—¿A un príncipe?
—¡Por supuesto! Conocerás a todo el mundo. A los hermanos del emperador, a las hermanas del emperador, al mismo emperador, si es que está en la ciudad. Yo crecí en la corte, ¿no te das cuenta? En casa de mi tío. Mi padre murió en la guerra.
—Lo siento.
—Estuvo al mando de la legión augusta en Siria, AEgyptus, Palestina. Allí fue donde murió, en Palestina. ¿Has oído hablar del sitio de Aelia Capitolina? Allí es donde le mataron, justo en el exterior del templo de la Gran Madre, en el mismo momento en que la ciudad se nos estaba rindiendo. El se encontraba cerca de un viejo muro de piedra en ruinas que aún quedaba en pie del templo que allí había habido antes del actual y un francotirador le alcanzó. El mismo Casio Frontino pronunció la oración fúnebre.Y después de eso, mi tío Cayo me adoptó, porque también mi madre había muerto, se había suicidado el año antes. Pero ésa es una larga historia, un escándalo en la corte del viejo emperador…
La cabeza me da vueltas.
—Sea como sea, Flavio es como un hermano para mí. Ya lo verás. Vinimos aquí y pasé la noche en la villa Jovis. Vi todos los mosaicos obscenos de la piscina de Tiberio, nadé en ella…, incluso después se celebró una gigantesca fiesta, con jabalí de las montañas de la zona, montañas de fresas y plátanos y no te puedes imaginar qué cantidad de vino… oh, venga, ¡anímate, Cimbelino! No creerías que era virgen ¿verdad?
—No es eso. En absoluto.
—Entonces, ¿qué sucede?
—Es la idea de que de verdad conoces a la realeza. Aún eres tan joven y ya has vivido tantas cosas asombrosas. Y también el hecho de que el hombre con el que discutí fuera Casio Lucio Frontino, el famoso general, y que seas la sobrina de Cayo Junio Escévola, el cónsul y que hayas sido la amante del hermano del emperador, y… ¿es que no ves, Lucila, lo difícil que es todo esto para mí? ¿Lo desconcertante que es?
—¡Mi pobre y confundido bárbaro!
—Me gustaría que no me llamaras así. Aunque sea más o menos cierto.
—Mi maravilloso celta, pues. Mi guapo britano de cabellos dorados. Eso está mucho mejor, ¿verdad?
Hemos alquilado un carruaje de un solo caballo, que es el único tipo de vehículo que se permite en Capri, y nos vamos a la playa, donde pasamos la tarde bañándonos desnudos en las caudas aguas y tomando el sol sobre la orilla rocosa. Aunque no falta mucho para que venza el día y estamos a finales de año, la impecable piel de Lucila se sonrosa pronto y al llegar a la habitación ya tiene un rojo vivo.
Dos días, dos inolvidables noches en Capri. Después regresamos a Sorrento, donde nuestro auriga nos aguarda obediente en la zona de desembarco del ferry y nos vamos para Neápolis de nuevo, un trayecto de un día entero. Me disgusta separarme de ella en mi hotel, y trato de convencerla para que pase la noche allí conmigo, pero insiste en que debe regresar a la villa de Frontino.
—¿Y yo? —digo—. ¿Qué hago yo? ¿Tendré que cenar solo, tendré que irme solo a la cama?
Ella me roza ligeramente los labios con los suyos y se ríe.
—¿He dicho yo tal cosa? Naturalmente, te vas a venir conmigo a casa de Frontino. ¡Por supuesto!
—Pero él no me ha invitado a volver.
—¡Qué bobo puedes ser a veces, Cimbelino! Te invito yo.Yo soy la huésped de Adriana. Y tú eres el mío. Ve arriba, empaqueta el resto de tus cosas y di a la gente del hotel que te prepare la factura. ¡Vamos, date prisa!
Y así lo hago. En la absurdamente espléndida cuadriga de Druso Tiberio, subimos por la colina hasta la villa de Marcelo Domiciano Frontino, donde nuestro jovial anfitrión me recibe con una sincera calidez, y sin signo alguno de sorpresa, y me aloja en una magnífica suite con vistas a la bahía. El tío Casio se ha ido, como también lo han hecho los demás invitados que estaban en la fiesta, y a mí se me dispensa una acogida más que buena.
La casualidad quiere que mis habitaciones sean contiguas a las de Lucila. Esa noche, después de una fiesta de agotadores excesos en la que Druso Tiberio y su amiguito gladiador Ezio se comportan de una manera realmente vergonzosa, mientras el anciano Frontino dirige deliberadamente su atención a cualquier otra parte, oigo que llaman suavemente a mi puerta cuando me estoy preparando para ir a la cama.
—¿Sí?
—Soy yo.
—Lucila. ¡Adorados sean los dioses! ¡Entra!
Viste una túnica de seda tan transparente que casi parece que vaya desnuda. En una mano lleva un pequeño candelabro y en la otra un frasco de lo que parece ser vino. Aún está contenta de la cena, por lo que veo. Cojo el candelabro antes de que se prenda fuego, y luego el frasco.
—Podríamos invitar también a Adriana —dice ella fríamente.
—¿Estás loca?
—Yo no ¿y tú?
—¿Con vosotras dos…?
—Es mi mejor amiga. Lo compartimos todo.
—No —digo yo—. Esto no.
—Eres un provinciano, Cimbelino.
—Sí, lo soy. Y una mujer a la vez es bastante para mí.
Parece decepcionada. Me doy cuenta de que le ha prometido a Adriana entregarme a ella esta noche. Bien, ésta es la Italia imperial, donde las viejas tradiciones de libertinaje descarado están, evidentemente, muy vivas. Sin embargo, aunque me considero un romano, supongo que no soy tan romano. Adriana Frontina es extraordinariamente hermosa, sí, pero también lo es Lucila, y Lucila es todo lo que quiero ahora. Y ya está. Sencillos gustos provincianos. No tengo ninguna duda de que viviré para arrepentirme de esto, pero esta noche mi tozuda simplicidad es inquebrantable.
Lucila, decepcionada o no, demuestra tener suficiente pasión como para dos. La noche transcurre como una bruma insomne. Nos acometemos salvajemente, febrilmente. Me enseña una o dos cosas nuevas y ella misma aplaude su propia astucia erótica. No hay mujeres así en Britania. Por lo menos, ninguna que yo conozca.
Al amanecer estamos juntos en la terraza de mi dormitorio, cansados con el mejor de todos los posibles cansancios, saboreando la dulce brisa que sube de la bahía.
—¿Cuándo quieres que vayamos al norte? —me pregunta ella.
—Cuando tú quieras.
—¿Qué te parece mañana?
—¿Por qué no?
—Te advierto que es posible que te impresionen algunas cosas que veas en Roma.
—Entonces, supongo que me impresionarán.
—¿Eres muy fácilmente impresionable, verdad, Cimbelino?
—No exactamente. Sólo que algunas cosas son nuevas para mí.
Lucila se ríe entre dientes.
—No temas, te enseñaré nuestras costumbres. Todo resulta menos temible cuando te habitúas. Mi pobre y querido bárbaro…
—Sabes que te pedí que no…
—Quiero decir: mi pobrecito y querido celta —dice Lucila—. Ven conmigo a Roma, mi amor. Pero recuerda: en Roma, es preferible hacer lo que hacen los romanos. —Lo intentaré —le prometo.
Y otro carruaje se pone a nuestra disposición para el viaje. Éste es el de Ezio, que lo condujo solo hasta aquí desde Roma. Él regresará la próxima semana con Druso Tiberio e irán en uno de este último, pero de alguna manera también hay que llevar el de Ezio a la capital. De modo que lo conduciremos nosotros. No es ni con mucho tan grande como el que hemos estado usando Lucila y yo, pero es mucho más impresionante que el que se esperaría que poseyera alguien como Ezio. Sin duda es un regalo de Druso Tiberio.
Toda la gente de la casa sale a despedirnos. Marcelo Domiciano me invita a considerar su casa como la mía propia cuando me encuentre en Neápolis y yo le invito a ser huésped de mi familia en Britania. Adriana le da a Lucila algo más que un abrazo amistoso (me empiezo a hacer preguntas sobre ellas), y me besa levemente en la mejilla. Pero al darme la vuelta, alcanzo a atisbar una expresión desafiante en sus ojos que es una mezcla de ira y pesar. Sospecho que he hecho un enemigo aquí. Aunque quizá el daño pueda repararse en un momento futuro. Sería una tarea bastante agradable intentarlo.