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—Y esta vez también Britania iba a separarse.

—Eso era lo que la plebe reclamaba, en todo caso. Se produjeron algunos brotes ruidosos en Londinium y se pusieron carteles en el exterior del palacio del procónsul diciéndole que se marchara a Roma y cosas como «¡Britania para los britanos!». La gente vociferaba que se echara a los romanos y que se restaurara la vieja monarquía celta. Bien, naturalmente nosotros no podíamos permitirlo, y los hicimos callar muy pronto. De hecho, cuando empezó la guerra y llegó nuestro momento, luchamos tan valientemente como cualquier romano en cualquier parte.

—¿Nosotros? —pregunta ella.

—La gente decente de Britania. La gente inteligente.

—¿Quieres decir la gente con propiedades?

—Bueno, claro. Nosotros comprendimos cuánto se podía perder, no sólo nosotros, sino todo el pueblo de Britania… si el Imperio caía. ¿Cuál es nuestro mejor mercado? ¡Italia! Y si Britania, la Galia, Hispania y Lusitania consiguieran segregarse, Italia perdería su acceso al mar. Se quedaría encerrada en medio de Europa con una serie de enemigos bloqueando la ruta terrestre hacia Oriente y otra serie cerrándole el paso hacia Occidente por el océano. El corazón del Imperio se debilitaría. Los britanos no tendríamos a quién vender nuestras mercancías, a no ser que empezáramos a embarcarlas para Nova Roma e intentáramos ofrecérselas a los pieles rojas. El desmembramiento del Imperio provocaría una depresión mundiaclass="underline" hambrunas, conflictos, el horror absoluto en todas partes. Y la peor parte se la habrían llevado aquellos que reclamaban más fuerte la secesión.

Ella me dirige una extraña mirada.

—Tu propia familia dice ser de sangre real celta y tú tienes un bonito nombre celta. Se diría que a tu pueblo le gusta mirar atrás con nostalgia, a los días dorados de la libertad britana antes de la conquista romana. Pero incluso así, tú contribuíste a sofocar el movimiento secesionista en vuestra provincia.

«¿También ella está burlándose de mí? No puedo relajarme con estos romanos.»

Con leve rigidez, le contesto:

—Yo personalmente no. Yo era tan sólo un muchacho cuando se produjeron las primeras manifestaciones antiimperialistas. Pero sí, a pesar de todo su amor por las tradiciones celtas, mi padre siempre ha creído que nosotros tuvimos que poner los intereses de la civilización romana en general por delante de nuestro mezquino orgullo nacionalista. Cuando la guerra nos alcanzó, Britania estuvo del lado de los partidarios del régimen, gracias en buena medida a él. Y tan pronto como fui lo suficientemente adulto, me uní a las legiones e hice mi contribución al Imperio.

—Así pues, ¿amas al emperador?

—Amo el Imperio. Creo que el Imperio es una necesidad. Y en cuanto al emperador concreto que ahora tenemos… —Vacilo. Debería andarme con tiento aquí—. Supongo que los hemos tenido más competentes.

Lucila se ríe.

—¡Mi padre piensa que Magencio es un completo idiota!

—Sí, de hecho también a mí me lo parece. Pero bueno, los emperadores vienen y van y algunos son mejores que otros. Lo que de verdad importa es la supervivencia del Imperio. Y por cada Nerón, tarde o temprano hay un Vespasiano. Por cada Caracalla, hay un Tito Galio.Y por cada débil y estúpido Magencio…

—¡Chitón! —dice Lucila, señalando a nuestro cochero y después a sus oídos—. Debemos ser más cautos. Quizá estemos siendo demasiado indiscretos, encanto. Y nosotros no queremos decir indiscreciones.

—No, por supuesto que no.

—Hacerlas es otra cosa…

—Ah. Eso es diferente.

—Muy diferente —dice ella y los dos nos reímos.

Casi estamos pasando bajo la sombra del gran Vesubio. Imperceptiblemente nos hemos ido acercando el uno al otro mientras hablábamos y, poco a poco, he acabado sintiendo la presión de su cálido muslo contra el mío.

Ahora, cuando la cuadriga toma una curva cerrada por la carretera, ella acaba lanzada contra mí. Supuestamente para sujetarla, deslizo mi brazo alrededor de sus hombros y ella acurruca la cabeza en el hueco de mi cuello. Mi mano acaba posándose en la firme esfera de su pecho. Ella deja que se quede allí.

Llegamos a las ruinas de Pompeya a tiempo para un tardío almuerzo en un lujoso mesón, justo al borde de la zona de las excavaciones. Frente a una comida de pescado asado y vino blanco espumoso no disimulamos el ansia que tenemos el uno del otro. Estoy tentado de sugerir que soslayemos la arqueología y nos vayamos directamente a nuestra habitación.

Pero no se presenta la oportunidad. Un guía que ella ha contratado nos está esperando después del almuerzo, un excitable grieguecito calvo que rebosa entusiasmo por conducirnos al reino de la antigüedad. De modo que allá vamos, en plena tórrida tarde pompeyana, llenos de vino y lujuria, mientras él nos hace trotar sobre una y otra árida calle pedregosa, mostrándonos las grandiosas vistas que el volcán se engulló hace dieciocho siglos, en el segundo mes del reinado del emperador Tito.

La verdad es que es enormemente fascinante. Nosotros, los modernos romanos, tenemos la ilusión de que aún continuamos diseñando nuestras ciudades y casas según el estilo de las antiguas. Pero la verdad es que los cambios, por muy sutiles que puedan haber sido de un siglo a otro, han sido enormes, y Pompeya, sepultada bajo restos volcánicos hace dieciocho siglos e intacta hasta su redescubrimiento hace tan sólo unas décadas, parece antigua de verdad.

Nuestro burbujeante griego nos muestra las casas de los hombres ricos con sus suntuosas pinturas y esculturas, los baños, el anfiteatro, el foro. Nos introduce en el pequeño y húmedo burdel, donde contemplamos vividos murales con prostitutas de contundentes muslos dando, briosas, placer a sus clientes, y Lucila se ríe en mi oído y me hace ligeramente cosquillas en la palma de la mano con la punta del dedo. Estoy dispuesto a acabar el tour allí mismo y en aquel preciso instante; pero por supuesto, no es posible. Aún nos queda mucho por ver, nos asegura nuestro implacable guía.

En el exterior del templo de Júpiter, Lucila me pregunta, toda inocencia:

—¿A qué dioses rinde culto tu pueblo? ¿A los mismos que nosotros?

—Exactamente a los mismos, sí. Júpiter, Juno, Apolo, Mitra, Cibeles, los habituales, los que tenéis aquí.

—¿No tenéis dioses paganos prehistóricos propios?

—¿Qué te imaginas que somos? ¿Salvajes?

—¡Por supuesto, querido! ¡Por supuesto! Grandes y encantadores salvajes de cabellos dorados.

Hay un brillo en su mirada. Se está burlando pero también es sincera. Sé que lo es.

Y ha tocado además un punto sensible, ya que, pese a todos nuestros aires romanos, nosotros, los britanos, no nos parecemos tanto a esta gente como nos gustaría pensar y sí es cierto que conservamos nuestras pequeñas fidelidades atávicas. No hablo de mí en particular, ya que para las necesidades religiosas que pueda tener, me basto y me sobro con Júpiter y Mercurio. Pero tengo amigos en mi tierra, amigos bastante próximos, que hacen sacrificios a Branwen, Velauno, Rhiannon y Brígida, a Ancasta y a las Matres. E incluso yo he acudido al menos una vez al ritual de Lugnasad, donde adoran a Mercurio bajo su antiguo nombre celta de Lug.

Pero todo eso es demasiado absurdo, demasiado vergonzoso; idolatrar a esos dioses rudimentarios, antiguos e inexpresivos en sus nidales de paja. No es que a mí me parezcan menos absurdos Mercurio o Mitra o cualquier otro entre las docenas de extraños dioses orientales (Baal, Marduk, Jehová y todos los demás), que tan pronto se han puesto de moda como han dejado de estarlo en Roma durante siglos. Carecen por igual de significado para mí. Y, sin embargo, hay momentos en los que siento un gran vacío en mi interior, cuando miro las estrellas y me pregunto cómo y por qué fueron hechas; y no lo sé, no tengo la más mínima idea.