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Nadie sabe con seguridad qué fue lo que le sucedió al joven Quinto Fabio. Fue el único miembro de la familia real cuyo cadáver no fue encontrado. Algunos afirman que desapareció de Roma el día de los asesinatos llevando ropas de campesino, y que todavía vive en alguna remota provincia, pero nunca se ha presentado para reclamar el trono, de manera que si aún está vivo en nuestros días, vive con tranquilidad y mucho secreto dondequiera que esté.

Durante todo el día se sucedieron las muertes. Los asesinatos de emperadores no eran nada nuevo en Roma, pero en esta ocasión el trabajo se había llevado a cabo más a conciencia que nunca antes; había sido una extirpación total, desde las raíces hasta las ramas más altas.

Aquel día corrieron ríos de sangre real. No sólo fue exterminada la familia próxima del emperador, sino que también se ejecutó a la mayoría de los descendientes de las antiguas familias imperiales. Supongo que para que no se les ocurriera postularse a sí mismos como emperadores ahora que el linaje de Laureólo estaba prácticamente extinguido. Asimismo, numerosos antiguos cónsules, ciertos miembros de las jerarquías eclesiásticas y otros sospechosos de excesiva lealtad al viejo régimen, incluidas dos o tres docenas de senadores elegidos, encontraron la muerte ese día.

Al caer la noche, los nuevos líderes de Roma se reunieron en el Capitolio para proclamar el nacimiento de la Segunda República. Cayo Junio Escévola ostentaría el cargo de nueva creación de Primer Cónsul Vitalicio (que es como decir emperador, pero con distintas palabras), y gobernaría la vasta entidad a la que ya no seguiríamos llamando Imperio, mediante un Consejo del Senado, constituido por el pequeño círculo de amigos suyos ricos y poderosos: Ático, Garofalo, el conde Nerón Rómulo, el general Casio Frontino y otra media docena de similar pelaje.

Así pues, tras diecinueve siglos, el trabajo del gran César Augusto quedaba desbaratado.

El mismo Augusto pretendió que Roma era todavía una República, incluso mientras estaba unificando todos los altos cargos en uno solo y tomando posesión de el, convirtiéndose asi en monarca absoluto. Esa pretensión se había prolongado a través de los tiempos. «No soy un rey —insistía Augusto—; sencillamente soy el Primer Ciudadano del reino que lucha, humildemente, bajo la guía del Senado, para atender las necesidades del pueblo romano.» Y así había sido durante todos aquellos años, aunque el hecho fue que muchos de los Primeros Ciudadanos se las compusieron para nombrar a sus propios hijos como sus sucesores o si no, elegir a algún pariente o amigo, a pesar de que, en principio, la capacidad real de nombrar al nuevo emperador recaía en el Senado. Pero a partir de ahora sería diferente. Nadie podría reclamar el poder supremo en Roma simplemente porque fuera el hijo o el sobrino de alguien que había estado en posesión de tal poder. Ya no habría más Calígulas locos, Nerones viles, salvajes Caracallas, absurdos Demetrios, débiles y petimetres Magencios. Nuestro gobernador sería ahora de verdad un Primer Ciudadano (un cónsul, como en los antiguos días antes del primer Augusto), y la pompa de la monarquía desaparecería por fin.

Todo en un solo día, un día de sangre y fuego. Mientras yo holgazaneaba enTibur, en la villa de los emperadores, ajeno a todo lo que estaba ocurriendo.

La mañana siguiente al día de la revolución, llegan a la villa las noticias de lo que ha sucedido en Roma. Da la casualidad de que me fui a dormir tarde anoche, después de haberme emborrachado a conciencia para consolarme de la ausencia de Lucila. La villa está prácticamente desierta cuando me levanto y salgo de la habitación.

Ya eso resulta extraño y desconcertante. ¿Adonde se han ido todos? Encuentro un mayordomo, que me comunica las noticias. «Roma está ardiendo —me dice—, y el emperador ha muerto junto a toda su familia.»

—¿Toda su familia? ¿También sus hermanos y hermanas?

—Hermanos y hermanas también. Todos.

—¿Y la princesa Severina?

El mayordomo me mira sin simpatía. Está muy tranquilo. Podría estar hablando del tiempo o de las carreras de cuadrigas de la semana próxima. Lo mismo daría: frío como la niebla invernal.

—El lote entero, es lo que he oído y ¡que se pudran! Escévola es el nuevo emperador. Ahora todo será muy diferente. Puede estar seguro de ello.

Todo esto me está mareando. Tengo que inclinarme, me falta el aliento. Respiro entrecortadamente seis o siete veces antes de recuperar la calma. Durante la noche, todo nuestro mundo ha muerto y ha nacido uno nuevo.

Me lavo, me visto, como apresuradamente y trato de buscar un carruaje que me lleve a Roma. Incluso en este momento de inestabilidad y locura una bolsa llena de oro te permite hacer lo que quieras. No hay conductores disponibles, así que tendré que arreglármelas yo solo, pero no importa. Uno no demuestra estar en sus cabales pretendiendo entrar en la capital en este día de caos, pero Roma me atrae como un imán. Si su tío se ha hecho con el trono, Lucila debe de encontrarse a salvo, pero he de saber la suerte que ha corrido Severina.

Cuando aún estoy a una hora de camino de la capital, ya pueden verse las llamas en el horizonte. Ráfagas de aire caliente del oeste me traen el olor a humo y parece estar cayendo polvo fino de ceniza. ¿O acaso me lo estoy imaginando? No. Alargo el brazo y observo cómo una capa negra empieza a cubrirlo.

Es una absoluta locura acercarse a Roma en estos momentos.

¿No debería darme la vuelta, rodear Roma, dirigirme hacia la costa y comprarme un pasaje para Britania mientras aún pueda hacerlo? No, no. Tengo que ir allá, sean cuales sean los riesgos. Si Escevola es el emperador, Lucila me protegerá. Decido continuar hacia Roma. Allá voy.

Todo el lugar parece un manicomio. El fuego llega hasta el cielo. Los antiguos palacios arden sobre las grandes colinas de los poderosos. Sus muros de mármol carbonizados se desploman como montañas. La colosal estatua de algún antiguo emperador yace en fragmentos por la carretera. La gente corre despavorida por las calles, gritando, llorando. Escuadrones de soldados con los ojos desorbitados se precipitan entre ellos, gritando furiosa e incoherentemente mientras tratan de restablecer el orden sin tener idea alguna de cuáles son las órdenes que hay que obedecer. Alcanzo a ver un riachuelo rojo por la alcantarilla y, por un terrible instante, pienso que se trata de sangre; pero no, sólo es vino que fluye de una bodega destrozada. Los hombres se tiran de bruces para bebérselo a lengüetazos entre los adoquines.

Abandono mi cuadriga, pues las calles están demasiado alborotadas para conducir por ellas, y sigo a pie. El centro de la ciudad aún está bastante entero. Pero ¿adonde iré? me pregunto ¿Al Palatino? No, todo está en llamas allí. ¿Al Capitolio? Escevola estará allí, razono, y (¡qué ridículo me resulta oír esto ahora!) él podrá decirme dónde está Lucila y qué ha sido de Severina Floriana.

Naturalmente, no consigo llegar a las cercanías del Capitolio. Todo el distrito gubernamental está acordonado por el ejército. Por las calles hay edictos y me detengo a leer uno y es entonces cuando me doy cuenta del terremoto que se ha producido esta noche: el Imperio se ha acabado, ha vuelto la República de los antiguos tiempos. Ahora gobierna Escévola, pero no tiene el título de emperador, sino de Primer Cónsul.

Me encuentro en la calle que pasa por el Foro, boquiabierto, perplejo. De pronto, a punto estoy de ser arrollado por un carruaje que va a toda prisa. Grito una maldición y, ante mi asombro, el carruaje se detiene y un rubicundo rostro que me es familiar clava los ojos en mí.

—¡Cimbelino! ¡Por los santos dioses! ¿Eres tú? ¡No puedes quedarte aquí afuera!