—¡Ah! —Él no había esperado aquello—. Bueno, entonces le he juzgado mal.
—A mi nación entera, me atrevería a decir. Cualquier rumor de deslealtad britana que les pudiera haber llegado en aquella época tan confusa no fue más que pura invención del enemigo.
—Desde luego —dice el general—, desde luego. —Su tono es benévolo, pero sus ojos brillan con más frialdad que nunca, y sus mandíbulas apenas se mueven al pronunciar las palabras.
Adriana Frontina, parece horrorizada ante el ardor creciente de nuestra conversación y me hace desesperadas señas con los ojos para que cambie de tema. Sin embargo, a su amiga pelirroja, Lucila, el pequeño altercado sólo parece divertirle. Marcelo Frontino se ha dado la vuelta, probablemente no por casualidad; está dando instrucciones a algunos criados para que empiece el banquete.
No obstante, insensatamente, yo me zambullo de lleno en las aguas pantanosas.
—Señor, nosotros los britanos somos tan romanos como cualquier otro en el Imperio. ¿O acaso cree que guardamos una secreta afrenta nacional desde la época de Claudio?
Casio Frontino permanece en silencio por un instante, estudiándome con alguna atención.
—Sí —dice finalmente—. Sí, sí lo creo, pero eso no viene al caso. Todos los que fueron barridos hacia el Imperio en algún momento de la Historia y no hallaron la manera de salir de él, esconden un agravio sepultado en algún sitio, no importa lo romanos que se reivindiquen ahora. Los teutones, los britanos, los hispanos, los franchutes, todos.Y ésa es la razón por la que hemos sufrido dos peligrosos desmembramientos del sistema en menos de un siglo, ¿no le parece? Pero no, muchacho, en ningún momento he querido poner en entredicho la lealtad de su pueblo, ni de lejos. Todo esto ha sido muy desafortunado. Mil perdones, amigo mío.
Observa mi copa, que en algún momento he vaciado sin saber cómo.
—Necesita otra copa, ¿verdad que sí? Y yo también. —Chasquea sus dedos a un criado que pasa—. ¡Chico, chico! ¡Más vino, aquí!
Tengo la ligera impresión de que mi conversación con Casio Lucio Frontino, el gran héroe de guerra, no ha sido un éxito, y que ése podría ser un buen momento para la retirada. Lanzo una mirada indefensa a Adriana, quien la entiende en seguida y dice:
—Pero tío, Cimbelino ya te ha robado mucho tiempo. Y mira, el prefecto de la ciudad ha llegado; debemos presentarle a nuestro invitado.
Sí, deben hacerlo antes de que meta la pata hasta el fondo. Me inclino de nuevo y me excuso mientras Adriana me coge de un brazo y Lucila me agarra del otro, arrastrándome hasta el otro extremo de la gran sala.
—He estado horrible, ¿verdad? —pregunto.
—A mi tío le gustan los hombres que muestran coraje —dice Adriana—. En el ejército nadie se atreve a responderle lo más mínimo.
—Pero mostrarme tan rudo… Él, que es un gran hombre, y yo simplemente un visitante de provincias…
—El único que se ha mostrado rudo ha sido él —dice Lucila acaloradamente—. ¡Llamar a tu pueblo traidores al Imperio! ¡Cómo puede haber dicho una cosa semejante! —Y después, en voz baja, acercándoseme al oído—:Te llevaré a Pompeya mañana. Verás como allí no te aburres lo más mínimo.
Pasa a recogerme por el hotel después de almorzar, en una cuadriga espléndida, con adornos de caoba, borlas de seda y dorados por todas partes, y tirada por dos magníficos corceles blancos y otros dos gigantescos caballos pardos. Al lado de ésta, la que me envió Marcelo Frontino la noche pasada me parece casi miserable. Entonces creí que era el carruaje de un emperador. Pero no, me equivocaba. Seguramente, éste se aproxima más.
—¿Has venido en este carro desde Roma? —le pregunto.
—Oh, no. He venido en tren. Le he pedido prestada la cuadriga de Druso Tiberio. Le gustan este tipo de cosas.
En la fiesta, sólo tuve con el joven Frontino el más breve de los encuentros, y no me causó la más mínima impresión: un hombre blando, embadurnado de ungüentos y perfumado, tres o cuatro anillos dorados en cada mano, movimientos lánguidos y delicados bostezos, un perfecto príncipe. Con total desvergüenza, estuvo toda la noche intercambiando enternecedoras miradas con su apuesto amigo Ezio, que parecía tan estúpido como un gladiador, y probablemente era uno de ellos.
—¿Cuánto puede costar una cuadriga como ésta? —pregunto—. ¿Cinco millones de sestercios? ¿Diez millones?
—Muy probablemente incluso más.
—Y él sencillamente te la presta para todo el día.
—Oh sí. Tiene otra aún mejor, ¿sabes? Después de todo, Druso es el hijo malcriado de un hombre rico. Marcelo no le niega absolutamente nada. Por supuesto, creo que eso es algo terrible.
—Sí —digo yo—. Espantoso.
Si Lucila capta el tono irónico de mi voz, no lo manifiesta.
—Pero si él está deseoso de prestar uno de sus bonitos carruajes a la amiga de su hermana durante un día o dos…
—Pues por qué no aceptarlo, ¿no?
—Eso, ¿por qué no? —digo yo.
De manera que esta desconocida pelirroja romana, encantadora y voluptuosa, y yo nos vamos juntos por la carretera de la costa, en dirección a Pompeya, sobre una cuadriga que habría hecho enrojecer a un cesar. El tráfico nos cede paso en la carretera como si se tratara del carruaje de un emperador y los caballos galopan como centellas, primero hacia el este y después hacia el sur, con la misma rapidez que los corceles de Apolo, marcando con sus cascos un ritmo endiablado sobre la carretera hermosamente pavimentada.
Lucila y yo nos sentamos castamente separados y hablamos en un tono agradable pero impersonal sobre la fiesta.
—¿De qué iba todo aquellos —me pregunta ella—. Me refiero a la pelea que mantuvisteis anoche tú y el tío de Adriana.
—No fue una pelea. Fue sólo… una situación desagradable.
—Lo que sea. Algo acerca de un ejército romano invadiendo Britania para asegurarse de que tu pueblo está de nuestra parte en la guerra. Sé tan poco sobre estas cosas. No ibais de verdad a segregaros, ¿no?
Hemos estado hablando romano, pero si vamos a tener esa conversación deberé emplear una lengua en la que me sienta más cómodo. Así que cambio al latín y le digo:
—De hecho, creo que se trató de algo más que de una posibilidad, aunque fue cruel decirlo por su parte. O zafio, simplemente.
—Militares. ¡No tienen maneras!
—De todas formas me sorprendió. ¡Echármelo en cara de ese modo…!
—¿Así que era cierto?
—Sólo era un muchacho cuando ocurrió, entiéndelo. Pero sí, sé que existió una considerable facción antiimperialista en Londinium hace quince o veinte años.
—¿Que quería restaurar la República?
—Que quería separarse del Imperio —le contesto—.Y elegir un rey de nuestra propia sangre. Si es que puede hablarse de algo como «nuestra propia sangre», después de dieciocho siglos siendo ciudadanos romanos.
—Ya entiendo. De manera que querían una Britania independiente.
—Vieron que había una oportunidad. Eso ocurrió sólo unos veinte años después de que el Imperio eliminara todas las consecuencias de su primer desmembramiento, ya sabes. Y entonces, de repente parecía probable que fuera a empezara una segunda guerra civil.
—Eso sucedió en el este, ¿no es cierto?
Me pregunto cuánto sabe ella realmente sobre estos asuntos. Sospecho que más de lo que deja ver. Pero yo me he licenciado con honores en Historia por la Universidad de Cantabrigia, y después de todo, supongo que ella me está dando una oportunidad de lucirme.
—En Siria y Persia, sí, y en la franja oriental de India. Sólo una pequeña rebelión fronteriza, ni siquiera era gente blanca la que provocó el alboroto. Con diez legiones se hubiera podido sofocar todo el asunto. Pero el emperador Laureólo estaba ya viejo y enfermo (senil, de hecho), no había nadie en la administración que prestara mucha atención a las provincias más alejadas y no se enviaron legiones hasta que fue demasiado tarde; y entonces sí que hubo que lidiar con un auténtico desastre, todo eso de golpe y porrazo. Y justo en medio de todo eso, Hispania, la Galia e incluso la pequeña y ridicula Lusitania, decidieron también volver a separarse del Imperio. Así que en 2563 todo volvió a empezar, una segunda crisis más seria incluso que la primera.