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Cuando se marcha, miro un largo rato por las ventanas antes de deshacer el equipaje, bebiéndome con los ojos la ciudad y la centelleante bahía. Nunca he contemplado nada tan magnífico: las anchas avenidas, los templos, los anfiteatros, las deslumbrantes torres palaciegas, los mercados abarrotados de gente. Y esto sólo es Neápolis, ¡la segunda ciudad de Italia! A su lado, nuestra querida Londinium es un simple pueblucho de provincias lleno de fango. ¿Cómo será de grandiosa Roma si esto es Neápolis?

Experimento una sensación extrañamente desconcertante e inusual y sospecho que puede tratarse de un arrebato de humildad. Soy hijo de un hombre rico, mi linaje puede remontarse más o menos legítimamente hasta los monarcas de la antigua Bretaña, he disfrutado de una buena educación obteniendo honores en Cantabrigia en historia y arquitectura. Pero ¿qué importa eso aquí? Ahora estoy en Italia, el corazón del Imperio imperecedero y no soy más que un fornido y engreído celta de uno de los límites exteriores del mundo civilizado. Esta gente debe de creer que en casa llevo kilts de piel y me unto el cabello con manteca de cerdo. Creo que no voy a encontrarme en mi salsa. Lo cual será una nueva experiencia para mí. ¿Y no es eso precisamente para lo que he venido a Italia, a la madre Roma, para abrirme a nuevas experiencias?

Las tiendas de vía Roma están cerradas cuando salgo a dar un paseo por la tarde y no hay nadie por ninguna parte excepto en los cafés y restaurantes, llenos de gente. Debido al calor de este lugar, los negocios de todo tipo cierran al mediodía y vuelven a abrir con el fresco, ya entrada la tarde. En los escaparates hay un asombroso despliegue de mercancías de todas partes del Imperio, África, India, la Galia, Hispania, Britania, incluso el Próximo Oriente y los misteriosos lugares más allá de él, Catay y Cipango, donde habita el pueblo de ojos pequeños y extraños. Hay ropa de última moda, joyas antiguas, magnífico calzado, mobiliario de cocina, costosos objetos de todas clases. Éste es el cuerno de la abundancia del Imperio. Después de que, finalmente, haya acabado la guerra, cargamentos de lujosas mercancías no cesan de llegar a Italia desde todas las provincias que han vuelto a ser sometidas.

Camino y sigo caminando. La vía Roma parece no tener fin, extendiéndose hasta el infinito por delante de mí, hasta perderse en el horizonte. Pero por supuesto, debe acabar en algún sitio. El propio nombre de la calle anuncia su punto terminal, la propia Ciudad de Roma, la gran capital. No es cierto eso que dicen en Italia de que todos los caminos conducen a Roma, pero éste sí lo hace. No tendría más que seguir dirigiéndome hacia el norte para que esta avenida acabase llevándome hasta la ciudad de las Siete Colinas. Sin embargo, no tengo tiempo para eso. Debo iniciar mi conquista de Italia de manera racionalmente escalonada. Primero, Neápolis y sus pintorescos alrededores; después, un avance gradual hacia el norte hasta alcanzar el formidable desafío de la ciudad de los cesares.

La gente está saliendo ahora de los cafés. Algunos de ellos se dan la vuelta y me observan descaradamente, de la misma manera que yo podría mirar a una jirafa o un elefante que se pasearan por las calles de Londinium. ¿Es que no han visto nunca a un britano? ¿Les resultan tan extraños los cabellos rubios? Quizá sea mi altura y mis\anchos hombros lo que atrae su curiosidad, mi pendiente de oro o elpesado brazalete neocéltico que me gusta llevar. Se dan codazos, susurran, sonríen.

Les devuelvo gentilmente la sonrisa cuando paso a su lado.

«Buenas tardes, amigos romanos», estoy tentado de decirles. Pero probablemente se burlarían del acento britano de mi latín o de mis tanteos en su lengua romana coloquial.

Hay un mensaje para mí en el hotel. Mi padre, bendito sea, envió cartas de presentación a una serie de miembros distinguidos de la aristocracia napolitana en las que pedía que me recibieran y me facilitasen la entrada en la sociedad romana. Antes de salir del hotel para dar mi paseo, envié un mensaje anunciando mi llegada a las personas que se suponía debía visitar aquí, y ya había recibido una contestación. Estoy invitado en los términos más cordiales, a cenar esta misma noche en la villa de Marcelo Domiciano Frontino, quien, según mi padre, posee la mitad de los viñedos que hay entre Neapólis y Pompeya y cuyo hermano Casio es uno de los grandes héroes de la guerra recientemente concluida. Un carruaje me recogerá a la hora decimoctava.

Me inunda una extraña alegría. Tienen ganaste dar la bienvenida al bárbaro visitante en su primera noche en la patria madre. Por supuesto, Frontino recibe un pedido anual de mi padre para sus bodegas de Londinium de diez mil cajas de sus dulces vinos blancos y esto está lejos de ser una fruslería. No es que los asuntos de negocios vayan a mencionarse esta noche pues, por una parte, sé muy poco sobre los acuerdos comerciales de mi padre, pero por otra, está también el hecho de que Frontino y yo somos patricios, y debemos comportarnos como tales. Pertenece a la antigua clase senatorial y desciende de hombres que auparon y derrocaron cesares hace mil años. Y yo llevo sangre de reyes britanos en mis venas o, al menos, eso es lo que dice mi padre, y mi propio nombre (Cimbelino) lo proclama. Carataco, Casevelauno, Tincomio, Togodumno, Prasutago: en uno u otro momento he oído a mi padre reivindicar su descendencia de todos estos antiguos caudillos celtas, y también, por añadidura, de la reina Cartamandua de los brigantes.

Bien, pues Cartamandua firmó oportunamente un tratado con los romanos invasores de su país y envió encadenado a Roma a su homólogo, el monarca Carataco. Pero todo eso fue hace mucho tiempo, y nosotros, los britanos, hemos sido pacificados y repacificados en muchas ocasiones desde entonces, y todo el mundo asume que el poder y la gloria residirá, ahora y siempre en la gran ciudad que se encuentra al otro extremo de la vía Roma. Frontino será cortés conmigo, lo sé. Si no lo es en honor a los heroicos, aunque derrotados guerreros que son mis ancestros putativos, sí lo será por las diez mil cajas de vino que se supone ha de enviar a Londinium el año próximo. Cenaré bien esta noche; conoceré a gente relevante y me serán abiertas las puertas de las grandes casas de Neápolis y también de la capital, cuando me disponga a visitarla.

Me doy un baño. Me afeito. Abrillanto mis rizos, y no con manteca de cerdo. Escojo mis ropas con esmero, una túnica corta bizantina de seda y un pañuelo a juego, unos magníficos leotardos rojo escarlata de lino egipcio, sandalias del mejor artesano sirio. Y, por supuesto, mi pendiente de oro y mi enorme brazalete que me confieren ese atractivo toque bárbaro por el que suscito más curiosidad en ellos.

El carruaje está esperando cuando salgo del hotel. El chófer es nubio y viste de rojo y turquesa. Blancos corceles de Arabia. El carruaje es de ébano con incrustaciones de marfil. Sería digno de un emperador. Pero Frontino es solamente un rico patricio, un simple sureño. ¿Dónde se montarán los cesares, me pregunto, si ésta es la clase de vehículo que un Frontino envía para recoger a un joven visitante procedente de las atrasadas provincias?

La carretera se adentra en las colinas. Una nube se ha posado sobre la ciudad y los rayos solares del final de la tarde se entreveran en ella como una lluvia dorada. La luz resplandece en la superficie de la bahía. En la distancia pueden verse islas grises y misteriosas.