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Se trata de mi fornido y jovial anfitrión en Neápolis, el amigo de mi padre, Marcelo Domiciano Frontino. «¡Qué mala suerte ha tenido! —pienso yo—. Encontrarse en Roma de visita en un momento como éste.» Pero para variar, estoy completamente equivocado, y Marcelo Domiciano me lo explica todo rápidamente con detalle.

Él ha estado implicado en el complot desde el principio. De hecho, él y su hermano el general, junto a Junio Escévola y el conde Nerón Rómulo, han sido los cabecillas. Estaban convencidos de que era necesario destruir el Imperio con el fin de salvarlo. El actual emperador era un pobre idiota, al anterior se le había permitido mantenerse en el trono demasiado tiempo. La idea misma de una monarquía hereditaria había demostrado ser desastrosa una y otra vez a lo largo de los siglos y había llegado el momento de deshacerse de ella de una vez por todas. Volvía a haber inquietud en las provincias y se hablaba de nuevo de secesión. Después de haber combatido y vencido en una Segunda Guerra de Reunificación, el general Casio Frontino no albergaba ningún deseo de lanzarse a una tercera, y había convencido sin demasiadas dificultades a su hermano y a Escévola de que los cesares debían desaparecer. Debían, mejor dicho, ir a donde nunca más tuvieran oportunidad de reclamar el trono.

Despiadado y sangriento, sí. Pero habría que eliminar a la incompetente y disoluta familia real, había que acabar con la vacía y costosa pompa de la grandeza imperial, había que restituir la República, por fin, después de tanto tiempo. De nuevo se gobernaría en función del mérito y no del nacimiento. Escévola era respetado en todas partes; él sabría lo que había que hacer para que las cosas no se desbarataran.

—¡Pero matarlos… asesinar a una familia entera!

—Una completa depuración, eso era lo que necesitábamos —me explica Frontino—. Un ruptura total con el pasado. No podemos tener monarcas hereditarios en esta era moderna.

—Entonces ¿han muerto todos los príncipes y princesas?

—Eso he oído. Es posible que uno o dos hayan conseguido huir, pero pronto serán capturados, no te quepa duda de eso.

—¿Y la princesa Severina Floriana?

—No lo sé —responde Frontino—. ¿Por qué? ¿La conociste?

Enrojezco.

—La verdad es que no muy bien, pero me preguntaba…

Lucila podrá explicarte lo que le ha ocurrido. Tú mismo puedes preguntárselo.

—No sé dónde está Lucila ahora. Estuvimos juntos en Tibur esta semana, en la villa imperial… cuando todo empezó a desencadenarse…

—¡Vaya, pues verás a Lucila en cinco minutos! Se encuentra en el palacio del conde Nerón Rómulo, ¿sabes dónde está, no?, y allí es exactamente adonde nos dirigimos.

Señalo el Palatino, detrás de nosotros, envuelto en llamas y humo negro:

—¿Allí?

Frontino se ríe.

—No seas tonto. En el Palatino todo está destrozado. Me refiero a su palacio en el río. —Ya hemos pasado el área del Foro. Distingo la lúgubre mole del mausoleo de Adriano por delante de nosotros, al otro lado del Tíber. Nos detenemos justo antes de alcanzar el puente—.Ya hemos llegado —dice Frontino.

Entonces veo a Lucila por última vez; tras haber atravesado el loco frenesí de las calles hasta la seguridad del palacio bien custodiado de Nerón Rómulo a orillas del río. Me cuesta reconocerla. No lleva maquillaje y su vestido es austero, sencillo… son ropas de campesina. Tiene los ojos tristes y enrojecidos. Muchos de sus amigos patricios han muerto esta noche en aras del renacimiento de Roma.

—Así que ya lo sabes —me dice—. Está claro que no podía decirte nada de lo que se estaba planeando.

Me resulta duro creer que esta mujer y yo hemos sido amantes durante meses, que conozco cada centímetro de su cuerpo como nadie. Su voz es fría e impersonal y ni siquiera me ha besado o sonreído.

—¿Durante todo este tiempo sabías lo que iba a ocurrir?

—Por supuesto. Desde el principio. Por lo menos pude mantenerte fuera de la ciudad mientras todo estaba sucediendo.

—También llevaste a Severina a un lugar seguro. Sin embargo, parece que no pudiste retenerla allí.

Por su mirada puedo advertir la furia, también el dolor.

—Intenté salvarla, pero no era posible.Tenían que morir todos, Cimbelino.

—Era tu amiga desde la infancia, y ni siquiera trataste de avisarla.

—Somos romanos, Cimbelino. Se había hecho necesario el restablecimiento de la República. La familia real tenía que morir.

—¿Incluso las mujeres?

—Todos. ¿Es que no crees que he pedido, que he suplicado por su vida? «No, decía Nerón Rómulo. Ella debe morir con ellos. No hay elección», dijo. Acudí a mi tío. No sabes cómo me enfrenté a él. Pero no hay nadie que pueda alterar su voluntad. Nadie en absoluto. No había manera de salvarla. —Lucila hace un rápido y tajante movimiento con la mano—. No quiero hablar más de esto. Márchate, Cimbelino. Ni siquiera entiendo por qué Marcelo te ha traído aquí.

—Estaba vagando por las calles sin saber adonde ir para encontrarte.

—¿A mí? ¿Por qué querías encontrarme?

Es como una patada en el estómago.

—Porque… porque… —tartamudeo, me quedo sin voz.

—Has sido una agradable compañía—dice ella—. Pero el tiempo de las distracciones se ha acabado.

—¡Distracciones!

Su expresión es pétrea.

—Márchate, Cimbelino. Vuelve a Britania tan pronto como puedas. El derramamiento de sangre aún no se ha acabado aquí. El Primer Cónsul aún no sabe quién es leal y quién no.

—Entonces ¿habrá otro Reinado del Terror?

—Esperamos que no. Pero, sea como sea, no va a ser agradable. No obstante, el Primer Cónsul quiere que la Segunda República arranque de la manera más pacífica posible…

—El Primer Cónsul —digo con tono furioso—. La Segunda República.

—¿No te gustan estas palabras?

—Matar al emperador…

—Ya ha ocurrido antes, más veces de las que puedas contar.

Esta vez hemos acabado con el sistema entero y por fin se sustituirá por algo más honesto y razonable.

—Quizá sí.

—Márchate, Cimbelino. Ahora estamos muy ocupados.

Se da la vuelta y abandona la sala como si yo no fuera para ella más que un curioso y molesto desconocido. Todo se me aparece muy claro ahora: me ha tratado como a un mero y circunstancial juguete, un entretenido bárbaro con el que mantenerse distraída durante la estación de otoño. Ahora ha llegado el invierno, y ella debe consagrarse a asuntos más serios.

De modo que me marcho. El último emperador había muerto y la República había renacido. Y mientras esto ocurría, yo dormía en medio de las lujosas comodidades de la villa imperial. Pero siempre ha sido así, ¿no es cierto? De noche, mientras la mayoría de nosotros dormimos, hay unos cuantos individuos ágiles que hacen la Historia.

Ahora todo era nuevo y extraño. El mundo que yo había conocido se había transformado completamente de maneras que podían no ser totalmente visibles durante años. Los acontecimientos de las pasadas horas serían examinados, debatidos y evaluados por los historiadores mucho después de que yo envejezca y muera. Tampoco el caos en el corazón del Imperio terminaría en un único día. Así que lo mejor que podíamos hacer los muchachos de provincias como yo era regresar al lugar de donde procedíamos.

De todas formas, tampoco tenía ningún sitio donde quedarme allí en Roma. Había perdido a Lucila (ella se casaría con el conde Nerón Rómulo para sellar su alianza con su tío), y cualquier fantasía atolondrada que pudiera haber alimentado respecto a la princesa Severina Floriana, sería mejor olvidarla cuanto antes, o el dolor no me abandonaría el alma. Todo había acabado ya y atrás quedaba. El turismo se había terminado para mí aquel año; no habría aventuras en Etruria ni en Venecia ni en otras regiones septentrionales de Italia. Sabía que debía dejar Roma a los romanos y batirme en retirada hacia a mi isla lejana y lluviosa, en el oeste. Las llamas que habían consumido la Roma de los emperadores se habían acercado demasiado a todas partes. Hasta yo mismo, de alguna manera, había salido chamuscado.