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—¿He hecho algo que te haya molestado?

—En absoluto. Sólo es algo pasajero —dice ella—. Son estos días sombríos de invierno…

Sin embargo hoy no ha sido un día sombrío ni de lejos. Fresco, sí. Pero el sol ha estado glorioso, iluminando el cielo de diciembre con un brillante resplandor que hace que se encoja mi corazón británico. No es el mal tiempo. Me desconcierta la lúgubre lejanía de Lucila. No acierto a entender qué le sucede. Lo único que puedo hacer es esperar a que cambie su estado de ánimo.

En la fiesta de la noche tampoco se muestra más animada. Flota como un espectro, saluda con indiferencia a personas que apenas parecen resultarle más familiares que a mí.

—Me pregunto dónde está todo el mundo —digo—. Severina me dijo que tenía que regresar a Roma para ocuparse de algo hoy mismo. Pero ¿dónde está el príncipe Camilo? ¿Y el conde Nerón Rómulo? ¿También se han vuelto a Roma? Y el príncipe Flavio Rufo… no parece estar, y es su propia fiesta.

Lucila se encoge de hombros.

—Bueno, deben de estar por aquí o por allá. Acompáñame de vuelta a la habitación ¿quieres, Cimbelino? No me siento con ganas de fiesta esta noche. No te lo tomes a mal. Siento aguarte así la diversión.

—¿No quieres decirme lo que ocurre, Lucila?

—Nada. No pasa nada.Tan sólo es… no sé, me siento un poco cansada. Quizá un poco abatida. Por favor. Quiero volver a la habitación.

Ella se desviste y se mete en la cama. Enfrentarme a aquella fiesta, llena de desconocidos, sin ella se me hace demasiado duro, de modo que me meto también en la cama, a su lado. Después de un instante, me doy cuenta de que está sollozando sin hacer ruido.

—Abrázame, Cimbelino —me susurra.

La rodeo con mis brazos. Su cercanía, su desnudez me espolea, como siempre y, tímidamente empiezo a hacerle el amor, pero ella me pide que me detenga. Así que nos quedamos allí acostados, tratando de quedarnos dormidos a unas horas tan extrañamente tempranas, mientras los lejanos sonidos de las carcajadas y la música llegan hasta nosotros a través del aire helado de la noche.

Al día siguiente las cosas han empeorado. Ella no quiere salir de nuestra habitación para nada. Pero me dice que salga yo sin ella; de hecho, me está dejando bastante claro que desea quedarse a solas.

¡En qué extraña semana de Saturnales se está convirtiendo esto! ¡Qué poca alegría, cuánta misteriosa tensión!

Pero falta muy poco para que lleguen las explicaciones.

A mediodía, tras un desalentador paseo por los jardines, regreso a la habitación para ver si Lucila ha cambiado de humor.

Lucila se ha marchado.

No hay ni rastro de ella. Sus armarios están vacíos. Ha hecho el equipaje y se ha esfumado sin decirme una palabra, sin aviso de ninguna clase, sin dejarme ningún mensaje ni la más mínima pista. Me encuentro solo en la villa imperial, entre desconocidos.

Ese día suceden cosas en la capital. Trascendentales acontecimientos. Una convulsión de las más colosales y de la que los que estamos en la villa permanecemos ignorantes durante todo el día; y sin embargo, mientras inocentemente nadamos, jugamos y paseamos por los jardines de la residencia imperial más espléndida de todas, el mundo se ha transformado por completo.

De hecho, las cosas se iniciaron hace un par de días, cuando algunos de los huéspedes de la villa abandonaron Tibur por separado y regresaron a la capital, pese a que las Saturnales se estaban celebrando y las fiestas culminantes aún no habían tenido lugar. Regresaron a Roma uno a uno, no sólo Severina Floriana, también otros cuyas ausencias yo había advertido.

Las razones que se esgrimieran para inducir al príncipe Flavio Rufo, al príncipe Camilo y a su hermana, la princesa Severina, a marcharse de la villa, puede que nunca se conozcan. Los dos cónsules recientemente designados, según se me dijo, habían recibido instrucciones de mano del emperador, convocándoles a una reunión en la que se les otorgarían determinados privilegios y competencias de su nuevo rango. Por lo que parece, cuando se encontró el cadáver del cónsul saliente, Basanio, éste aún llevaba una nota del Prefecto Pretoriano, Actinio Varro, comunicándole que se había detectado una conspiración contra la vida del emperador y que se requería urgentemente su presencia en Roma. La nota era falsa. De modo que así, con una u otra mentira, los principitos y noblezuelos fueron apartados por un día de los placeres de las Saturnales en Tibur.

Algunos otros invitados a la fiesta que regresaron a Roma aquel mismo día y al siguiente, no hubo necesidad de reclamarlos. Ellos sabían perfectamente lo que estaba a punto de ocurrir y quisieron estar presentes durante los acontecimientos. Ese grupo incluía al conde Nerón Rómulo, a Ático, al armador, al banquero Garofalo, al comerciante de Hispania, Escipión Lúculo, a Diodoro el gladiador, y a otra media docena de patricios y hombres acaudalados que participaron en la conspiración. Para ellos, la excursión a Tibur había sido una manera de provocar una relajación de la vigilancia en la capital, pues ¿qué había que temer con la mayoría de los personajes poderosos del reino fuera, en la cúpula del placer, dedicados a una semana de puro divertimento? Pero luego, estas figuras clave se las arreglaron para regresar rápida y discretamente a Roma cuando llegó el momento del golpe.

Como todo el mundo sabría poco después, en aquella mañana fatídica se sucedieron los siguientes acontecimientos:

Un escuadrón de gladiadores de Marco Sempronio Diodoro irrumpió en la mansión de Varro, el Prefecto Pretoriano, y lo asesinaron antes del amanecer. A la Guardia Pretoriana se le dijo que el emperador había descubierto que Varro estaba conspirando contra él y que Diodoro era ahora el nuevo prefecto. El cuento coló sin problemas. Varro nunca había sido popular entre sus hombres, y los pretorianos siempre recibían bien cualquier cambio en la jefatura, pues usualmente comportaba un reparto de primas con el fin de asegurar su lealtad al nuevo jefe.

Con los pretorianos neutralizados resultaba fácil para un equipo de hombres armados penetrar en el palacio donde el emperador Magencio pasaba aquella noche (esta vez era el del Vaticano, en la otra orilla del río, cerca del mausoleo de Adriano), y penetrar en las dependencias reales. El emperador, su esposa y sus hijos huyeron presas del pánico por los pasillos, pero fueron capturados y se les dio muerte justo en el exterior de los baños imperiales.

El príncipe Camilo, que había llegado de madrugada a la capital, aún no se había ido a la cama cuando los conspiradores llegaron a su palacio, junto al Foro del Palatino. Al oír que mataban a su guardia, el pobre gordo idiota huyó por la puerta de la bodega y corrió para salvar su vida hacia el templo de Castor y Pólux, donde esperaba encontrar refugio; pero sus perseguidores se le adelantaron y lo interceptaron en la escalera del templo.

En cuanto al príncipe Flavio Rufo, se despertó con el sonido de los disparos y reaccionó instantáneamente, corriendo como una flecha hasta una bodega que tenía detrás de su palacio. Sus trabajadores aún no habían pisado las uvas de la cosecha de otoño. Saltó a una carreta de madera y les dio instrucciones para que amontonasen racimos y racimos de uva encima de él y que lo sacaran de la ciudad, oculto de tal guisa. De hecho, consiguió llegar a salvo a Neápolis un par de días después y allí se autoproclamó emperador, pero al poco tiempo fue capturado y muerto con alguna ayuda, según he oído, de Marcelo Domiciano Frontino.

Los dos príncipes más jóvenes de la casa real habían sobrevivido: el príncipe Augusto César, que tenía dieciséis años y se encontraba fuera, en la Universidad de Lutecia, y el príncipe Quinto Fabio, un muchacho de diez años, creo, que vivía en una de las residencias imperiales de Roma. Aunque el príncipe Augusto vivió lo suficiente para proclamarse él mismo emperador y atravesó, de hecho, la Galia, con la intención de marchar sobre Roma, fue capturado y muerto al tercer día de su reinado. Supongo que esos tres días hicieron entrar en la Historia a este joven y prácticamente desconocido Augusto, como el último de todos los emperadores de Roma.