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Nuestra ruta hacia el norte es por la vía Roma y debemos bajar a la ciudad para tomarla. Como no tenemos conductor, yo seré el auriga. Lucila se sienta a mi lado en el banquillo. Nuestros caballos, un par de corceles árabes, briosos y artéticos, están bien emparejados y necesitan poca guía por mi parte. El día es templado y agradable con brisa suave. Otro día más radiante, soleado, estival, durante el octavo mes del año. Pienso en mi patria. Qué oscura y húmeda debe de estar ahora.

—¿Es que no tenéis nunca invierno aquí en Italia? —pregunto—. ¿O es que los emperadores han hecho algún pacto especial con los dioses?

—Hace bastante frío y humedad —me asegura Lucila—.Ya lo comprobarás. No tanto aquí abajo, pero sí en Roma. Allí los inviernos pueden ser horribles de verdad. Estarás todavía aquí para las Saturnales, ¿verdad?

Faltan todavía dos meses para eso.

—Aún no lo he pensado mucho. Supongo que sí.

—Entonces tú mismo verás cuánto frío puede hacer. Normalmente, me voy a algún lugar como Sicilia o AEgyptus durante los meses de invierno, pero este año me quedaré en Roma. —Se me acurruca mimosa—. Cuando lleguen las lluvias, nos daremos calor mutuamente. ¿No será bonito, Cimbelino?

—Encantador. Por otra parte, no me importaría visitar AEgyptus, ¿sabes? Podríamos ir allí juntos a finales de año. Las pirámides, los grandes templos en Menfis…

—Este invierno tengo que quedarme en Italia. En Roma o cerca de ella.

—¿Ah sí? ¿Y por qué?

—Un asunto de familia —dice ella—. Tiene que ver con mi tío. Pero no debo hablar sobre ello.

Entiendo de inmediato sus palabras.

—Va ser nombrado cónsul otra vez ¿verdad que sí?, ¿verdad que sí?

Ella se pone tensa y contiene bruscamente el aliento y yo sé que acabo de dar en el clavo.

—No debo hablar de ello —me repite tras un instante.

—Pero es eso. Tiene que ser eso. Los cónsules del nuevo año toman posesión de su cargo el primero de enero y por eso tú quieres estar presente en la ceremonia, por supuesto. ¿Cuál es esta vez? ¿El cuarto mandato? ¿El quinto quizá?

—Por favor, Cimbelino.

—Prométeme esto al menos: nos quedaremos en Roma hasta que lo haya jurado y después nos iremos a AEgyptus. A mediados de enero, ¿de acuerdo? Ya puedo vernos surcando el Nilo desde Alejandría en una barcaza para dos…

—Todavía falta mucho tiempo para eso. No puedo prometerte nada con tanta antelación. —Me pone la mano suavemente en la muñeca y la deja allí—. Pero nos divertiremos tanto como podamos, aunque llueva y haga frío, ¿verdad, amor mío?

Veo que no hay manera de enterarme de nada más. Quizá ella ya tenga todo el mes de enero organizado y sus planes no me incluyan a mí. Quizá tenga programado un viaje a África con uno de sus amigos imperiales, quizá el joven Flavio César o algún otro miembro de la familia real. Los celos irracionales me traspasan momentáneamente el alma, y después me saco de la cabeza cualquier idea sobre enero. Estamos en octubre y la gloriosamente bella Lucila Junia Escevola compartirá la cama conmigo esta noche, y así uno y otro día, por lo menos hasta las Saturnales, si así lo deseo.Y está claro que lo deseo y eso debería ser todo lo que ahora me importase.

Estamos pasando junto a los grandes hoteles de vía Roma, sus fachadas resplandecientes brillan con el sol de la mañana y, a continuación, iniciamos el ascenso para salir de la ciudad, adentrándonos en la alta periferia, una sucesión de villas menores por aquí y por allá, una colina aislada con algunas propiedades venerables de la familia imperial extendiéndose alrededor de su cima. Al cabo de un rato, descendemos por la otra parte de las montañas, hacia el llano abierto que allí se explaya, atravesando las fértiles llanuras de la Campania Félix hacia la capital, lejos, en el distante norte.

Pasamos la primera noche en Capua, donde Lucila quiere que visite los frescos del Mithraeum. Trato de hacer uso de mi carta de crédito para pagar la factura del hotel, pero descubro que no hay cargo alguno por nuestra suite: el nombre mágico de Escévola obra milagros. Los frescos son exquisitos: el dios matando a un toro blanco con una serpiente bajo sus pies. También hay un enorme anfiteatro (aquél desde el que Espartaco alentó la revuelta de los gladiadores), pero Lucila me cuenta, para mi embobamiento provinciano, que el de Roma es, de lejos, mucho más impresionante. Nos llevan la cena a nuestra habitación: pechuga de faisán acompañada de un vino fuerte y almizclado. Después de eso, nos damos un largo baño y nos adentramos en la algarabía nocturna de las pasiones. Creo que puedo soportar este tipo de vida hasta finales de año e incluso un poco más.

Ya por la mañana, continuamos avanzando hacia el norte y hacia el oeste por la vía Roma que ahora se ha convertido en la vía Apia, la antigua ruta militar por la que marcharon los romanos cuando se dirigieron a conquistar a sus vecinos en el sur de Italia. Es una campiña agrícola llena de sosiego, interrumpida por aquí y por allá por las oscuras y ciclópeas ruinas de ciudades muertas que se remontan a épocas prerromanas y por ciudades más recientes en lo alto de algunas colinas, aunque ellas mismas tengan ya mil años o más de antigüedad. Siento aquí el tremendo peso de la Historia.

Lucila hace más llevaderas las largas y soñolientas horas del viaje con su chachara acerca de sus innumerables amigos patricios en la capital, Claudio, Trajano, Alejandro, Marco Aureliano y Valeriano y algunas docenas más, casi todos ellos varones, aunque también deja caer algunos nombres femeninos, entre ellos, Domitila, Severina, Julia, Paulina, Tranquilina. Damas y caballeros de alcurnia, supongo. Aderezado todo ello con cotilleos y referencias desenfadadas a los miembros de la familia imperial a los que parece conocer muy bien, amigos próximos de hecho, no sólo el joven emperador, sino sus cuatro hermanos y tres hermanas y toda una colección de primos imperiales y parientes más lejanos.

Advierto con más claridad que nunca qué grupo tan vasto es la familia de nuestros cesares, cuántos ociosos príncipes y princesas, cada uno de ellos con su respectivo gran despliegue de palacios, criados, amantes y moscones. No se trata de una única familia sino del racimo regio que está aposentado en lo alto de nuestro mundo. Hemos tenido innumerables dinastías que han ocupado el trono durante los nueve siglos del Imperio. La mayoría de ellas se han extinguido hace tiempo pero hay muchas otras de los últimos quinientos años que todavía sobreviven, al menos en alguna línea colateral, completamente desvinculadas unas de otras pero todas ellas, sin embargo, llevando el gran nombre de César y, por supuesto, todas ellas reivindicando su parte del tesoro público. Una dinastía puede destronarse, pero de alguna forma, los sobrinos nietos de los sobrinos nietos… o lo que sea, de alguien cuyo hermano fue emperador hace mucho tiempo, según parece aún pueden tener derecho a reclamar una pensión de los fondos públicos a lo largo de todas las épocas siguientes.

Parece claro por la manera en que habla Lucila que ha sido la amante de Flavio César y, muy probablemente también, de su hermano mayor, Camilo César, quien está en posesión del título de príncipe de Constantinopla, aunque vive en Roma. También habla muy bien de cierto conde romano que tiene el gran nombre de Nerón Rómulo Claudio Paladio. Su voz adquiere un tono especial cuando me habla de él; y yo sé que es el que tienen las mujeres cuando hablan de alguien con quien han hecho el amor.

Celos hacia hombres a los que no conozco brotan en mi interior. ¿Cómo puede haber hecho tantas cosas si tan sólo tiene veintiún años? Trato de controlar mis sentimientos. Estoy en Roma. Aquí no existe la moralidad, al menos tal como yo la entiendo. De hecho, he de esforzarme en comportarme como los romanos.