– ¿Pero qué vamos a hacer, don Juan?
Meneó la cabeza de lado a lado en un gesto exagerado de incredulidad.
– ¡Escribe! -ordenó y me volvió la espalda.
No me quedaba nada más que hacer. Trabajé en mis notas hasta que oscureció demasiado.
Don Juan conservó la misma posición todo el tiempo que estuve trabajando. Parecía absorto en contemplar la distancia hacia el oeste. Pero apenas me detuve se volvió hacia mí y dijo en tono jocoso que las únicas maneras de callarme eran darme de comer, hacerme escribir o dormirme.
Sacó de su mochila un bulto pequeño, y ceremoniosamente lo abrió. Contenía trozos de carne seca. Me dio uno y tomó otro para sí y empezó a mascarlo. Me informó, como al descuido, que era comida de poder, necesaria para ambos en esa ocasión. Yo estaba demasiado hambriento para pensar en la posibilidad de que la carne contuviese alguna sustancia psicotrópica. Comimos en completo silencio hasta que la carne se acabó, y para entonces la oscuridad era total.
Don Juan se puso en pie y estiró los brazos y la espalda. Me sugirió hacer lo mismo. Dijo que era buena costumbre estirar todo el cuerpo después de dormir, estar sentado o caminar.
Seguí su consejo y algunas de las hojas que conservaba bajo la camisa se escurrieron por las piernas de mi pantalón. Me pregunté si debería tratar de recogerlas, pero él dijo que lo olvidara, que ya no había ninguna necesidad de ellas y que las dejase caer donde quisiera.
Entonces don Juan se acercó mucho y me susurró en el oído derecho que yo debía seguirlo muy de cerca e imitar todo lo que hiciera. Dijo que estábamos a salvo en el sitio donde nos hallábamos, porque estábamos, por así decirlo, al filo de la noche.
– Esto no es la noche -susurró, pateando la roca donde pisábamos-. La noche está allá afuera.
Señaló la oscuridad que nos circundaba.
Luego revisó mí red portadora para ver si los guajes de comida y mis cuadernos de notas estaban asegurados, y en voz suave dijo que un guerrero siempre se cercioraba de que todo estuviese en orden, no porque creyera que iba a sobrevivir la prueba que se hallaban a punto de emprender, sino porque era parte de su conducta impecable.
En vez de producirme alivio, sus admoniciones crearon la absoluta certeza de que mi fin se acercaba. Quise llorar. Don Juan, sin duda, tenía plena conciencia del efecto de sus palabras.
– Confía en tu poder personal -me dijo al oído-. Eso es todo lo que uno tiene en todo este mundo misterioso.
Me jaló con gentileza y echamos a andar. Tomó la delantera un par de pasos frente a mí. Lo seguí con la vista fija en el suelo. Por algún motivo no osaba mirar en torno, y enfocar los ojos en el suelo me daba una extraña calma; casi me hipnotizaba.
Tras un corto camino, don Juan se detuvo. Susurró que la oscuridad total estaba cerca y que él iba a adelantarse, pero me daría su posición imitando el canto de cierto buho pequeño. Me recordó que yo ya conocía su imitación particular: rasposa al principio y después fluida como el canto de un buho verdadero. Me advirtió cuidarme muchísimo de otros cantos de tecolote que no llevaran esa marca.
Al terminar don Juan de darme esas instrucciones, yo era ya presa del pánico. Lo aferré por el brazo y me negué a soltarlo. Traté dos o tres minutos en calmarme lo suficiente para poder articular mis palabras. Una oleada nerviosa corría a lo largo de mi estómago y abdomen y me impedía hablar con coherencia.
En voz tranquila y suave, don Juan me instó a dominarme, porque la oscuridad era como el viento: una entidad desconocida e indómita que podía engatusarme si no me cuidaba, para vérmelas con ella tenía que estar perfectamente calmo.
– Tienes que dejarte ir para que así tu poder personal se aúne con el poder de la noche -me dijo a oído.
Dijo que iba a adelantarse y tuve un ataque de miedo irracional.
– Esto es una locura -protesté.
Don Juan no se enojó ni se impacientó. Rió calladamente y me dijo al oído algo que no acabé de entender.
– ¿Qué dijo usted? -pregunté en voz alta, mientras mis dientes castañeteaban.
Don Juan me puso la mano en la boca y susurró que un guerrero actuaba como si supiera lo que hacía, aunque en realidad no sabía nada. Repitió una frase tres o cuatro veces, como si quisiera que yo la memorizara. Dijo:
– Un guerrero es impecable cuando confía en su poder personal sin importar que sea pequeño o enorme.
Tras una breve espera me preguntó si estaba bien. Asentí y se perdió velozmente de vista casi sin un sonido.
Traté de mirar en torno. Parecía hallarme en una zona de vegetación tupida. Sólo podía discernir la masa oscura de unos arbustos, o acaso árboles pequeños. Concentré mi atención en los sonidos, pero ninguno resaltaba. El silbar del viento sofocaba todos los otros ruidos, excepto el esporádico grito penetrante de buhos grandes y el trinar de otras aves.
Aguardé un rato en un estado de atención extrema. Y entonces llegó el canto rasposo y prolongado de un buho pequeño. No dudé que fuera don Juan. Se oyó en un sitio a mis espaldas. Di la vuelta y eché a andar en esa dirección. Me movía despacio porque me sentía inextricablemente estorbado por las tinieblas.
Anduve unos diez minutos. De pronto, una masa oscura saltó frente a mí. Di un grito y caí hacia atrás, de nalgas. Mis oídos empezaron a zumbar. El susto fue tan grande que me cortó el aliento. Tuve que abrir la boca para respirar.
– Párate -dijo don Juan suavemente-. No quise asustarte. Nada más vine a tu encuentro.
Dijo que había estado observando mi absurda forma de andar, y que al moverme en la oscuridad parecía yo una viejita lisiada queriendo caminar de puntitas entre charcos de lodo. La imagen le hizo gracia y rió fuerte.
Procedió luego a mostrarme una forma especial de caminar en la oscuridad, una forma que llamaba "la marcha de poder". Se agachó frente a mí y me hizo pasar las manos sobre su espalda y sus rodillas, con el fin de darme una idea de la posición de su cuerpo. El tronco de don Juan estaba ligeramente inclinado hacia adelante, pero su espina se hallaba derecha. También sus rodillas estaban un poco dobladas.
Caminó despacio frente a mí para hacerme notar que alzaba las rodillas casi hasta el pecho cada vez que daba un paso. Y luego echó a correr perdiéndose de vista y regresó de nuevo. Yo no concebía cómo podía correr en la oscuridad total.
– La marcha de poder es para correr de noche -me susurró al oído.
Me instó a hacer la prueba. Le dije que sin duda me rompería las piernas al caer en una grieta o contra una roca. Don Juan dijo con mucha calma que la marcha de poder era completamente segura.
Le señalé que la única manera en que yo podía comprender sus actos era suponiendo que conocía a la perfección esos montes y así evitaba los peligros.
Don Juan tomó mi cabeza entre las manos y susurró con energía:
– ¡Ésta es la noche! ¡Y eso es poder!
Me soltó la cabeza y añadió, en voz suave, que de noche el mundo era distinto; y que su habilidad para correr en lo oscuro no tenía nada que ver con su conocimiento de esos cerros. Dijo que la clave era dejar al poder personal fluir libremente, para que se mezclara con el poder de la noche; una vez que ese poder tomaba las riendas no había posibilidad de resbalar. Agregó, en un tono de seriedad absoluta, que si yo lo dudaba debía recapacitar por un momento en lo que estaba pasando. Para un hombre de su edad, correr por el monte a esa hora sería suicida si el poder de la noche no lo estuviera guiando.
– ¡Mira! -dijo, y corrió velozmente adentrándose en la oscuridad y regresó de nuevo.
Su cuerpo se movía en una forma tan extraordinaria que yo no podía creer lo que veía. Corrió sin avanzar durante un momento. La manera como alzaba las piernas me recordaba los ejercicios de calentamiento de los corredores.
Me dijo entonces que lo siguiera. Lo hice, tenso e incómodo en extremo. Con la mayor cautela trataba de ver dónde ponía los pies, pero era imposible juzgar la distancia. Don Juan regresó y trotó junto a mí. Susurró que yo debía abandonarme al poder de la noche y confiar en el poquito poder personal que tenía, pues de lo contrario nunca podría moverme con libertad, y que la oscuridad me estorbaba sólo porque yo confiaba en mi vista para todo cuanto hacía, sin saber que otro modo de moverse era permitiendo que el poder fuera el guía.