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—Pues a mí no me importaría vivir en un sitio así de chabacano —le digo a Lucila—. ¿Te parece muy provinciano lo que acabo de decir?

Ella se limita a reírse.

—Espera a ver Tibur —me dice.

Y la verdad es que, cuando nos trasladamos a la villa imperial, justo cuando la semana de las Saturnales está a punto de empezar, comprendo la diferencia entre la extravagancia y la verdadera magnificencia.

Este es el lugar que el gran Adriano construyó en el campo para sus placeres hace diecisiete siglos. No cabe duda de que en su época era una de las maravillas del mundo, con sus pórticos, fuentes y estanques que devolvían hermosas imágenes, con sus termas grandes y sus termas pequeñas, su biblioteca griega y su biblioteca romana, su nymphaeum y triclinium, sus templos a todos los dioses bajo cuyo influjo cayó Adriano al viajar a todo lo largo y ancho del mundo romano.

Pero eso fue hace diecisiete siglos; y diecisiete siglos de emperadores han sumado sus aportaciones a este lugar, de manera que la villa original de Adriano, a pesar de todo su esplendor, sólo es una mera parte del todo y el conjunto debe de constituir, sin ninguna duda, el palacio más grande del mundo; una residencia digna de Júpiter o Apolo.

—Puedes ir todo el día a caballo y no acabar de verla —me dice Lucila—. No la mantienen toda abierta, como es lógico. Nosotros nos quedaremos en el ala más antigua, en lo que ellos todavía llaman villa Adriana. Pero cerca podremos contemplar las partes que añadieron Trajano VII y Flavio Rómulo, y los pabellones Catay que Lucio Agripa construyó para la pequeña concubina de piel amarilla que se trajo de Asia Última.Y si hay tiempo… oh, pero no creo que haya tiempo.

—¿Por qué no?

Ella elude mi mirada. Es la primera pista que tengo de lo que se avecina.

Durante todo el día, los grandes de Roma llegan a la villa imperial, a la fiesta de las Saturnales de Flavio Rufo. Ya no necesito que me susurren sus nombres al oído. Reconozco a Ático, el magnate naviero, al conde Nerón Rómulo, a Marco Tulio Garofalo, el Presidente del Banco del Imperio, a Diodoro el gladiador, al cónsul Basanio, al rechoncho y petulante príncipe Camilo y a docenas más. Los carruajes hacen cola a lo largo de toda la carretera a la espera de soltar a su deslumbrante pasaje.

Uno de los que no llega es Cayo Junio Escévola. Es impensable que no haya sido invitado. En consecuencia, deduzco que es certera mi suposición de que está a punto de ser nombrado cónsul una vez más para el próximo año y que se ha quedado en Roma para preparar la toma de posesión. Pregunto a Lucila la razón por la que se ha quedado su tío en Roma y ella me contesta simplemente:

—Siempre está muy atareado durante la temporada de vacaciones. No le ha sido posible escaparse.

Volverá a ser cónsul. ¡Estoy seguro!

Pero me equivoco. Al día siguiente de nuestra llegada, echo una ojeada a los periódicos de la mañana, donde aparecen los nombres de los cónsules del año próximo. Su majestad imperial ha tenido a bien designar a Publio Lucio Galieno y a Cayo Acacio Aufidio como cónsules del reino. Jurarán el cargo a mediodía del día primero de enero, si el tiempo lo permite, en la escalinata del Capitolio.

No ha sido pues, Escévola. Han de ser importantes asuntos de otra naturaleza los que lo retienen en Roma durante los últimos días del año.

¿Y quiénes son estos cónsules: Galieno y Aufidio? Para ambos será su primer mandato en los cargos gubernamentales más altos, inmediatamente después del emperador.

«Amigos de infancia de Magencio», me dice alguien. Compañeros de colegio.

Y alguien más apunta: «No solamente no disponemos de un auténtico emperador; ya ni siquiera vamos a tener cónsules de verdad. Un hatajo de muchachos holgazanes fingiendo administrar el gobierno».

A mí esto me parece que raya en la traición…, en especial si consideramos que nos hallamos en el mismo Palacio Imperial, y que todos los que aquí estamos somos huéspedes del hermano del emperador. Sin embargo, me he dado cuenta de que estos patricios no tienen tapujos de ninguna clase para hacer críticas a la familia imperial, aun cuando estén aceptando su hospitalidad.

Y ésta es pródiga. Hay fiesta y representaciones teatrales todas las noches y, durante el día, podemos disponer a voluntad de todas las comodidades y entretenimientos de la villa: piscinas termales, baños, bibliotecas, pabellones de juegos, senderos para cabalgar.Vago por todas partes con aire soñador, como si me hubiera queda do atrapado en un cuento de hadas, que es, precisamente, lo que me está pasando.

Durante la fiesta de la tercera noche, finalmente hago acopio de valor para llevar a cabo un acercamiento a Severina Floriana. Lucila me ha dicho que mañana le gustaría pasarse el día descansando, pues aún están por llegar algunos de los acontecimientos más importantes de la semana. De manera que invito a Severina a dar un paseo a caballo, mañana después del almuerzo. Una vez que estemos solos, en algún rincón remoto de la propiedad, quizá me atreva sugerirle algún tipo de encuentro más íntimo. Quizá. Lo que estoy tratando de tramar, al fin y al cabo, no es más que un devaneo con la hermana del emperador. Lo cual es una idea tan pasmosa que apenas puedo creer que de verdad esté planteándomelo.

La sugerencia parece gustarle y creo que se siente tentada.

Pero entonces me dice que no estará aquí mañana. Ha surgido un imprevisto, me explica, una nimiedad que, no obstante, exige su atención inmediata y debe ir brevemente a la ciudad de Roma mañana por la mañana.

—¿Regresará, no es cierto? —le pregunto ansioso.

—Oh, sí, naturalmente. Estaré fuera un día o dos a los sumo. Volveré para la gran fiesta de la noche final. ¡Puede estar seguro de ello! —Me lanza una fugaz y picara mirada, como si me estuviera prometiendo algún placer especial para esa velada, a modo de consolación por acabar de rechazarme. Y acercándome, me toca la mano por un instante. Una descarga eléctrica pasa de ella a mí. Es todo lo que tendré de ella. Nunca lo he olvidado.

Lucila se queda en nuestra suite al día siguiente, dejándome vagar en solitario por los jardines de la villa. Holgazaneo en los baños, nado, examino las colecciones de escultura y pintura, me paso por el pabellón de juegos y pierdo algunos sólidos jugando a las cartas con un par de lánguidos noblezuelos.

Advierto una cosa extraña ese día. No veo a ninguno de los personajes que me he encontrado en las fiestas del Palatino en Roma. El conde Nerón Rómulo, Leontes Ático, el príncipe Flavio Rufo, el príncipe Camilo, Basanio, Diodoro… ninguno de ellos parece estar por aquí. El lugar está hoy lleno de desconocidos.

Y sin Lucila cerca, cuando paso al lado de estos desconocidos, me siento cada vez más incómodo y ajeno a todo de lo que realmente soy. Como no llevo ninguna insignia que me proclame como huésped de la sobrina de Escévola, en su ausencia me convierto simplemente en un extranjero apenas civilizado que, de alguna forma, se las ha ingeniado para colarse en la villa y que está tratando, sólo con cierto éxito, de hacerse pasar por un romano distinguido. Imagino que se ríen de mí a mis espaldas, que se mofan de mi manera de vestir e imitan mi acento britano.

Tampoco Lucila me resulta de mucho consuelo al llegar a nuestras habitaciones. La veo distante, abstraída, taciturna. Se limita a hacerme las preguntas de rigor sobre cómo he pasado el día y a continuación vuelve a sumirse en el letargo y en sus cavilaciones.

—¿No te encuentras bien? —le pregunto.

—No es nada grave, Cimbelino.