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En cuestión de minutos empecé a sentir un calor exquisito y un supremo bienestar. Era una sensación de comodidad física, de hallarme suspendido en el aire. Estuve totalmente de acuerdo con la aseveración de don Juan de que la "cama de cuerdas" me tendría a flote. Comenté la increíble cualidad de mi experiencia sensorial. Don Juan dijo en tono objetivo que la "cama" estaba hecha para ese propósito.

– ¡No puedo creer que esto sea posible! -exclamé.

Don Juan tomó literalmente mi frase y me regañó. Dijo estar cansado de que yo actuara como un ser de importancia suprema, a quien una y otra vez había que dar pruebas de que el mundo es desconocido y prodigioso.

Traté de explicar que una exclamación retórica no tenía ningún significado. Él repuso que, de ser así, yo podría haber escogido otra frase. Al parecer estaba seriamente molestó conmigo. Me senté a medias y empecé a disculparme, pero él río e, imitando mi manera de hablar, sugirió una serie de hilarantes exclamaciones retóricas que yo podría haber empleado. Terminé riendo del absurdo calculado de algunas de las alternativas propuestas.

Él soltó una risita y en tono suave me recordó que me abandonara a la sensación de flotar.

El confortante sentimiento de paz y plenitud que yo experimentaba en ese misterioso sitio despertó en mí emociones hondamente sepultadas. Me puse a hablar de mi vida. Confesé que nunca había tenido respetó ni simpatía por nadie, ni siquiera por mí mismo, y que siempre había sentido ser inherentemente malo, de allí que mi actitud hacia los demás siempre se hallara velada por cierta bravata y audacia.

– Cierto -dijo don Juan-. No te quieres nadita. Con una risa cascada, me dijo que había estado "viendo" mientras yo hablaba. Su recomendación era que no tuviese yo remordimiento por nada de lo que había hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos era darse una importancia injustificada.

Me moví con nerviosismo y el lecho de hojas produjo un ruido crujiente. Don Juan dijo que, si deseaba reposar, no debía agitar a mis hojas, y que debía imitarlo y quedarme tirado sin hacer un solo movimiento. Añadió que en su "ver" había tropezado con uno de mis estados de ánimo. Pugnó un momento, al parecer por hallar una palabra adecuada, y dijo que el ánimo en cuestión era una actitud mental en la que yo caía continuamente. La describió como una especie de escotilla que en momentos inesperados se abría y me tragaba.

Le pedí ser más específico. Respondió que era imposible ser específico con respecto al "ver".

Antes de que yo pudiera decir algo más, me indicó relajarme, pero sin dormir, y conservarme en estado de alerta el mayor tiempo que pudiera. Dijo que la "cama de cuerdas" se hacía exclusivamente para permitir que un guerrero llegase a cierto estado de paz y bienestar.

En tono dramático, don Juan aseveró que el bienestar era una condición que debía cultivarse, una condición con la que uno tenía que familiarizarse para buscarla.

– Tú no sabes lo que es el bienestar porque nunca lo has sentido -dijo.

Yo no estuve de acuerdo. Pero él siguió argumentando que el bienestar era un logro que debía buscarse deliberadamente. Dijo que lo único que yo sabía buscar era un sentimiento de desorientación, malestar y confusión.

Rió con burla y me aseguró que, para lograr la hazaña de sentirme desdichado, yo debía trabajar en forma muy intensa, y que era absurdo el que nunca me hubiera dado cuenta de que lo mismo podía trabajar para sentirme completo y fuerte.

– El chiste está en lo que uno recalca -dijo-. O nos hacemos infelices o nos hacemos fuertes. La cantidad de trabajo es la misma.

Cerré los ojos y volví a relajarme y empecé a sentir que flotaba; durante un corto rato fue como si en verdad me moviera por el espacio, igual que una hoja. Aunque enteramente placentera, la sensación me recordó de algún modo veces en que me enfermaba y me mareaba y sentía dar vueltas. Pensé que acaso había comido algo malo.

Oí a don Juan hablarme, pero no hice un verdadero esfuerzo por escuchar. Trataba de llevar a cabo un inventario mental de todas las cosas que había comido ese día, pero no podía interesarme ni en eso. Nada parecía importar.

– Observa cómo cambia la luz del sol -dijo él.

Su voz era clara. Pensé que era como agua, fluida y tibia.

El cielo estaba totalmente despejado hacia el oeste y la luz del sol era espectacular. Acaso el hecho de que don Juan me llamaba la atención al respecto hacía verdaderamente espléndido el resplandor amarillento del sol vespertino.

– Deja que ese resplandor te encienda -dijo don Juan-. Antes de que el sol se oculte hoy, debes estar perfectamente tranquilo y recuperado, porque mañana o pasado vas a aprender a no-hacer.

– ¿A no hacer qué? -pregunté.

– No te apures ahora -dijo-. Espera a que estemos en esas montañas de lava.

Señaló unos picos distantes hacia el norte, serrados, oscuros y de aspecto ominoso.

Jueves, abril 12, 1962

Al atardecer llegamos al desierto alto en torno a las montañas de lava. En la distancia, los montes café oscuro se veían casi siniestros. El sol estaba muy bajo en el horizonte y brillaba sobre la cara occidental de la lava solidificada, pintando en su pardez oscura un deslumbrante conjunto de reflejos amarillos.

Yo no podía apartar la vista. Aquellos picos eran en verdad hipnotizantes.

Al final del día, las cuestas inferiores de las montañas estaban a la vista. Había muy poca vegetación en el desierto alto; todo cuanto yo podía ver eran cactos y una especie de arbustos que crecían en mechones.

Don Juan se detuvo a descansar. Tomó asiento, apoyó cuidadosamente sus guajes de comida contra una roca, y dijo que íbamos a acampar en ese sitio durante la noche. Había elegido un lugar relativamente alto. Desde donde me encontraba podía ver a una buena distancia, en todo el derredor.

Era un día nublado y el crepúsculo envolvió rápidamente el área. Me puse a observar la velocidad con que las nubes escarlata del oeste se desteñían adquiriendo un gris oscuro espeso y uniforme.

Don Juan se levantó para ir a los matorrales. Cuando volvió, la silueta de los montes de lava era ya una masa oscura. Se sentó junto a mí y llamó mi atención hacia lo que parecía ser una formación natural en las montañas, hacia el noreste. Era un sitio que tenía un color mucho más claro que sus alrededores. Mientas toda la cordillera volcánica se veía de un café oscuro uniforme en el crepúsculo, el sitio que él señalaba era amarillento o beige oscuro. No pude imaginarme qué cosa sería. Lo miré con fijeza largo rato. Parecía moverse; creí que pulsaba. Cuando achicaba mis ojos, ondeaba como si el viento lo agitase.

– ¡Míralo fijamente! -me ordenó don Juan.

En cierto momento, tras un buen rato de observar, sentí que toda la cordillera se movía hacia mí. Dicha sensación fue acompañada por una agitación insólita en la boca. del estómago. La incomodidad se hizo tan aguda que me puse en pie.

– ¡Siéntate! -gritó don Juan, pero yo ya estaba levantado.

Desde mi nuevo punto de vista, la configuración amarillenta se hallaba más baja en la ladera de los montes. Volví a sentarme, sin apartar los ojos, y la configuración se trasladó a un sitio más alto. La contemplé un instante y de pronto organicé todo en la perspectiva correcta. Me di cuenta de que lo que había estado mirando no estaba en las montañas, sino era en realidad un trozo de tela verde amarillento colgado de un cacto alto frente a mí.

Reí fuerte y expliqué a don Juan que el crepúsculo había ayudado a crear una ilusión de óptica.

Él se levantó y fue al sitio donde se hallaba el trozo de tela, lo descolgó, lo dobló y lo puso en su morral.