—¿Quién es? —le pregunto a un joven que pasa, y recibo una mirada de hiriente desdén. Con un tono que indica su asombro ante mi ignorancia, me contesta que es Leontes Ático, un nombre que no me dice nada, de manera que he de hacerle una segunda pregunta; mi informante me comunica, con una actitud si cabe más despectiva, que Leontes Ático es, sencillamente, el hombre más rico del Imperio. Ese griego de mirada fiera y aspecto agostado es un magnate del transporte que controla más de la mitad del comercio marítimo con Nova Roma. El se embolsa su abultado porcentaje de la mayoría de los ricos cargamentos que nos llegan del salvaje y extraño Nuevo Mundo, al otro lado del mar.
Y así van apareciendo más y más invitados todo el rato. Una reunión deslumbrante de los prohombres de la capital abarrota el salón. Son poderosos, ricos, o jóvenes. Y, si es posible, las tres cosas a un tiempo.
Esta noche, el fuego está a punto de prenderse. Sólo hace falta acercar una tea. Pronto ocurrirá. Pero ¿quién podía saber eso entonces? Yo no, yo no. Está claro que yo no.
Lucila se pasa lo que me parece casi una hora conversando con el conde Nerón Rómulo, para gran disgusto mío. Una fluida intimidad en la forma en que ambos se hablan me indica cosas que no deseo saber. Temo que esté invitándola a pasar con él la noche aquí una vez se haya acabado la fiesta. Pero estoy equivocado. Al final, Lucila regresa a mi lado y no me abandona durante el resto de la velada.
Cenamos aromáticas exquisiteces desconocidas para mí. Bebemos vinos de colores extraordinarios y extraños y acusados sabores. Hay baile. Y una actuación teatral con mimos, malabaristas y contorsionistas. Algunos de los invitados más jóvenes se quitan la ropa sin ninguna vergüenza y se zambullen alocadamente en la piscina del palacio. Veo parejas que se escabullen por el jardín y alguna que otra entregándose a los abrazos a la vista de todos.
—Ven —me dice Lucila por fin—. Estoy empezando a aburrirme con todo esto. Vamonos a casa y divirtámonos tú y yo en privado, Cimbelino.
Casi está amaneciendo cuando llegamos a su apartamento. Hacemos el amor hasta el mediodía y después nos vence un sueño profundo del que no despertamos hasta bien entrada la tarde, de manera que ya está oscuro cuando nos levantamos.
Y así, una semana tras otra, llega para mí el otoño en Roma; la estación del placer. Lucila y yo vamos a todas partes juntos: a la ópera, al teatro, a las competiciones de gladiadores. Somos bien recibidos en los mejores restaurantes y nos ofrecen las mejores mesas. Lucila me lleva de recorrido monumental por la capitaclass="underline" el Senado, los famosos templos, las antiguas tumbas imperiales. Es una época de vértigo para mí, una época que va mucho más allá de mis más desenfrenadas fantasías.
De vez en cuando, veo fugazmente a Severina Floriana en algún restaurante o me la encuentro en una fiesta. Lucila se marcha entonces discretamente para darnos una oportunidad de hablar el uno con el otro y, en un par de esas ocasiones, Severina y yo mantenemos conversaciones que parecen conducir a alguna parte. Siente curiosidad por mi vida en Britania, quiere conocer mi opinión sobre Roma, me cuenta pequeños chismes sobre la gente que hay en la otra punta de la sala.
Su cobriza hermosura me deja atónito. Los britanos, rubios como somos, muy raramente vemos mujeres de esta clase. Ella es una criatura de otro mundo. Reflejos azules en sus ojos negro azabache, ojos misteriosos como lagos de noche, la piel de una tonalidad intensa, todo lo contrario que la de mi pueblo; no se trata simplemente del tono oliváceo que tienen muchos ciudadanos del mundo romano oriental, sino de otro más oscuro, más suntuoso, con un brillo y una textura satinados. También su voz es hechizadora, grave pero sin la más leve aspereza, un sonido dulce, ondulado, musical y espléndidamente controlado.
Ella sabe que la deseo. Pero, aviesamente, mantiene nuestros encuentros más allá de la zona donde tales cosas pueden comunicarse, a escasa distancia de donde se sueltan de sopetón. No obstante, de alguna forma, yo empiezo a confiar en que tarde o temprano seremos amantes. Lo que quizá hubiera ocurrido de haber habido tiempo suficiente.
En dos ocasiones también veo a su hermano el emperador.
Una vez, en la ópera, en su palco. Va formalmente vestido con el atuendo tradicional imperial, la toga púrpura. Él agradece el saludo del público con una sonrisa y un negligente movimiento de la mano. Después, una semana o dos más tarde, en una de las fiestas de la colina Palatina, esta vez vestido moderna e informalmente, con una simple tira de púrpura a lo largo del chaleco para indicar su alto rango.
Más de cerca, soy capaz de entender por qué la gente habla tan despectivamente de él. Aunque posee el porte y los rasgos imperiales, la mirada autoritaria, la nariz, la barbilla y todo lo demás, hay algo en la sonrisa ansiosa y vacilante de César Magencio que niega todas sus pretensiones imperiales. Se podrá llamar César, se podrá llamar Augusto, e incluso el Pater Patriae, el Pontífice Máximo y todo lo demás, pero al mirarlo, descubro, para mi sorpresa y consternación, que su sonrisa es anodina y que no es capaz de devolver la mirada de un modo firme y seguro. Nunca debería haber accedido al trono. Su hermano Flavio Rufo habría sido mucho más regio.
Aun así, me he encontrado con el emperador. Y no todos los britanos pueden decir lo mismo; y van a ser menos los que puedan decirlo a partir de ahora.
Envío algún telegrama a casa de vez en cuando. «Un tiempo increíblemente bueno. Podría quedarme aquí para siempre aunque es probable que no lo haga.» No doy detalles. En un telegrama no se puede decir que estás viviendo en un pequeño palacio a tiro de piedra de la residencia oficial del emperador, ni que duermes con la sobrina de Cayo Junio Escévola y asistes a fiestas con gente cuyos nombres se conocen a todo lo largo y ancho del Imperio y, para rematar el tema, que te codeas con su majestad imperial de vez en cuando.
El año se acerca ya a su fin. El tiempo ha cambiado, justo como lo anunció Lucila. Los días son más oscuros y, naturalmente, más cortos. El aire es fresco, llueve con frecuencia. No he traído mucha ropa de invierno y el hermano menor de Lucila, un tipo apuesto llamado Aquila, me lleva a su sastre para vestirme para la nueva estación. La última moda romana me resulta extraña, incluso tosca, pero ¿qué sé yo de moda romana? Me fío de las alabanzas que Aquila hace de mi nueva indumentaria, así como también de las de Lucila, y espero que no me estén tomando el pelo lisa y llanamente.
La invitación que Flavio Rufo nos hizo a Lucila y a mí, aquella primera noche en que lo conocí, de celebrar las Saturnales en la villa imperial deTibur, descubro que fue auténtica. Cuando llega diciembre, yo ya la he olvidado, pero no así Lucila, y una noche me dice que salimos para Praeneste por la mañana. Se trata de un lugar no lejos de Roma, donde en épocas antiguas y medievales, una sibila profetizaba en la Cueva del Destino, hasta que Trajano VII puso fin a ese privilegio. Nos quedaremos allí durante una semana más o menos, en la finca de un mercader hispano enormemente rico llamado Escipión Lúculo, y después continuaremos hasta el vecino Tibur para la semana de las Saturnales.
La finca en la campiña de Escipión Lúculo, incluso en estos días deprimentes de principios de invierno, tiene un aspecto grandioso más allá de mi comprensión. Los salones de mármol, las piletas y fuentes, los delicados pabellones exteriores, las jaulas para los animales, en las que hay leones, cebras y jirafas, las colecciones de esculturas y pinturas y otros objetos artísticos, los baños, todo a escala imperial. Pero esto no es patrimonio imperial. El palacio de Lúculo, me apunta alguien, se construyó hace tan sólo cinco años, con los beneficios obtenidos de sus minas de oro en Nova Roma, cuya propiedad obtuvo mediante escandalosos sobornos a funcionarios de la corte durante los últimos y desastrosos días del reino de César Laureólo. Me doy cuenta de que sus propios huéspedes, aunque no desdeñan su hospitalidad sin límites, consideran esta residencia de mal gusto y ramplona.