital.
—Por aquí a la izquierda. Ahora a la derecha. ¿Ves allí el Coliseo? ¿A que es más grande de lo que pensabas, eh? ¡Gira a la derecha! ¡A la derecha! Allí está el Foro y el Capitolio sobre aquella colina. Pero nosotros queremos ir en sentido opuesto, hacia el Palatino… es aquella colina de allí arriba ¿la ves? La que está cubierta de palacios.
Sí. Enormes residencias imperiales. Dos veintenas de ellas o incluso más, la una junto a la otra, sin orden ni concierto. Montañas enteras de mármol debían de haber sido arrasadas para construir aquel incomprensible laberinto de esplendor.
Y nosotros nos dirigimos justo hacia allí. La entrada al Palatino se halla bien vigilada, hay patrullas de pretorianos por todas partes, pero parecen conocer a Lucila de vista y nos hacen señas para que sigamos. Ella trata de explicarme de quién es cada palacio, pero todo es un confuso revoltijo, ni siquiera ella está totalmente segura. Por debajo de los que vemos, me dice, están los palacios originales de los primeros días imperiales, los de Augusto, Tiberio, los Flavios, aunque, por supuesto, todos los emperadores desde entonces han querido hacer sus propias aportaciones y mejoras. El resultado ha sido que la colina entera ha quedado convertida en un mosaico de magnificencia y grandiosidad imperiales de veinte estilos diferentes, incluidas algunas estructuras muy extrañas, orientales y seudobizantinas, incorporadas a la mezcla durante el siglo vigésimo cuarto por algunos de los monarcas más raros de la Decadencia. Torres, arcadas, pabellones, glorietas, columnatas, cúpulas, basílicas, fuentes y singulares y pronunciadas bóvedas sobresaliendo por todas partes.
—¿Y el emperador? ¿Dónde vive exactamente?
Lucila hace un gesto distraído con la mano señalando el centro del batiburrillo.
—Ah, él se traslada mucho, ya sabes. Nunca se queda en el mismo lugar dos noches seguidas.
—¿Cómo es eso? ¿Tan inquieto es?
—En absoluto. Actinio Varro es el responsable.
—¿Quién?
—Varro. El Prefecto pretoriano. Está muy preocupado con los complots de asesinato.
Me río.
—Pero cuando se asesina a un emperador, ¿no es precisamente su prefecto pretoriano quien lo hace?
—Normalmente, sí. Pero el emperador siempre piensa que su prefecto es el más leal de todos, justo hasta que le hunde el cuchillo en el vientre. No es que nadie quiera asesinar a un estúpido lechuguino como nuestro Magencio —añade ella.
—Si él es un incompetente como dice todo el mundo, ¿no sería ésa una buena razón para eliminarlo?